lunes, 15 de octubre de 2018

«Doctora Foster», de Tom Vaughan y Bruce Goodison o la espiral trágica de la venganza…



Un divorcio llevado al paroxismo bíblico: ojo por ojo, diente por diente, y toda iniquidad es poca comparada con el mal sufrido o de los inciertos límites de la degradación moral. Dos temporadas, propiamente en el infierno…

Título original: Doctor Foster  (TV Series)
Año: 2015
Duración: 9h 35m. (Dos temporadas)
País: Reino Unido
Dirección: Tom Vaughan,  Bruce Goodison
Guion: Mike Bartlett
Música: Frans Bak
Fotografía: Jean-Philippe Gossart
Reparto: Suranne Jones,  Bertie Carvel,  Thusitha Jayasundera,  Tom Taylor,  Jodie Comer, Martha Howe-Douglas,  Shazia Nicholls,  Clare-Hope Ashitey,  Adam James, Cian Barry,  Victoria Hamilton,  Navin Chowdhry,  Cheryl Campbell,  Sara Stewart, Megan Roberts,  Daniel Cerqueira,  Charlotte McKinney.

Un feliz matrimonio entre una ocupadísima doctora de medicina general en un ambulatorio británico y un emprendedor que se ha lanzado a los negocios utilizando los dineros de la mujer a espaldas de ella, incluida la herencia que le dejaron sus padres para asegurar los estudios del hijo que ambos tienen en común, es el arranque de una serie inglesa realista, instalada en la vida cotidiana de la clase media exitosa, cuyos sólidos cimientos van a ser puestos en duda por una infidelidad matrimonial que la doctora descubre por mera casualidad, como siempre se descubren, en el seno de los matrimonios herméticos, este tipo de asuntos: el cabello rubio -la doctora es morena- de una mujer en una prenda del marido. Se trata de una serie de la que se nos han entregado dos temporadas que cierran, eso es verdad, el “asunto” entre ambos cónyuges, el cual no es otro que un concienzudo afán de destrucción total del contrario, para lo cual el hijo de ambos será usado como parte fundamental de la estrategia de desgaste recíproco, porque el hijo va cambiando de bando a medida que los hechos le inducen a buscar refugio en uno o en otro de los terribles y chespirianos contendientes, para quienes toda humillación infligible les parece poca. Sí, una vez sabido por la doctora que su marido la engaña -algo que en su entorno nadie ignora, como suele ser habitual-, comienza un proceso de venganza que arranca, antes, con un intento de suicidio de la protagonista, sin embargo, del que se arrepiente para cambiar el sujeto de la agresión: no era con ella con quien tenía que acabar, víctima inocente , al cabo, de la bajeza de su marido -quien niega hasta el final, como los viejos cánones del machismo recomiendan, su culpabilidad-, sino con quien no solo la ha engañado sino que también la ha expoliada en aras de unos negocios de dudosa rentabilidad. Que la amante acabe siendo examinada médicamente por la doctora, pues es la hija de unos vecinos de la comunidad, para comprobar que está embarazada, añade una dimensión a la traición que convierte a la mujer poco menos que en una furia vengativa, en una Euménide clásica que no satisfará su ansia de venganza hasta ver a su marido poco menos que, abandonado por su nueva familia, en la ruina y  al borde de la muerte…., pasos que ella se encargará de ir cumplimentando uno tras otro como un reto que le da sentido a su vida destrozada por la infidelidad de un marido que, por una jovencita promiscua, ha sido capaz de arriesgar la estabilidad de una vida razonablemente feliz. La primera serie se agota en cómo la doctora, con una frialdad propia de una sicaria, consigue poco menos que “expulsar” de la comunidad a la pareja de amantes. La segunda, dos años y medio después, se inicia con una invitación a la boda de su ex, quien vuelve con un poderío social insospechado, a una casa de ensueño y con un sólido trabajo como director de unas galerías comerciales, todo ello, sin embargo, como se verá después, a expensas de su suegro. En esta segunda temporada, se invierten los papeles y será el marido quien tomará la iniciativa para vengarse de las humillaciones recibidas por parte de su esposa. Para ello utilizará la sintonía que siempre ha tenido con su hijo -ella ha sido una madre “demasiado ocupada”- y se lo arrebata. El hijo va adquiriendo un protagonismo creciente, y sus problemas con el alcohol y el acoso sexual a una compañera van a determinar buena parte del rumbo de los acontecimientos. Del mismo modo que la madre plantó al hijo en el