La justa venganza, el deseo ciego
y la maldita ambición à huis clos: El secreto
de Convict Lake o la justicia al margen de la Justicia.
Título original: The Secret of
Convict Lake
Año: 1951
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Director: Michael Gordon
Guion: Oscar Saul, Victor
Trivas (Historia: Anna Hunger, Jack Pollexfen)
Música: Sol Kaplan
Fotografía: Leo Tover (B&W)
Reparto: Glenn Ford, Gene Tierney,
Ethel Barrymore, Zachary
Scott, Ann Dvorak, Barbara Bates, Cyril Cusack,
Richard Hylton, Helen Westcott, Jeanette Nolan, Ruth Donnelly, Harry Carter.
Vengo de elogiar la
fotografía de Leo Tover en Asesinato a la
orden, de Andrew L. Stone, y me lo
vuelvo a encontrar en esta prodigiosa y me imagino que muy poco conocida
película, a juzgar, es una vara de medir como otra cualquiera, por las dos
únicas críticas que hay en FilmAffinity, ambas favorables a la película, por
cierto. Michael Gordon fue un represaliado de la era McCarthy, pero cuando
volvió a la dirección lo hizo con una divertidísima comedia que es ya todo un
clásico, Pillow Talk o Confidencias a medianoche. 8 años
tuvieron que pasar desde que dirigió este western que va más allá del género
para dirigir, en 1959 la oscarizada Confidencias
a medianoche. El secreto de Convict
Lake es un drama intimista que transcurre en un poblado aislado, Monte
Diablo -sí, ese, el que todo lo añasca…- de una docena de cabañas de maderas donde
residen solo las mujeres que esperan la vuelta de sus maridos, y al que llegan
cinco prisioneros que se han escapado de la penitenciaría tras atravesar las
montañas en pleno invierno y a los que sus perseguidores dan por muertos,
renunciando a continuar la persecución en un espacio hostil del que es
imposible que los prisioneras puedan salir con vida. No solo salen con vida,
sino que llegan a ese poblado al que se acercan sigilosamente para confirmar
que allí no hay más que mujeres, a las que, sin embargo, no van a poder dominar
tan fácilmente como ellos creen, no solo porque están armadas, sino porque la “matriarca”
del poblado, una sobria y eficacísima Ethel Barrymore sabe dirigir sus acciones
con una determinación que nada tiene que envidiar a la masculina, y con la
ayuda de una Gene Tierney que espera la vuelta de su prometido, el hijo de la
Barrymore, para casarse. Se trata de una película en la que los roles
masculinos y femeninos se revisan críticamente desde que los hobres descubren
el poblado y la posibilidad de techo y comida para sobrevivir a la tormenta
helada que los amenaza. El grupo de las mujeres, por las pasiones que despierta
la llegada de los hombres, sobre todo en la cuñada del personaje de la Tierney,
que no ansía sino salir de esas cuatro casas donde ve agostarse lo poco que le
queda d juventud “sin hombre”, es casi un remedo sorprendente de La casa de
Bernarda alba. Y Pepes Romanos son, al menos, tres de los cinco convictos escapados.
Estamos en presencia de una película psicológica en la que el retrato de la
mayoría de los personajes está conseguidísimos. Le bastan pocas secuencias a
Gordon para describir con profundidad el drama particular de cada cual y,
principalmente, el proceso de amores en que se dejan atrapar el protagonista,
un Glenn Ford excelente -nada que ver con el pipiolo blandengue que estropea Gilda, de Vidor- y una siempre bellísima
Gene Tierney, por quien la cuñada manifiesta una profunda aversión celosa.
Ciertos episodios, como el incendio que provoca la cuñada, por el miedo/deseo
de habérselas con uno de los fugados, en el establo, y en el que los hombres
colaboran con gran riesgo de sus vidas para salvar los animales de la
comunidad, una secuencia llena de vigor narrativo y tensión, van permitiendo un
acercamiento entre ambos bandos, una relajación que permitirá aflorar los
verdaderos intereses de cada cual. El principal leitmotive de la estancia de los hombres es la convicción de que
Glenn Ford escondió en el lugar donde están el producto de un robo del que nada
quiere confesar a sus compañeros de evasión. De hecho, a él le mueve la
venganza contra el hombre que lo acusó del robo y de un asesinato que lo
llevaron a la cárcel. Bien entrada la película en el tramo final, cuando
vuelven los hombres a sus casas, descubrimos que los dos hermanos fueron
quienes se quedaron con el dinero y que el novio que espera la Tierney para casarse
con él, fue el asesino que culpó a Ford para que lo condenaran en su lugar. La
cuñada revela al presidiario que intenta sacar a la fuerza la localización del
botín a Ford, dónde está el dinero con la condición de que se la lleve con él,
algo que, después de satisfacer su necesidad sexual, no parece entrar en los
proyectos del rufián. Son, ya digo, múltiples las tensiones entre los
personajes y a todas, con una sorprendente agilidad narrativa, atiende el
director sin perder el pulso en ningún momento y guardando hasta el último
plano de la película el suspense, pues, cuando ya han caído los cinco convictos
-incluyendo al verdadero asesino- y han sido enterrados -tumbas que acabarán
dando nombre al lugar, rebautizándolo, una vez que se ha aclarado qué hizo o
dejó de hacer el diablo en aquel espacio agreste y perdido-, Glenn Ford, junto
a Gene Tierney, aguarda el veredicto de la comunidad: absolverlo o denunciarlo
a la patrulla de la ley… El blanco y negro en un paisaje montañoso, arbolado y
nevado, con los interiores austeros de las cabañas de madera, consigue una
atmósfera que potencia la calidad de la película y pone el énfasis en el dibujo
de los personajes recortados contra esa puesta en escena, magnífico teatro de
las pasiones humanas. Porque sí, la película tiene mucho de teatral, dada la
pequeñez del lugar y la abundancia de diálogos en múltiples relaciones, y, relativamente,
poca acción, pero magnífica, cuando se produce. Me parece un western tan
intenso y dramático como el que vi hace ya algún tiempo y que me dejó una impresión
extraordinaria y del que también hice crítica, ¡y cómo no!, en mi Ojo: El
rastro de la pantera, de William A. Wellman, ¡una joya!
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