martes, 23 de octubre de 2018

«Petra», de Jaime Rosales o D. Juan Manuel Montenegro en Gerona.



Sobre la humillación, el rencor y la necesidad del padre: Petra o una lectura catalana de las Comedias Bárbaras de Valle. 
Título original: Petra
Año: 2018
Duración: 107 min.
País: España
Dirección: Jaime Rosales
Guion : Jaime Rosales, Clara Roquet, Michel Gaztambide
Música: Kristian Eidnes Andersen
Fotografía: Hélène Louvart
Reparto: Bárbara Lennie,  Àlex Brendemühl,  Marisa Paredes,  Joan Botey,  Petra Martínez, Carme Pla,  Oriol Pla,  Chema del Barco,  Natalie Madueño.

Hace relativamente poco, tras una inmersión en la estética programática de Robert Bresson, a partir de sus aforismos sobre el cinematógrafo, identifiqué la estirpe bressoniana de Jaime Rosales en la crítica que le hice a Sueño y silencio. Vayan allí quienes quieran conocer el origen de buena parte del “estilo”, de lo que ya podría considerarse incluso una “maniera”, dada la reiteración en el modo de filmar sus historias. Rosales parece querer abrirse, tímidamente, a una dimensión más “comercial” de su cine, si bien el propio hecho de haber confiado el protagonismo a un actor no profesional, algo coherente con sus principios fílmicos, no solo le permite ser fiel a ellos, sino, además, de rebote, haber acertado plenamente, porque la sensación de maldad “natural” del villano que ha escogido como protagonista difícilmente se la hubiera dado un actor profesional y conocido, como es el caso de las actrices profesionales que propiamente sirven de “complemento” a esa gran creación del artista ampurdanés de fama mundial al que, como a Dalí, le mueve, sobre todo, el dinero. Hay, por otro lado, un planteamiento melodramático, la búsqueda del padre, que, gracias al particular estilo de Rosales, no tarda en diluirse para crecer en otro sentido, el de la tragedia, llena de azares, recovecos y sorpresas. La estructura capitular de la película, entregada además con un desorden cronológico que vuelve oscura, y no sé si incomprensible, alguna elipsis excesiva, obliga a los espectadores a un ejercicio de reescritura de la historia que puede inducirles a equívocos, sobre todo porque son pocas las ocasiones en las que afloran las confidencias que nos permiten recomponer el puzle. La llegada de una artista “invitada” a la masía/taller del gran artista de renombre universal, para compartir la experiencia creativa y mejorar su formación, esconde una doble intención secreta: una hija que busca un padre y un padre que “sabe” que quien lo busca como tal es realmente su hija. El hijo que se nos presenta como “verdadero”, un artista fracasado a quien el padre desprecia por su pusilanimidad y su incompetencia artística, acabará tomando la decisión de huir del “monstruo” cuando este, para emplear al hijo de su colaborador técnico para la creación de sus obras de gran tamaño, que implica incluso el uso de grúas, prácticamente “exige”, a modo de derecho de pernada, acostarse con su madre, la mujer de su principal colaborador. En el aire queda la amenaza no de contárselo a su colaborador, sino de recordarle al hijo lo que su madre ha hecho por él para conseguirle un trabajo. El suicidio de la madre-¡magnífica secuencia la del desnudo de la madre saliendo del cuarto de baño para vestirse junto a la cama del señor feudal satisfecho con la relación que acaba de tener!- introduce en el desarrollo de la trama una tensión cuya liberación nos chocará en su momento. La esposa, Marisa Paredes, vive una vida “separada” bajo el mismo techo: Jaume es así, que significa que el protagonista vive encerrado en sí mismo, sin “rebajarse” a compartir con nadie su vida, disponiendo de ella a su antojo; aparece y desaparece; crea y descansa, y marca, siempre, una relación jerárquica de macho alfa con todo su entorno. Algunas críticas nos hablan de “tragedia griega”, e incluso añaden la banda sonora con el coro magnífico, con esas voces propiamente de ultratumba que “marcan” el espacio  de la conmoción; pero yo me inclino más por la tragedia galaica de las Comedias bárbaras de Valle Inclán. Me ha recordado mucho, además, una película de Joaquim Jordà, Un cos al bosc, en la que también hay una disección del poderoso “de pueblo” lleno de una maldad ancestral. La excelencia de la película consiste en que todo ese material “explosivo” nos viene narrado con  una sutileza que, en el tono menor del sufrimiento íntimo e incomunicable, lo potencia aún más, si cabe. Como es habitual en su cine, los encuadres de Rosales “fijan” espacios por los que los personajes transitan, entrando y desapareciendo de ellos de forma independiente del movimiento de la cámara, que no suele seguirlos. Estamos, pues, ante un “encuentro”, diríase fortuito, de la cámara con los protagonistas, a quienes sorprende en actividades cotidianas que van desde el adulterio de la empleada de la masía/taller, hasta la preparación culinaria de la comida o la cena o alguna escena de caza en una naturaleza en la que acaban desembocando casi todos los movimientos de la cámara, como si buscara un desahogo de esas tensiones humanas que se nos dan a conocer o como si se nos quisiera decir que esas inclinaciones, perversas, inocentes, interesadas o amorosas son tan naturales como esa naturaleza en la que todo acaba. Hay, pues, diríamos, una dialéctica muy acusada entre los conflictos humanos, cuya raíz melodramática puede entenderse como una impostura, y los bellísimos espacios naturales en los que se resuelven las diversas tragedia personales que se nos narran en la película. Entiendo que no he de ir más allá en el desvelamiento de la trama, porque, como en los buenos melodramas, la película está llena de golpes de efecto que les permiten a los espectadores espesar el significado de esas vidas llenas de secretos. A pesar de la crudeza “natural” de los mismos, el cine de Rosales la trasciende para, por elevación, subsumirla, en forma de “proceso orgánico”, en la gran Naturaleza que como una diosa ciega gobierna desde el rumor de las hojas acariciadas por el viento -constantemente presente en la banda sonora- hasta los destinos de los seres humanos. La película exigía mucho de sus intérpretes, y estos suelen estar a la altura de las diversas tragedias que conforman la narración, si bien hay, en esa huida de la sobreactuación que exige el director como principio estético de su obra, alguna “planicie” interpretativa, más propia de la desorientación del voluntario desorden cronológico -los planes de rodaje y la capacidad de los intérpretes para “meterse en el papel” al margen de la cronología es uno de los grandes retos de la profesión- que, propiamente, de la incapacidad de excelentes actores como los que actúan. Marisa Paredes, con ese toque aristocrático de pagès, a la atura del gran pagès internacional que es su marido, logra una interpretación que hubiera merecido más metraje. Se la echa de menos en buena parte de la película, y, cuando aparece, la película crece mucho. Los jóvenes enamorados, el hijo del tirano y la hija que busca al padre, artistas frustrados, vidas truncadas, confunden, a veces, el dolor con la solemnidad, pero, en términos generales, cumplen satisfactoriamente con sus difíciles cometidos, más el de Lennie que el de Àlex Brandemühl, quien es capaz de representar al hijo sobrepasado por el ego del padre y artista famoso con un veracidad triste muy propia. Me tienta, seguir explicando la narración, porque, a mi entender, hay una especie de “gazapo” en la historia que, por fundamentarse en una elipsis, resulta difícil de probar, dado el desarrollo de la trama, pero tiempo habrá para que se resuelva, en un sentido o en otro. ¿Implica ello que la película exige una intensa atención por parte de los espectadores? ¡Total! Recordemos que  la narratología contemporánea tiende a erigir la figura del lector en algo así como en un factor literario tan importante como la propia escritura de la obra. La película está llena de alicientes, de hermosura y de sufrimiento, todo lo cual se observa desde la impasibilidad del ojo de la cámara, que asiste, con la frialdad de la mirada que no se inmiscuye en los destinos de los personajes, a quienes contempla vivir como contempla el paisaje del que forman parte. Paisaje con figuras, era el titulo de un excelente programa dirigido por Mario Camus, con guiones y presentación de Antonio Gala, y aquí serviría como el mejor subtítulo. No obstante, Petra es un nombre “clásico”, al decir de la protagonista. Jaume también lo es. La película usa el bilingüismo con una naturalidad absoluta, al margen de cualquier distorsión política, y es de agradecer que no sirva como marca de clase, excepto que alguien quiera sacar conclusiones, unos dirán que sesgadas, otros que antropológicas, sobre la naturaleza maléfica del protagonista a partir de su catalanidad. Deseo que Rosales tenga suerte y que la película tenga una vida comercial lo suficientemente larga como para permitirle un próximo rodaje.

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