Historias del autor de Psicosis
para un director estilista y sutil: Refugio
macabro o los desvaríos de las mentes enfermas.
Título original: Asylum
Año: 1972
Duración: 88 min.
País: Reino Unido
Director: Roy Ward Baker
Guion: Robert Bloch
Música: Douglas Gamey
Fotografía: Denys Coop
Reparto: Patrick Magee, Robert Powell, Geoffrey Bayldon, Barbara Parkins, Peter Cushing, Barry Morse, Britt Ekland,
Charlotte Rampling, Herbert
Lom, Sylvia Sims, Richard Todd.
Aunque solo sea por ver
la interpretación de Charlotte Rampling dos años antes de la película que la
aupó al lugar de honor de la interpretación cinematográfica, Portero de noche,
ya merecería la pena ver esta película de un director, Roy Ward Baker, de quien
ya comenté en este Ojo un notable drama
social sobre los conflictos raciales en la Inglaterra de los años 50, Fuego en las calles. Como se advierte,
pues, dos películas de naturaleza totalmente distinta y ambas muy atractivas
para el espectador, sobre todo la social, porque esta, que pertenece por
derecho propio al género de terror, se dirige más a un publico amplio pero conocedor y seguidor del mismo. El escritor
de las historias que dirige Ward Baker es nada menos que Robert Bloch, el autor
de Psicosis, la narración que
llevó Hitchcock al cine con el mismo
título. No en esa línea, porque las historias contenidas en esta película son
de muy diversa naturaleza, pero las reunidas en esta película se ajustan
escrupulosamente a lo que cualquier aficionado al género espera y desea: una
sucesión de escalofríos que le recorre la médula espinal, a medida que hace un
pavoroso recorrido por algunos tópicos tradicionales como el poder de la magia
negra, los autómatas asesinos, la doble personalidad asesina, la resurrección
de los muertos, etc. El planteamiento de la película tiene el atractivo,
además, de plantearse como un reto al personaje
que sirve de hilo conductor de los diferentes relatos y, de paso, al espectador,
que asume el punto de vista externo de ese personaje, un psiquiatra que busca
un empleo en un sanatorio mental en el que el director se ha vuelto loco y
comparte el espacio de reclusión con otros pacientes. Para que le sea
adjudicado el empleo ha de averiguar, tras conversar con cada paciente quién es
el director incapacitado por su repentina locura. Así, el celador le irá
abriendo las celdas de los recluidos para oír de sus labios y el espectador
verla representada, la historia de cada cual. Y ahí sí que nada nos decepciona,
porque la estética de cada historia es distinta, como lo son sus personajes,
pero en todas ellas hay un notabilísimo trabajo de puesta en escena que arranca desde la mismísima llegada del
candidato a la casa de estilo victoriano, un escenario plenamente gótico. La
primera historia, por ejemplo, un caso de infidelidad que culmina en el
asesinato de la esposa, a la que el marido descuartiza y mete en un congelador
en el sótano, es un ejemplo clarísimo de esa puesta en escena, porque el piso
del matrimonio supone una versión cuidadísima, hasta el último detalle, de una
estética “moderna” en la que predominan el metal y el cristal, y unos diseños
rectos y angulosos, así como unas superficies bruñidas y unos colores poco
saturados, pero brillantes, en notable contraste. En esta primera historia
advertimos el único rasgo de sentido del humor de toda la película, cuando,
tras haberla encerrado en el arcón frigorífico, el marido dice "rest in pieces”…Es
evidente que, ciertos efectos especiales pueden parecer burdos a espectadores
habituados a las virguerías técnicas de la digitalización, pero es el uso de
ciertos recursos, como ese cuerpo troceado y empaquetado que “acosa” a la
amante del asesino, por ejemplo, lo que consigue un pathos excelente. La
historia del sastre que no puede pagar el alquiler y al que se le presenta un
cliente que le paga una fortuna para que le construya un traje para el hijo
bajo ciertas condiciones, una siniestra historia llena de penumbra,
expresionismo y convicción, con un final no por esperado menos impactante es
otro ejemplo de esa variedad que alimenta la película y que va variando en su
presentación estética de la puesta en escena para dotar de una singularidad
pertinente a cada una de las narraciones. No solo es la realización lo que
otorga al conjunto una unidad estilística manifiesta, sino, sobre todo, la
excelente interpretación de actores y actrices excelentes: Patrick McGee,
fundamental en La naranja mecánica; el clásico del cine de terror: Peter
Cushing, el anfitrión de Dr. Terror,
criticada en este Ojo; Robert Powell,
el Jesús de Zefirelli; Barry Morse, el teniente Gerard de la serie El fugitivo; Brit Ekland, que comparte
episodio, como amiga imaginaria, de Charlotte Rampling o Herbert Lom, un
secundario todoterreno, siempre eficacísimo. Con este plantel de intérpretes,
se entiende que la intensidad de las historias consiga atrapar el interés del
espectador en cada una de las historias. Sí, es cierto que, argumentalmente,
algunas pueden ser más flojas, como la propia de Charlotte Rampling -aunque
insisto en que verla a ella actuar supera el escaso interés y la estética
feísta que usa el director en su episodio-, pero, en conjunto, la maquinaria
del artefacto del marco narrativo, con la sorpresa final sabiamente velada,
funciona a la perfección. No era fácil seguir haciendo terror clásico en los
años 70, porque la revolución de los efectos especiales y la predilección por
el incipiente gore comenzaba a dejar en evidencia ciertos resortes
tradicionales del género. Ward Baker, con todo, expertísimo creador de
atmósferas, consigue intranquilizarnos y aun atemorizarnos. ¿Qué más se le
puede pedir?
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