viernes, 19 de octubre de 2018

«Demasiado tarde para las lágrimas», de Byron Haskin o el perverso embrujo de la mujer fatal.



El esfuerzo de Dan Duryea por salvar la honra de gran villano frente a la bella y sin escrúpulos Lizabeth Scott, un monumento fílmico a la femme fatale.

Título original: Too Late for Tears
Año:1949
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Byron Haskin
Guion: Roy Huggins
Música: R. Dale Butts
Fotografía: William C. Mellor
Reparto: Lizabeth Scott,  Don DeFore,  Dan Duryea,  Arthur Kennedy,  Kristine Miller, Barry Kelley.

Byron Haskin no es un director cualquiera, a él se deben títulos como La isla del tesoro,  La guerra de los mundos o Cuando ruge la marabunta, acaso la más famosa de todas las suyas, y a ello ha de sumársele su dilatada experiencia en el campo de los efectos especiales, en el que ganó un Oscar por La guerra de los mundos. O sea, que se trata de un director polifacético en cuyo haber hemos de contar este magnífico thriller, por modesta que sea su propuesta y transparente su realización, en que se describe, con total rigor y fidelidad, el nacimiento y la consolidación de una mujer fatal, capaz de todo, literalmente, por no perder un “dinero llovido del cielo” que cae en manos de una pareja cuando, desde un coche que se cruza con ellos, aterriza un maletín con 60.000 dólares en el asiento trasero de su coche, producto de una extorsión que los convierte a ambos, por azar, en los recipiendarios del botín. La situación, por lo tanto, es de aquellas que se prestan al experimento sociológico: ¿qué haría una pareja normal y corriente si, por azar, cayera en sus manos una suma de…? A partir de ese momento, entre ambos cónyuges se van a manifestar dos personalidades antagónicas que buscan un acuerdo para dejar pasar un cierto tiempo antes de tomar una decisión definitiva: entregar el dinero a la policía, que es lo que propone el marido, un Arthur Kennedy que se me antoja el doble de Van Heflin, y quedarse con él, para poder satisfacer el ansia de lujo, que anima a la esposa, la seductora Lizabeth Scott, tan pronta a la exigencia de quedarse con el dinero como a las carantoñas para seducir al marido y hacerle creer que él tendrá la última palabra en el asunto. Esconden el maletín con el dinero en la consigna de una estación y, a partir de ahí, los acontecimientos se desarrollarán en una dirección insospechada: muy poco después de haber depositado el maletín en la consigna, aparece el truhán que, supuestamente, debería de haber recibido el dinero, un clásico de los villanos de Hollywood. Dan Duryea, quien no tarda en acorralar a la mujer y, con dos bofetones ejecutados con sombría profesionalidad, la predispone en una insospechada dirección: la de ocultar la desagradable visita a su marido e iniciar un movimiento de recuperación del dinero que le permita disponer de él a su antojo para dar cumplida cuenta de un ritmo de vida lujoso que contraste con su mediocre vida al lado de un empleado sin excesivos recursos. La existencia de la hermana del marido, que vive en enfrente de ellos, en el mismo rellano, una eficaz y espléndida Kristine Miller, que trabajó con Scott en otras cinco películas -el “apoderado” de ambas era el productor Hal Wallis-, añade a la trama un contrapeso de intriga que incrementará la tensión a que es sometida la audiencia, porque no pasa mucho tiempo antes de que un inesperado azar provoque la muerte accidental del marido cuando ella se dirigía a un encuentro con el extorsionador para repartirse el botín. La presencia del cadáver del marido de ella en el bote de recreo en el que se había citado con él, le parece al villano una complicación tan descomunal que comienza a ver la determinación malvada de la mujer como una competencia más que seria de sus propias intenciones y de su propia maldad. Ese es un giro de la película que deja de piedra a los espectadores, porque la frialdad con que la mujer encaja la desaparición del marido y la determinación para añadirle un peso que consiga hundirlo irremediablemente en el lago avisa, incluso al extorsionador, de que esa mujer está dispuesta a todo para quedarse con una pasta por la que no dudará en hacer incluso lo que más adelante acaba haciendo. Inexperta, pero serena y contumaz en su deliberado propósito de no dejarse disputar el maletín del dinero por un “aficionado” blandengue al que acaba apartando de su camino por la vía rápida del envenenamiento, la protagonista solo ha de salvar un obstáculo: la hermana de su marido.  Como eso nos lleva al desenlace, prefiero detener aquí mi paráfrasis. El duelo entre ambas mujeres es intenso y apasionado: el mal y el bien disputándose palmo a palmo el terreno de la verdad de los hechos. La aparición de un antiguo compañero de armas del marido, que rápidamente estrecha lazos de amistad con la hermana, introduce un factor de ambigüedad en el relato muy poderoso y bien llevado, aunque el actor encargado de ese papel, Don DeFore, aun cumpliendo, no está a la altura de la intensidad con que batallan ambas mujeres. La película, ya digo, tiene una trama muy bien urdida, y Lizabeth Scott, como femme fatale sin entrañas, es todo un espectáculo fílmico. Cierto que no puede competir con Ann Savage, la protagonista de Detour, de Edgar G. Ulmer, pero añade ese toque maligno de la belleza y la sonrisa cautivadora al servicio del mal absoluto. Se trata de una película que los amantes del cine negro disfrutarán de lo lindo, no solo por las interpretaciones, sino por ese retrato perfecto de la mujer fatal que solo empaña muy levemente un final que… En fin, que cada cual juzgue por lo que vea.

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