Las sombras pegajosas del fracaso artístico: El animador o una radiografía del final
de un Imperio.
Título original: The Entertainer
Año: 1960
Duración: 97 min.
País: Reino Unido
Dirección: Tony Richardson
Guion: John Osborne, Nigel
Kneale (Teatro: John Osborne)
Música: John Addison
Fotografía: Oswald Morris
(B&W)
Reparto: Laurence
Olivier, Brenda de Banzie, Joan Plowright, Roger Livesey, Albert Finney, Alan Bates, Miriam Karlin, Thora Hird,
Charles Gray.
Sin abandonar del todo el
primitivo impulso documental del Free
Cinema, uno de sus fundadores, Tony Richardson, afronta el rodaje de una
historia de John Osborne sobre un personaje del show business, popularísimo en sus buenos tiempos, Archie Rice
-trasunto, al parecer, de Max Miller- y
una caricatura de sí mismo en su declive y fracaso final. A título anecdótico
señalemos que su ayudante de dirección, Peter Yates, dirigiría, 23 años
después, La sombra del actor, con
ciertos puntos de contacto con la presente. La película destila toda ella un
sensación de decadencia imparable, de fin de época, de un modo de entender la
diversión y el humor periclitado, desfasado, alimento triste de nostálgicos
empedernidos. Con todo, la historia va bastante más allá de la peripecia
profesional del protagonista, porque Richardson traza un relato biográfico que
se sumerge en la angustiada personalidad de un ser centrado en sí mismo y en
sus esfuerzos por sacar adelante una compañía de la que no solo vive él, sino
también otras familias. La película está rodada en Blackpool, y desde los
títulos de crédito, la cámara sale a la calle para captar el ritmo vital de la
ciudad y de la zona costera de diversión donde está instalado el teatro en el
que actúa la “vieja gloria”. Hay una extraordinaria
película de 1995, Los comediantes, de
Peter Chelsom, que trata el mismo tema, si bien con un enfoque muy distinto y
con la presencia impagable de Jerry Lewis. En ambas películas, sin embargo, la
decadencia de un arte, el del Music Hall, lleno de extravagancias
sorprendentes, de números inverosímiles y de un humor muy popular -recordemos
que Charles Chaplin inició su carrera artística en ese mundo-; esa decadencia,
decía, penetra el relato y lo ensombrece de un modo que casi lo acerca a la
tragedia. Poco humor hay, en efecto, en los desesperados intentos del protagonista
por seguir manteniendo el tipo, a pesar de la devoción de sus hijos, de la posición
crítica de la hija, cuya llegada a la ciudad donde vive la familia nos
introduce en los magníficos títulos de crédito sobre las fotografías que
anuncian la actuación estelar del viejo artista, hijo, a su vez, de otro viejo
artista ya retirado que acabará teniendo, en el desarrollo de la trama, un
final aún más patético que el de su propio hijo, porque un empresario accede,
finalmente, a financiarle el nuevo espectáculo siempre y cuando su padre actúe
en él. La muerte del padre en las bambalinas, cuando está a punto de reaparecer
en escena tras muchos años alejado de ella, añade un plus de patetismo que
supera, con mucho, el ya deprimente del actor en declive. Las escenas del gran
teatro, del inmenso teatro, del teatro capaz de una audiencia infinita, con los
espectadores aburridos y/ o desinteresados de los números del viejo artista son
de auténtico funeral del género, en una época en la que la televisión se ha
adueñado de las audiencias. En esas tablas, los números y las muecas, antiguos
recursos que en su día concitaron carcajadas unánimes y que ahora pasan
inadvertidos, dan pie a una interpretación extraordinaria de Laurence Olivier,
un personaje, el suyo, capaz de divorciarse y casarse con una jovencita cuyos
padres pueden convertirse en el caballo blanco que lo saque de los apuros
económicas que acabarán llevándolo a la prisión. Bajo esa peripecia decadente
del fin de una carrera profesional, late el drama de un conflicto bélico en el
que está participando el hijo del protagonista, un breve papel de Albert
Finney, y del que no regresará. Todo se junta, pues, para ofrecernos la estampa
de una sociedad en decadencia cuyo reflejo directo es la muerte de un género
que tuvo luminosos días de gloria en la escena británica. Quisiera destacar la
actuación de la esposa abnegada del protagonista, una Brenda de Banzie a la que
he ido admirando más a cada nuevo papel que le he visto representar. No se me
despinta, no, aquel formidable y
estremecedor monólogo de la mujer del sindicalista que ha “perdido” su vida al
servicio de él y de su familia, sobre todo de su hija, maestra. La hija del
protagonista, Joan Plowright -que al año siguiente se convertiría en su esposa
en la vida real- también es maestra de jóvenes en situación de exclusión
social, y duda de si debe o no acompañar a su prometido a un destino laboral en
África. Ella viene a ser algo así como la mirada objetiva que le permite
enfrentarse a su padre y reconvenirle por el abandono egoísta en que tiene a su
mujer, Phoebe, su madrastra. Funciona como el contrapunto de las quimeras que
su padre ha ido alimentando mediante cheques falsos por los que el fisco se
presenta pidiendo explicaciones. Un hermano del protagonista está dispuesto a sacarle
las castañas el fuego, pero le exige que se vaya a Canadá, dejándolo todo, a lo
que él no está dispuesto, razón por la que acepta el aval de un empresario con
la condición, ya expuesta, de que actuara el padre de él, algo a lo que se
acaba resignando, si bien, ya sabemos que ni siquiera pudo llegar a reaparecer
en escena. Richardson se mueve por la historia con un doble acercamiento,
el sociológico a la decadencia del género de las variedades, y el psicológico a
la figura de un ser derrotado por el tiempo y las modas. Los primeros planos,
tanto de las actuaciones como de la jovialidad que el protagonista intenta mantener
a toda costa en la vida privada, tienen un efecto devastador en los espectadores, porque se va adueñando de
ellos ese cúmulo de fracasos al que llamamos Archie Rice y ya no hay manera de
levantar cabeza ni de aguardar una compensación histriónica que permite poner
algo de distancia frente a ese drama. Muy triste, en efecto. Impactante,
incluso. Nada, sin embargo, que se distinga de tantos como viven en sus
delirios y quimeras, en vez de en su realidad.
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