Sobre la humillación, el rencor y la necesidad del padre:
Petra o una lectura catalana de las Comedias Bárbaras de Valle.
Título original: Petra
Año: 2018
Duración: 107 min.
País: España
Dirección: Jaime Rosales
Guion : Jaime Rosales, Clara Roquet, Michel Gaztambide
Música: Kristian Eidnes Andersen
Fotografía: Hélène Louvart
Reparto: Bárbara Lennie, Àlex
Brendemühl, Marisa Paredes, Joan Botey,
Petra Martínez, Carme Pla, Oriol
Pla, Chema del Barco, Natalie Madueño.
Hace relativamente poco,
tras una inmersión en la estética programática de Robert Bresson, a partir de
sus aforismos sobre el cinematógrafo, identifiqué la estirpe bressoniana de
Jaime Rosales en la crítica que le hice a Sueño
y silencio. Vayan allí quienes quieran conocer el origen de buena parte
del “estilo”, de lo que ya podría considerarse incluso una “maniera”, dada la
reiteración en el modo de filmar sus historias. Rosales parece querer abrirse,
tímidamente, a una dimensión más “comercial” de su cine, si bien el propio
hecho de haber confiado el protagonismo a un actor no profesional, algo coherente
con sus principios fílmicos, no solo le permite ser fiel a ellos, sino, además,
de rebote, haber acertado plenamente, porque la sensación de maldad “natural”
del villano que ha escogido como protagonista difícilmente se la hubiera dado
un actor profesional y conocido, como es el caso de las actrices profesionales
que propiamente sirven de “complemento” a esa gran creación del artista
ampurdanés de fama mundial al que, como a Dalí, le mueve, sobre todo, el
dinero. Hay, por otro lado, un planteamiento melodramático, la búsqueda del
padre, que, gracias al particular estilo de Rosales, no tarda en diluirse para
crecer en otro sentido, el de la tragedia, llena de azares, recovecos y
sorpresas. La estructura capitular de la película, entregada además con un desorden
cronológico que vuelve oscura, y no sé si incomprensible, alguna elipsis
excesiva, obliga a los espectadores a un ejercicio de reescritura de la
historia que puede inducirles a equívocos, sobre todo porque son pocas las ocasiones
en las que afloran las confidencias que nos permiten recomponer el puzle. La
llegada de una artista “invitada” a la masía/taller del gran artista de
renombre universal, para compartir la experiencia creativa y mejorar su formación,
esconde una doble intención secreta: una hija que busca un padre y un padre que
“sabe” que quien lo busca como tal es realmente su hija. El hijo que se nos
presenta como “verdadero”, un artista fracasado a quien el padre desprecia por
su pusilanimidad y su incompetencia artística, acabará tomando la decisión de
huir del “monstruo” cuando este, para emplear al hijo de su colaborador técnico
para la creación de sus obras de gran tamaño, que implica incluso el uso de
grúas, prácticamente “exige”, a modo de derecho de pernada, acostarse con su
madre, la mujer de su principal colaborador. En el aire queda la amenaza no de
contárselo a su colaborador, sino de recordarle al hijo lo que su madre ha
hecho por él para conseguirle un trabajo. El suicidio de la madre-¡magnífica
secuencia la del desnudo de la madre saliendo del cuarto de baño para vestirse
junto a la cama del señor feudal satisfecho con la relación que acaba de
tener!- introduce en el desarrollo de la trama una tensión cuya liberación nos
chocará en su momento. La esposa, Marisa Paredes, vive una vida “separada” bajo
el mismo techo: Jaume es así, que significa que el protagonista vive
encerrado en sí mismo, sin “rebajarse” a compartir con nadie su vida,
disponiendo de ella a su antojo; aparece y desaparece; crea y descansa, y
marca, siempre, una relación jerárquica de macho alfa con todo su entorno. Algunas
críticas nos hablan de “tragedia griega”, e incluso añaden la banda sonora con
el coro magnífico, con esas voces propiamente de ultratumba que “marcan” el
espacio de la conmoción; pero yo me
inclino más por la tragedia galaica de las Comedias
bárbaras de Valle Inclán. Me ha recordado mucho, además, una película de
Joaquim Jordà, Un cos al bosc, en la
que también hay una disección del poderoso “de pueblo” lleno de una maldad
ancestral. La excelencia de la película consiste en que todo ese material “explosivo”
nos viene narrado con una sutileza que, en
el tono menor del sufrimiento íntimo e incomunicable, lo potencia aún más, si
cabe. Como es habitual en su cine, los encuadres de Rosales “fijan” espacios
por los que los personajes transitan, entrando y desapareciendo de ellos de
forma independiente del movimiento de la cámara, que no suele seguirlos.
