El título en español que desvela
el final o con la locura no se juega: Corredor
sin retorno o el dramático precio de la ambición periodística.
Título original: Shock Corridor
Año: 1963
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Director: Samuel Fuller
Guion: Samuel Fuller
Música: Paul Dunlap
Fotografía: Stanley Cortez, Samuel Fuller
Reparto: Peter Breck,
Constance Towers, Gene Evans, James Best, Hari Rhodes, Larry Tucker, Philip
Ahn, William Zuckert.
Fuller siempre ha sido un
francotirador en la industria cinematográfica, y la mayor parte de sus
películas, si no fuera por su genio, bien podrían catalogarse como de serie B,
por presupuestos, actores, etc. Querer mantener el control de una producción y
responder autoralmente de una película, como en el caso de Cassavetes, por
ejemplo, entre otros, o del mismísimo Welles, cuando los grandes estudios le
dieron la espalda, tiene un precio que solo los muy escogidos saben sortear
para dirigir películas como Corredor sin
retorno, que hoy me ocupa, y construir una película de obligada visión. La
personalidad artística de Fuller, a quien entronizaron Godard y los Cahiers, y ahí está su participación en
Pierrot le fou, donde desgrana lo que para él es la esencia del cine: el cine es un campo de batalla en el que
coexisten amor, odio, acción, violencia, muerte, amor… en definitiva, el cine
es emoción, se manifiesta íntegramente en esta Corredor sin retorno cuyo título en castellano es un monumental spoiler, por cierto, muy distinto de la
neutra información del original: Shock
corridor. La película es ambiciosa, pero con un guion perfectamente
elaborado, lo cual permite seguirla en un crescendo cuyo clímax se alcanza en
un desenlace al que poco favor le hace un anticlimático colofón obvio muy bien
resuelto, sin embargo, desde el lado de la interpretación de Constance Towers,
que será la protagonista de la extraordinaria Una luz en el hampa. Un periodista lleva un año ejercitándose con
un psiquiatra para poder representar “con toda propiedad” (y enseguida se
intuye a partir de ahí el temor con el que Fuller juega a lo largo de la
película, como si fuera un Mcguffin)
una enfermedad mental gracias a la cual posibilitar su internamiento en un
siquiátrico donde descubrir al culpable de un asesinato para resolver un caso
cerrado en falso y, con esa historia, escribir un reportaje que lo catapulte a
la fama, si gana el Pulitzer. Su pareja, una bailarina de striptis, colabora
con él, aun a pesar de manifestar su oposición radical al proyecto no solo por
lo arriesgado del método, sino porque el periodista pone por delante de su
relación amorosa, no del todo clara, la fama y la gloria de ser un ganador del
Pulitzer. Ella rompe con el y lo deja colgado, pero a la que pasa una semana
sin saber de él, recapacita y se presta de nuevo al “juego”, haciéndose pasar
por su hermana, y poniendo nada menos que una denuncia por incesto. Con el interrogatorio a que lo somete el psiquiatra
que lo entrena, nos parece estar en una película como El mensajero del miedo, estrenada un año antes que la suya y que
debió impactar a Fuller. El clima de película de cine negro en un interior en
penumbra, rota por la luz de la cortina descorrida súbitamente por el
psiquiatra cuando el periodista da un paso en falso en su preparación, es una
introducción que engaña, porque, nada más ser detenido y examinado por un
psiquiatra forense y acceder al internamiento, la película entra, sin perder la
intriga de la investigación periodística sensacionalista, en el mundo, en
aquellos años aún muy aparte, de la enfermedad mental, cuyos tratamientos
incluían reducciones físicas como las camisas de fuerza, los baños fríos, o los
electroshocks. El corredor, lugar de relación entre los internos, actúa como
una poderosa metáfora de la sociedad, y poco a poco, a través de los enfermos
allí presentes irá Fuller exponiendo ciertos problemas usamericanos que abarcan
desde el trauma no del todo asimilado de la guerra de secesión hasta la
segregación racial, con un negro que se reclama fundador del Ku-Kux-Klan,
pasando por el científico loco que diseña armas nucleares. Lo importante, en la
película, es que la indagación del periodista alterna, ya desde el primer
examen forense, una voz en off que pretende mantener el control de la
situación, algo así como un recordatorio de que, la lleve lo lejos que la
lleve, su estancia en ese corredor es una representación con un fin concreto.
