sábado, 25 de marzo de 2017

El emocionante reencuentro de dos hermanos separados en la infancia: “Crónica familiar”, de Valerio Zurlini (y II).




Familia y supervivencia en la Italia del fascismo: Crónica familiar, de Zurlini, o la estética desolada del retrato íntimo de la fraternidad.


Título original: Cronaca familiare
Año: 1962
Duración: 109 min.
País: Italia
Director: Valerio Zurlini
Guion: Valerio Zurlini, Mario Missirolli (Novela: Vasco Pratolini)
Música:  Goffredo Petrasi
Fotografía: Giuseppe Rotunno
Reparto: Marcello Mastroianni,  Jacques Perrin,  Valeria Ciangottini,  Salvo Randone,  Sylvie, Serena Vergano,  Marco Guglielmi.


Pues muy bien, pero que muy bien, aunque un bien doloroso y triste, muy triste, porque esta Crónica familiar, que respira tanta emoción intensa y verdadera, es una novela de carácter autobiográfico de Vasco Pratolini, el gran escritor italiano del neorrealismo y del realismo más o menos socialista. El arranque de la película es espectacular, porque la atmósfera de dolor que crea se le mete al espectador carne adentro hasta reventarle las costuras, y si a ello le añadimos una puesta en escena como la de la sala de prensa por donde arrastra su tuberculosis el protagonista de la historia, un Marcello Mastroianni que borda el personaje del hermano mayor de Jacques Perrin, que también en esta película se llama Lorenzo, como en la anterior que critiqué, La chica con la maleta, y que fue separado de su hermano al poco de nacer para ser criado por el mayordomo de la familia tras la muerte de la madre, después de que el padre hubiera muerto en la guerra. El mayor se crio con la abuela. Al llegar a los dieciocho años, ambos hermanos se encuentran e inician una relación ambivalente en la que habrán de ir descubriéndose el uno al otro y rememorando el mayor, para el pequeño, cuanto conoció de la madre para quien no llegó a conocerla y a quien, justo por ello, añoró hasta el desgarro. La situación económica de ambos roza la pobreza, si no cae paladinamente en ella, y es la abuela, ingresada en una residencia de caridad, quien aún apoya a su nieto mayor con algunas liras de las que se priva, alegando no necesitarlas “allá dentro”. Ambos hermanos son distintos, pero entre ellos pronto se establece una fraternidad que no se manifiesta tanto en el cultivo imposible de un pasado común, sino en la evocación de la madre, en la simpatía mutua y en el sentido del deber, por parte del primogénito, como si tuviera que pagar una deuda pendiente. La acción transcurre casi toda en interiores y cuando sale al exterior son casi obligados los planos de espacios solitarios, fotografiados con una visión próxima a la de los paisajes de De Chirico, por ejemplo. Tanto el color, muy matizado y contrastado, como la preciosa iluminación de cada escena, y, sobre todo, los meditadísimos encuadres de cada plano, contribuyen a dotar a la obra de una calidad técnica y estilística que fácilmente la podemos emparentar con lo mejor de Antonioni, de Visconti o el uso del color en Bergman, con quien advierto no pocas semejanzas. No es, a mi parecer, una película “italiana”, como no lo son muchas de Rossellini o de Antonioni, por ejemplo, sino auténticamente centroeuropeas, en la línea de un cine íntimo que parte de Dreyer y que, pasando por Bergman, llega a Rohmer y a tantos otros en esa línea estilística. La película recoge un momento histórico muy difícil de la sociedad italiana y choca oír en la radio una crónica de la participación italiana en nuestra Guerra Civil. El hermano mayor, lector pertinaz y aspirante a periodista, acaba asumiendo la necesidad de influir en su hermano para que se coloque en la vida y que no vaya dando los tumbos que él ha dado, de modo que pueda tener una cierta seguridad económica que le permita sobrevivir ahora, en el periodo de entreguerras, y prosperar después, cuando lleguen mejores tiempos, si llegan. Cuando la desgracia se ceba en el hermano, estando ya casado y con una hija, tramo de su vida que una oportuna elipsis nos ha evitado, la película afronta un desenlace terrible que no por intuido deja de sacudir al protagonista y, con él, a los espectadores que se han sumado, empáticamente, a la voz narradora del hermano que, en un flash back, no cuenta la historia de la familia y, sobre todo, la de ellos dos. El internamiento en la sección de caridad del hospital donde atienden a su hermano y el tratamiento a que es sometido nos depara escenas muy realistas y conmovedoras, porque el ansia de vida de Lorenzo, el hermano pequeño, es de tal naturaleza que logra convertir en una injusticia trágica su temprana muerte. Marcello Mastroianni logra una interpretación muy alejada del glamour seductor que ha acompañado al actor en tantas películas suyas y nos ofrece una composición extraordinariamente sentida, llena de matices y muy próxima al neorrealismo, aunque la historia transcurra muchos años antes de la Segunda Guerra Mundial. Me sigue admirando, como ya lo hizo en La chica con la maleta, la originalidad de Zurlini para diseñar el plano, muy asociada, como es lógico a la puesta en escena. En este caso, en que se retrata el deterioro físico tanto del espacio como de los personajes, se logra el prodigio artístico de embellecer la miseria, tan sabiamente y técnicamente retratada. El color de la película tiene una calidez que se aviene a las mil maravillas con el enternecedor retrato de un reencuentro familiar y la capacidad de ambos hermanos para crear un sólido nexo entre ambos. La interpretación de Jacques Perrin, muy distinta de la de La chica con la maleta es, sin embargo, magnífica y, sobre todo en su tramo final, el de su inesperada enfermedad y muerte, francamente inmejorable. A cualquier espectador ha de sorprenderle, me imagino, la genialidad con que Zurlini, con tan escasos materiales, y con planos tan elocuentes, ha construido una película tan honda, tan intensa y tan emotiva. Lo sorprendente, a mi modo de ver, es que Zurlini no ocupe el puesto destacado que debería internacionalmente, como representante del mejor cine italiano. Permítanme una pequeña crítica por la parte de la banda sonora de Goffredo Petrasi, maestro de composición, por cierto, de Ennio Morricone,  muy ajustada a la historia, me parece, salvo en esos momentos en que se parafrasea, yo creo que descaradamente, el famoso Adagio de Albinoni que ha sido usado en Manchester frente al mar, recientemente. ¿Qué necesidad había de ello? Hasta esa paráfrasis, la música de Petrasi, muy próxima a la atonalidad, sin caer de lleno en ella, contribuye poderosamente a la descripción del tormento interior del protagonista y a la traducción de unos sentimientos a medio camino entre el nihilismo y la esperanza en un mañana mejor que se hace de rogar, demasiado.



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