apartamento que compartía con su amante, para que su padre lo llevara a la escuela, y ahí se enteró el hijo de la infidelidad de su padre; el padre, Simon, iniciará una poderosa labor de zapa para erosionar la relación de Tom, el hijo, con su madre, Gemma. Ya se advierte que nada bueno puede derivarse de esas fuerzas malignas que liberan su poder destructor usando a un ser inocente que está en medio de la batalla para, mediante la seducción, allegarlo a su bando y “reforzar” el castigo al contrario, sobre todo a la madre. Sí, estamos ante una tragedia en toda regla, obra del desquiciamiento de los cónyuges, quienes llevan al paroxismo sus respectivos afanes de venganza, y no hay barrera moral, ética o religiosa capaz de frenarlos. Que esa batalla tiene daños colaterales se advierte en cuanto los planes e venganza involucran a otros, como al vecino, gestor económico de la pareja en crisis, a quien Gemma seduce para que le rinda cuentas exactas del uso de los dineros comunes y de los suyos propios por parte del marido. La venganza de la mujer del gestor no se hace esperar y provoca, por quejas de pacientes en la línea on-line del ambulatorio, que la doctora sea cesada durante una temporada, hasta que se aclaren las mismas.
         La progresión de la trama es espectacular, y deja a los espectadores propiamente sin resuello, porque la sinfonía de golpes bajos que ha de escuchar a lo largo de ambas temporadas no tiene parangón. Contemplar la disolución moral de dos seres que lo han compartido todo y aún son responsables de un adolescente en periodo de formación no es, ciertamente, agradable de ver, pero la aguda inteligencia para el mal de la doctora, quien vive en un continuo desvelo vengativo, augura siempre fuertes emociones, y ella no defrauda. Digamos que la figura literaria dominante en la serie es la hipérbole, y ello implica una suerte de puja constante que nos lleva a las fronteras del mal absoluto, algo que nos acerca al final de la serie, intento de asesinato incluido, pero no consumado. La segunda temporada acentúa, con la aparente huida de la madre y el hijo, quienes ponen en venta la casa familiar, los tonos tenebrosos de ese sórdido juego de venganzas, de modo que, frente a la exhibición de triunfo económico y reconocimiento social del entorno -a la boda acude el hijo y viejos amigos de ambos-, la doctora urde un plan para -seducción sexual incluida de su antiguo macho- acabar definitivamente con su exmarido, lo cual consigue. Es evidente, y cualquier espectador lo esperaría, en buena lógica, que la destrucción total de un ex ha de salpicar dolorosamente a quien comparte con él un hijo que, además,  ha formado parte de la disputa familiar con muy malas artes por parte de ambos. Y así es. No voy a desvelar, con todo, lo que no deja de ser, al parecer, un final provisional, porque andan estudiando la posibilidad de una tercera temporada, me imagino que centrada en el hijo, pero todo está abierto, como esta crítica que he de dejar aquí en cuanto al desarrollo de la trama. La escuela interpretativa inglesa, la teatral, la cinematográfica y la televisiva está tan llena de actores y actrices de primerísimo nivel que a ningún espectador podrá sorprender el nivel de calidad de todo el reparto de esta serie, llamada a ir remontando en la estimación popular a poco que se vaya conociendo. La puesta en escena va más allá de la típica localidad próxima a Londres y se permite una exploración de los espacios, sobre todo los interiores, que consigue planos francamente impactantes. La indagación psicológica sobre la protagonista a través de los primeros planos permite ir descubriendo el grado de posesión que sufre por la furia vengativa y cómo el descubrimiento de esa fuerza poderosa dentro de ella es capaz de afectarla incluso a nivel físico. Todo, sin embargo, está medidísimo y en ningún momento se advierte el más mínimo chafarrinón de la desmesura. Insisto, a los espectadores no les queda otra que convertirse en instancias neutrales ante lo que ocurre, porque apenas ha iniciado un proceso de empatía con cualquier personaje, los hechos se encargan de arruinárselo. Y de ahí, acaso, esa sensación de horror con que se sigue este proceso de desamores en cuyo fondo, sepultado bajo toneladas de iniquidad, aún oímos latir un pulso redentor de amor verdadero.

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