Más allá de los clichés del cine
revolucionario “oficial”, una mirada compleja y lúcida a la penosa época, para
el trabajador, del capitalismo salvaje: Los
camaradas o las luces y sombras de la necesidad de la lucha.
Título original: I compagni
Año: 1963
Duración: 128 min.
País: Italia Italia
Director: Mario Monicelli
Guion: Mario Monicelli, Agenore Incrocci, Furio Scarpelli
Música: Carlo Rustichelli
Fotografía: Giuseppe Rotunno (B&W)
Reparto: Marcello Mastroianni,
Renato Salvatori, Annie
Girardot, Folco Lulli, Gabriella
Giorgelli, Bernard Blier, Raffaella Carrá.
Extraordinaria, la
película de Mario Monicelli, rebosante de humanidad, de espíritu crítico, de un
profundo y consolador sentido del humor y de una compasión infinita hacia unos
personajes que en tiempos heroicos supieron ponerse del lado de quienes más necesitaban
la ayuda de quienes tenían ante sí otros caminos, otras vidas que, sin duda,
habrían de transcurrir paralelas a las de los trabajadores, con las que nunca
llegarían a encontrarse. Luego está, aunque para mí es principalísimo, el arte
inigualable de Monicelli para filmar todo eso con un blanco y negro y unos
planos panorámicos, de conjunto, perfectamente ceñidos al hilo de la historia,
que alterna entre las vidas individuales de los trabajadores, perfecto retrato
de los principales actores en la primera huelga ¡en pro de las 13 horas de
trabajo!, en una fábrica textil en Turín, a finales del siglo XIX, y las
acciones conjuntas en defensa de sus reivindicaciones, en las que Monicelli consigue
secuencias tan perfectas como la llegada en tren, entre la niebla, de los
esquiroles o la represión, con la muerte de uno de los protagonistas
destacados, Homero, un joven que ya antes había tenido una escena extraordinaria
con su hermano pequeño, tras saber el profesor que “no trabajaba mucho” en la
escuela: lo abofetea y lo cuadra para que siga estudiando con ahínco y no se
convierta en lo que él, Homero, es, un empleado de la fábrica sin futuro
ninguno. La historia es sencilla: a Turín llega un profesor con el encargo de promover
conflictos con la patronal -el retrato del dueño de la fábrica, en su casa y en
la propia fábrica, un inválido en silla de ruedas, está perfilado con una nitidez
magnífica, porque es la absoluta encarnación del capitalismo para el que el
trabajador es hasta menos que mercancía y cuya falta de compasión cae de lleno
en la crueldad más refinada- para acelerar el proceso histórico de las reivindicaciones
de la clase trabajadora. Acogido por un maestro que en sus horas libres se
empeña en enseñar a leer y a escribir a
los trabajadores para que puedan ejercer el derecho a voto -pues en la Italia
de entonces no se podía votar si uno era
analfabeto-, el “agitador” se ve inmerso en una asamblea que ha de decidir si
van o no a la huelga para reivindicar una hora menos de trabajo y algo más de
sueldo. Antes, claro está, se ha descrito el modo de trabajo en la fábrica con
unas imágenes industriales del funcionamiento de los telares a los que el cine
siempre ha sido muy sensible, porque los “procesos de producción” siempre han
ejercido un poderoso hechizo sobre los cineastas, desde Eisenstein hasta Godard
pasando por Chaplin o Ritt y tantos otros que han visto en la sincronización
del hombre y la máquina y en la creación de los bienes imágenes muy dignas de
ser llevadas a la pantalla. De hecho, que en los orígenes del cine esté la
salida de unos obreros de la fábrica no deja de ser una casualidad harto
significativa. Es invierno, la época en la que transcurre la acción, y el frío,
junto con el hambre, van a ser dos ejes que marcan dramáticamente el desarrollo
de la acción, porque, al final, la lucha obrera, como las luchas antiguas, se
plantea en términos de “asedio” hasta que el hambre rinda a los huelguistas,
por más que los propietarios recurran a los esquiroles y a la presión a los
