El peligro atómico de Oriente
visto por Samuel Fuller: El diablo de las
aguas turbias o un intento de rehacer el cine de aventuras en el marco de
la Guerra Fría.
Título original: Hell and High
Water
Año: 1954
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Director: Samuel Fuller
Guion: Samuel Fuller, Jesse
Lasky Jr. (Historia: David Hempstead)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: Richard Widmark, Bella Darvi,
Victor Francen, Cameron
Mitchell, Gene Evans, David Wayne, Stephen Bekassy, Richard Loo.
De acuerdo, no es una de
las mejores películas de Fuller y tiene, además, unos resabios patrióticos que
la alejarán de los estándares admitidos por los progres al uso, pero contiene
los ingredientes que él definió como esenciales para una película: “amor, odio,
acción, violencia, muerte, amor…”, como dijo en un cameo en Pierrot le fou, de
Godard. La trama es de corte hitchcockiano, con una misteriosa asamblea de
científicos con puro amor al saber y a la conservación de la integridad del
planeta -una referencia encubierta al Comité de emergencia de científicos atómicos,
creado por Albert Einstein para prohibir el armamento nuclear, me imagino- que
deciden contratar a un capitán de submarinos retirado para llevar una
expedición a la isla próxima al polo donde se han detectado pruebas atómicas.
Con el científico, en un submarino lleno de hombres, viaja una mujer,
científica también, Bella Darvi, la bella amante y protegida del productor
Zanuck y de su esposa, anagrama de cuyos nombres Darryl y Virginia, es su
apellido; una mujer cuya identidad real se reserva hasta bien avanzada la obra,
momento en el que descubrimos, cuando el científico ha tomado una decisión
heroica que lo conducirá a la muerte, que ella es su hija. La película es toda
ella un flash back que no deja lugar a dudas sobre el desenlace, por lo que el
suspense de la aventura radica en crear una atmósfera de duda sobre si aquella
que ya se sabe que ha ocurrido, llegará a ocurrir o no, algo que Fuller
consigue a la perfección. El submarino chatarroso fletado por la organización científica
no solo es un desecho japonés de la guerra recién acabada, sino que en su
periplo hacia la lejana isla china donde se preparan los ensayos de bombas
nucleares ha de vérselas con un moderno submarino chino decidido a interceptar
su misión. Quizás esos sean los momentos más brillantes, cuando la conciencia
de la angustia del lugar cerrado, con los motores apagados, sin luz, casi sin
aire, etc. pone a prueba a la tripulación antes de, dado el lamentable estado
físico del científico, al que se le tuvo que amputar un dedo que se había
pillado con la escotilla en el momento de sumergirse, decide al capitán a
iniciar una maniobra de acoso y derribo del rival, a través de embestirlo, en
un choque peligroso, en lo más profundo
del mar, que se resuelve con éxito. Lo que descubren los intrépidos personajes
-a esas alturas de la trama ya amantes- , el capitán y la hija del científico,
es que los chinos están abasteciendo con bombas atómicas un avión usamericano
para culpar a Usamérica del inicio de lo que devendría la devastadora Tercera
Guerra Mundial, un plan no tan descabellado si tenemos en cuenta la situación
actual con Corea del Norte, por ejemplo. Es cierto que hay no pocas concesiones
a la verosimilitud que dejan mucho que desear, sobre todo tras el desembarco en
la base china, pero ahí radica el nexo de la película de Fuller con el
legendario género de aventuras en el que los protagonistas salen siempre
victoriosos. El plan urdido por el capitán, abatir el avión apenas haya
iniciado el despegue, disparándole desde la cubierta del submarino, tiene éxito
y el avión, en vez de desplomarse sobre el mar, acaba dando la vuelta y
estrellándose contra la base china, levantando el temible hongo atómico de tan
nefasto recuerdo, en un plano, el del inicio de la película, totalmente
espectacular en Cinemascope y Technicolor que, en aquellos años, era una
garantía de taquilla. Richard Widmark
carga sobre sus hombros con todo el peso de la película y la verdad es que
consigue levantar una historia con poco fundamento, pero en la que Fuller,
sobre todo en el claustrofóbico espacio del submarino, se mueve como pez en el
agua, sacando planos de auténtico virtuoso y consiguiendo escenas como el
derretimiento amoroso de la científica llena de un lirismo que la Darvi
representa a la perfección. Y ello aunque, dadas las dificultades lingüísticas de
ella, que precisó de una intensa ayuda para realizar el papel, de ahí que
aparezca tanto el francés que habla de forma fluida con su padre, no hubiera
entre ambos intérpretes la química que una situación así, tan especial,
requería. Estoy dispuesto a reconocer que he visto la película más con ojos de
cinéfilo entusiasta de Fuller que con los imparciales del crítico, pero no creo
excederme si digo que tampoco va a perder nada el espectador que se “deje
llevar” por ese intrépido capitán “salvamundo” perfectamente interpretado por
Widmark.
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