El placer de
narrar, los trampantojos de la personalidad y la exquisita puesta en escena o Tres vidas y una sola muerte, del
singular Raúl Ruiz.
Título original: Trois vies et une seule mort
Año: 1996
Duración: 123 min.
País: Francia
Director: Raoul Ruiz
Guion: Pascal Bonitzer, Raoul Ruiz (AKA Raúl Ruiz)
Música: Jorge Arriagada
Fotografía: Laurent Macheul
Reparto: Marcello Mastroianni,
Anna Galiena, Marisa
Paredes, Chiara Mastroianni, Melvil
Poupaud, Arielle Dombasle, Féodor Atkine, Jean-Yves Gautier, Jacques Pieiller.
Por ciertos directores se
siente una devoción laica que va bastante más allá del real gusto del
espectador o de las virtudes técnicas y artísticas del director: se siente uno,
en sus películas, partícipe del mismo ámbito imaginativo, en un mundo narrativo
en el que todo sorprende y nada nos extraña, en un alud de planos y escenarios
medidos al milímetro y poseedores de una
capacidad de turbación infinita. Si a todo ello añadimos la presencia de un
crepuscular Marcello Mastroianni en un espectacular despliegue de sus recursos
interpretativos, todo se confabula para contemplar unas de esas películas “rarísimas”
para el gran público y abolutamente modélicas para los amantes del cine. A
partir de una narración radiofónica, se suceden en pantalla cuatro historias
que, sin aparente relación entre ellas, acabarán teniendo un vínculo secreto y
fabuloso que permite aclarar -si aclarar es la palabra, que mucho me temo que
no sea así…- una complicada trama en la que los desdoblamientos de personalidad
se multiplican por dos. Cuando hablo o escribo sobre Raúl Ruiz, además de
estimar como es debido, es decir, sobre las nubes, Genealogías de un crimen, nunca dejo de recordar la matinal del
cine Alexandra -hoy ya desaparecido- en la que mi Conjunta y yo vimos, en
constante arrobo, las casi cuatro horas y media de una película monumental: Los misterios de Lisboa: una
experiencia, no creo exagerar, que me retrotrajo a mi juventud cinéfila y al
asombro que me produjo el Napoleón,
de Abel Gance. De esas contemplaciones está hecha, sin duda, la materia del
cinéfilo. Tres vidas y una sola muerte es un ejercicio narrativo y estético
casi perfecto. Que lo fabuloso se integre en lo cotidiano con una naturalidad
apabullante y que destile, al tiempo, un sentido del humor que enlaza con lo
mejor de la literatura del absurdo no son bazas menores de la película, pero
hemos de bucear en algo tan particular de Raúl Ruiz como los encuadres y, sobre
todo, la puesta en escena, con constantes juegos visuales y efectos sorprendentes
que deslumbran a cualquier espectador, más allá de que haya podido “entrar” o
no en el juego que nos plantea el director francochileno. La escena, por ejemplo
de Marisa paredes situándose con un vestido ante un papel pintado con los
mismos motivos florales que los de su vestido es algo más que espectacular, del
mismo modo que el encuadre en el despacho de una de las personalidades del
protagonista -la del traficante de armas-, en el que, en la ventana, se
recorta, como situada a menos de un metro, la imponente Torre Eiffel… Y son dos
ejemplos traídos un poco al azar, porque no hay en la película plano que no
haya supuesto una estudiadísima composición de los elementos que entran en cada
uno de ellos, como aquellos en los que la serpiente domina el plano
deslizándose sobre un objeto en el centro de la imagen, o el escenario de las
calles inclinadas en un escorzo de terremoto por las que se pierde el
protagonista, huidizo…o la claridad de líneas de ciertos planos de los
edificios y las calles por donde se mueve el protagonista con un desconcierto
que lo impulsa hacia el exterior de sí mismo, hacia el desconocimiento y el desasimiento
de sí, como cuando se convierte en mendigo reiteradas veces, suspendiendo
su vida y recuperándola tiempo después y
volviendo a suspenderla… Hay, y no podía ser de otra manera, cuando incluso el
mismo Topor anda de por medio haciendo un pequeño papel, un humor negro, cruel
y disparatado que se acepta con total naturalidad, como si fuera algo del día a
día, nada de lo que sorprenderse, como “naturales” nos parecen los “invasores”
de la casa del marido que, veinte años después, quiere volver con su exmujer,
para lo que despacha al marido actual por la vía rápida, después de haberlo
enredado en una narración que tendrá su continuación con cada una de las otras
personalidades del protagonista. Hay un momento, en el desenlace, que la
historia se desmanda hacia la screwball comedy, un poco al estilo de Mujeres al borde del ataque de nervios,
pero dura lo suficiente para considerarlo una anécdota y no ensombrece de
ninguna manera la línea narrativa ejemplar de la película. Se trata de una
película que, eso siempre ocurre con las grandes obras, volveré a ver de aquí a
pocos días, porque sé que, aun habiendo disfrutado enormemente, algunas cosas
he pasado por alto, a pesar de la entrega incondicional con que la he visto. Lo
que no pasa desapercibido es el poderío de la hermosura de Anna Galiena y su
doble vida, tan divertida. Que por el medio se cruce Carlos Castañeda de forma
tan recurrente tiene su explicación que no daré, claro, porque el desenlace de
la película actúa como broche de oro, y la imagen acompaña, ciertamente, esa
función. En fin, cine que complacerá a quienes no ignoran las peculiares leyes
de un arte tramposo y esencial.
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