tenderos para que nos fíen a los obreros, entre otras medidas, además del uso
del ejército en defensa de los bienes de la patronal, cuando los obreros
deciden “asaltar” la fábrica, “su” fábrica, “ocuparla”, para hacerse fuertes en
ella frente a la determinación antisocial del dueño. La película, por lo tanto,
es la narración del proceso huelguista en el que confluyen varias historias
individuales y varios conflictos que emergen en cuanto se plantea la necesidad
de la acción contestataria para mejorar las condiciones de vida, como la
cuestión feminista, por ejemplo, que en modo alguno se ve desde el punto de
vista teórico, sino desde la vida cotidiana y las responsabilidades de cada
cual y la imperiosa necesidad de la igualdad sin distingos entre uno y otro
sexo, puesto que no las hay, diferencias, a la hora de la jornada de trabajo y
la dureza del mismo. Es ahí, en la crónica cotidiana del proceso en la que
Monicelli hace un despliegue de sabiduría narrativa, para hacernos partícipes
de unas vidas, todas ellas más cerca del desastre y la desesperanza que de un
futuro halagüeño, que consigue emocionarnos, divertirnos y acongojarnos a
partes desiguales. La pobreza extrema del profesor, y su hambre crónica, dan
pie a múltiples escenas en las que Mastroianni da pruebas -¡como si hicieran
falta alguna!- de su maestría interpretativa, en nada superior a la del resto
del reparto, en el que destaca, por su naturalidad y buen hacer, una
jovencísima Raffaella Carrà, quien dos años antes había participado en Cabalgando hacia la muerte (L’ombra di
Zorro) de Romero Marchen, bien que en un papel mucho menor. La Turín de finales
del siglo XIX está perfectamente retratada en la película, tanto en el ambiente
frívolo de la burguesía dominante, como, por supuesto, en las miserias de la
clase trabajadora y aun en la realidad de las prostitutas de ciertos vuelos con
una de las cuales, interpretada con poderosa convicción por Anne Girardot,
acaba relacionándose el profesor, puesto que ella lo acoge cuando él ha de huir
del cuarto que comparte con uno de los huelguistas porque la policía va a
detenerlo. No hace mucho critiqué otra muestra del estupendo cine “social”
italiano, El molino del Po, de
Lattuada, y, aunque de temática ciertamente similar, son muchas las diferencias
entre una y otra película, porque, aunque en la misma zona, el Piamonte, el
carácter agrario e industrial de cada una de ellas, respectivamente, conlleva
ciertas características que las distinguen. Por otro lado, el mundo del campo y
el de la ciudad marcan espacios también muy distintos. Los planos ciudadanos de
Monicelli, con una iluminación reflejada en esos suelos siempre mojados del
invierno, acercan la película, a veces, al neorrealismo tradicional, del que en
1963, esta película podría considerarse como una secuela afortunadísima. A este
espectador, al menos, Monicelli le ha dejado con la boca abierta ante tanta
incisiva belleza fílmica y ante la magistral mezcla de tragedia y comedia tan
difícil siempre de conseguir sin pecar por exceso o por defecto. Es el
auténtico pueblo italiano, con lo mejor y lo peor de él, el que ve desfilar el espectador
por la pantalla con una veracidad extrema y con una mirada que no condiciona su
juicio crítico. Antes al contrario, el espectador, sin que haya un afán “documentalista”
en la obra, puede observar, libre de prejuicios y manipulaciones por parte del
director, una realidad que sobrecoge y que se manifiesta, muy a menudo, con un
aire festivo que, llevado al extremo, encontraremos después en obras del autor
como La Armada Brancaleone, por
ejemplo, que a mí, particularmente, poca gracia me hizo, la verdad, y sin
embargo sí, y mucha, la que aparece en esta tragedia obrera. En la vida, como
en botica, ha de haber de todo, está claro.
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