Estamos, pues, ante un “encuentro”, diríase fortuito, de la cámara con los
protagonistas, a quienes sorprende en actividades cotidianas que van desde el
adulterio de la empleada de la masía/taller, hasta la preparación culinaria de
la comida o la cena o alguna escena de caza en una naturaleza en la que acaban
desembocando casi todos los movimientos de la cámara, como si buscara un
desahogo de esas tensiones humanas que se nos dan a conocer o como si se nos
quisiera decir que esas inclinaciones, perversas, inocentes, interesadas o amorosas
son tan naturales como esa naturaleza en la que todo acaba. Hay, pues, diríamos,
una dialéctica muy acusada entre los conflictos humanos, cuya raíz
melodramática puede entenderse como una impostura, y los bellísimos espacios
naturales en los que se resuelven las diversas tragedia personales que se nos
narran en la película. Entiendo que no he de ir más allá en el desvelamiento de
la trama, porque, como en los buenos melodramas, la película está llena de
golpes de efecto que les permiten a los espectadores espesar el significado de
esas vidas llenas de secretos. A pesar de la crudeza “natural” de los mismos, el
cine de Rosales la trasciende para, por elevación, subsumirla, en forma de “proceso
orgánico”, en la gran Naturaleza que como una diosa ciega gobierna desde el rumor
de las hojas acariciadas por el viento -constantemente presente en la banda
sonora- hasta los destinos de los seres humanos. La película exigía mucho de
sus intérpretes, y estos suelen estar a la altura de las diversas tragedias que
conforman la narración, si bien hay, en esa huida de la sobreactuación que exige
el director como principio estético de su obra, alguna “planicie”
interpretativa, más propia de la desorientación del voluntario desorden
cronológico -los planes de rodaje y la capacidad de los intérpretes para “meterse
en el papel” al margen de la cronología es uno de los grandes retos de la
profesión- que, propiamente, de la incapacidad de excelentes actores como los
que actúan. Marisa Paredes, con ese toque aristocrático de pagès, a la atura del gran pagès
internacional que es su marido, logra una interpretación que hubiera merecido
más metraje. Se la echa de menos en buena parte de la película, y, cuando
aparece, la película crece mucho. Los jóvenes enamorados, el hijo del tirano y
la hija que busca al padre, artistas frustrados, vidas truncadas, confunden, a
veces, el dolor con la solemnidad, pero, en términos generales, cumplen
satisfactoriamente con sus difíciles cometidos, más el de Lennie que el de Àlex
Brandemühl, quien es capaz de representar al hijo sobrepasado por el ego del
padre y artista famoso con un veracidad triste muy propia. Me tienta, seguir
explicando la narración, porque, a mi entender, hay una especie de “gazapo” en
la historia que, por fundamentarse en una elipsis, resulta difícil de probar,
dado el desarrollo de la trama, pero tiempo habrá para que se resuelva, en un
sentido o en otro. ¿Implica ello que la película exige una intensa atención por
parte de los espectadores? ¡Total! Recordemos que la narratología contemporánea tiende a erigir
la figura del lector en algo así como en un factor literario tan importante
como la propia escritura de la obra. La película está llena de alicientes, de
hermosura y de sufrimiento, todo lo cual se observa desde la impasibilidad del
ojo de la cámara, que asiste, con la frialdad de la mirada que no se inmiscuye
en los destinos de los personajes, a quienes contempla vivir como contempla el
paisaje del que forman parte. Paisaje con
figuras, era el titulo de un excelente programa dirigido por Mario Camus,
con guiones y presentación de Antonio Gala, y aquí serviría como el mejor
subtítulo. No obstante, Petra es un nombre “clásico”, al decir de la
protagonista. Jaume también lo es. La película usa el bilingüismo con una
naturalidad absoluta, al margen de cualquier distorsión política, y es de
agradecer que no sirva como marca de clase, excepto que alguien quiera sacar
conclusiones, unos dirán que sesgadas, otros que antropológicas, sobre la
naturaleza maléfica del protagonista a partir de su catalanidad. Deseo que
Rosales tenga suerte y que la película tenga una vida comercial lo suficientemente
larga como para permitirle un próximo rodaje.
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