La evolución del personaje se manifiesta, sobre todo, a partir de esa voz en
off, que actúa, de hecho, como un desdoblamiento de la personalidad, algo así
como la escisión del doctor Jeckyll, a quien Hyde acaba dominando. La vida en
el psiquiátrico remite, también, a otra película, Nido de víboras, de Anatole Litvak, rodada en el 48, pero
responsable de alertar a las autoridades sanitarias del país de la situación real,
y a menudo infrahumana, en los manicomios. De hecho, el blanco y negro y la
estética de la película se corresponden más con los primeros 50 que con el 63
en que está rodada. Fuller no busca, está claro, realizar denuncia sanitaria
alguna, sino seguir la peripecia arriesgada de un periodista demasiado
ambicioso que pone su salud mental en riesgo para descubrir un caso criminal no
resuelto y conseguir la fama y el dinero correspondientes a alcanzar un premio
Pulitzer. Y pone en ello una imaginación visual que a veces entremezcla con
unas secuencias en color de dos documentales, uno sobre una danza africana
tradicional y otro sobre unas cataratas, cuando llegamos al momento culminante
del gran chaparrón que inunda el corredor, como si la naturaleza reclamase sus
derechos sobre las trampas artificiales del periodista. El documental indígena
parece no tener nada que ver con la película, como si fuera un capricho
gratuito del director, pero en el número de striptis que realiza la novia del
periodista, pleno de patetismo, la primera imagen es la de ella, en un primer
plano, oculta por una boa de plumas con la que irá jugando en el número,
advirtiéndose el movimiento de algunas de ellas, de las plumas, debido a la
respiración de la actriz, y, curiosamente, en el documental de la danza indígena, los danzantes
aparecen ocultos de cintura para arriba
bajo una hojarasca que impide verlos. La analogía más sencilla sería la de la
constante universal de las características de la especie humana sean cuales
sean los tiempos en los vive o haya vivido sobre el planeta, pero no pueden
obviarse, tampoco, algunas interpretaciones sobre el miedo, el desvelamiento de
la verdad o la necesidad de la ocultación reales o simbólicos. La película
responde a la concepción que tenía Fuller del cine y no podría no haber, pues,
una secuencia final, la de la lucha contra el asesino para obligarlo, mediante
la violencia extrema, a confesar su autoría, que se desarrolla al más puro
estilo de las luchas de saloon en los
westerns, si bien en esta ocasión el western es sustituido por la zona de
hidroterapia, la cocina, con el escándalo consiguiente, y el corredor, donde
los otros internos le hacen corro hasta conseguir la confesión que “libera” al
protagonista, tras haber asistido a un deterioro cognitivo lento pero
inexorable, una lucha titánica entre la preservación de su equilibrio mental y
la caída en el abismo oscuro e ignoto de la locura. Son muchas las secuencias
memorables en esta película, pero la de la lluvia en el interior del corredor
es difícil de olvidar. Haneke consiguió un efecto parecido con la inundación en
el piso de la pareja protagonista de Amor,
en el sueño del marido, pero no me atrevería a decir que tuviera en mente la
película de Fuller, desde luego. En cualquier caso, Fuller no es nunca un
director que defraude, y hasta de una anécdota tan rebuscada como la de White dog, “Perro blanco”, supo hacer Samuel
Fuller una película personalísima. A título anecdótico, y porque es un
personaje que funciona como contraste bonancible durante la película, Larry
Tucker, el cantante de ópera en el corredor, fue el guionista de Bob, Carol, Ted y Alice, de Mazursky, y
consiguió el Oscar al mejor guion por dicha película.
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