Primer technicolor de Ford para una aventura
independentista: la dura vida de frontera de los primeros colonos usamericanos.
Título original: Drums Along the Mohawk
Año: 1939
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Lamar Trotti, Sonya Levien
Música: Alfred Newman
Fotografía: Bert Glennon, Ray Rennahan
Reparto: Claudette Colbert,
Henry Fonda, Edna May
Oliver, John Carradine, Arthur Shields, Robert Lowery, Ward Bond.
He de reconocer que no me
gusta que me recomienden «vivamente» películas, porque, como me ha pasado en
esta ocasión, discrepo de dicho entusiasmo y me parece que, por manifestarlo,
le falto al respeto al recomendador… Se trata de “una de Ford”, lo que en modo
alguno puede significar que no haya degustado muchas de sus virtudes, porque
Ford respira cine por cada uno de sus poros y aunque rodó mucho y hay diferencias
lógicas entre sus películas, incluso la peor de las suyas justificaría una carrera
como director de quienes vinieron detrás de él y de cualquiera que se inicie
por vez primera en este arte complejo del cine. Es la primera película en color
de Ford, un Technicolor de primera hora que “luce” deslumbrante en este debut.
La saturación de los colores, con preponderancia del azul, la iluminación y
nitidez extraordinaria de la fotografía, amén de la composición del plano, como
en la boda que abre la película, nos recuerda un Visconti que vendría mucho
después. El magnificente vestuario de la boda, que parece propio de la inmortal
escena del baile de el Gatopardo, es de una riqueza cromática que acaba dándole
a la fotografía una textura que, en vez de con los ojos, nos parece poder
repasarla con la mano. Y toda esa inversión para apenas cinco minutos de
película, porque el contraste con ese «lujo» surge inmediatamente, cuando, en
vez de atar a la carreta, en la que se la pareja se va a su luna de miel, las
típicas lata que se pusieron de moda, atan la vaca que se va con ellos para la
cabaña en la frontera de Albany, en el contexto de las guerras fronterizas con
los ingleses y con los indios, aliados de estos para impedir la independencia
de Usamérica de Inglaterra. No se trata, propiamente, de un western,
sino de un eastern que se centra en la época de la Guerra de la
Independencia y que bien podría decirse que está más cerca del cine histórico
que del de aventuras, pero como eso sería, dada la situación, algo antifordiano, hemos de decir que lo
dominante en esta película es la aventura de unos colonos que se instalan en un
territorio asediado por indios e ingleses y que se conjuran para defenderlo
como proyecto de vida y de nación. El cruce, pues, entre costumbrismo, aventura
y vida familiar nos acaba dando una excelente película de Ford, aunque tenga
sus altibajos. Unamos a todo ello el «cruce» entre un colono y una señorita de
familia ciudadana acomodada, que se refleja a la perfección en la llegada a la «choza»
que será su «hogar» y la presencia inesperada de un indio que es amigo del
protagonista y cuya presencia, estando la mujer sola en casa -llegan en noche
de tormenta- le provoca una reacción histérica de campeonato. El oportuno
cachete devuelve a la mujer a la calma y, a partir de ahí, se inicia un proceso
de adaptación que supondrá un crescendo a lo largo de la aventura del
matrimonio en ese territorio de frontera en la que los enfrentamientos con los
indios y los ingleses les obligan no solo a refugiarse en fuertes -iconografía
fordiana donde las haya- sino incluso a tener que rehacer sus vidas cuando,
como en el caso de los protagonistas, sus propiedades son incendiadas y han de
emplearse como trabajadores para una viuda. La estampa de la vida colonial más
llena de contratiempos que de recompensas tiene, en ese contexto de
enfrentamientos, sus buenas dosis de humor fordiano, esa visión comprensiva de
las debilidades humanas que tanto humaniza a sus personajes y los hace cercanos
a los espectadores. Aunque Henry Fonda, «Gil», es una presencia constante en la
película, muy superior a la de Claude Colbet, «Lana», la verdad es que Ford
ofrece una visión de la vida comunitaria colonial muy próxima a una suerte de «comunismo»
primitivo, o «comunalismo», si no se quiere introducir connotaciones ideológicas,
en la que todos parecen haberse aliado para formar una sociedad sobre los pilares
de la honestidad, la honradez, el trabajo, la religión y la defensa de la
nación en cierne. Es cierto, y eso es quizás, uno de los fallos de la película,
que la «tradicional» ferocidad de los indios es sustituida aquí por la de unos indígenas
que han sido engañados por los ingleses, el malvado agente Cadwell, interpretado
por John Carradine, proyecta su sombra conspiradora a lo largo de la película,
y, alcoholizados, bien se advierte que no parecen tan feroces como los veremos
después en los westerns. Lo digo porque la mayor decepción de la
película es la «blandura» incomprensible como Ford filma, sobre todo, el último
ataque al fuerte donde se han refugiado todos los colonos para defenderse de lo
que parece ser el ataque final en una batalla que no es tanto una escaramuza «de
frontera», cuanto una batalla en toda regla por la independencia, como se pone
de manifiesto cuando llegan las tropas regulares del nuevo ejército de la
nación usamericana y los colones ven por primera vez, emocionados, la que era entonces
su bandera: 13 barras y 13 estrellas… “Así es que esta es la bandera por la que
hemos estado luchando…” Y la izan, claro está, en lo más alto, donde ondea como
final patriótico para la aventura fundacional de esos colonos. El otro gran
defecto, relacionado con este, es el de la solución que el guion ofrece para
levantar el cerco a que están sometidos: enviar un mensajero en busca de
refuerzos. Tras haber sido descubierto y asesinado el primero, le toca el turno
a nuestro héroe, a Gil, quien consigue burlar la guardia, pero no consigue no
ser descubierto cuando lo ven alejarse corriendo. En ese instante, se inicia
una de las más bellas secuencias de la película: la persecución, a la carrera, de tres indios que pretenden abortar el
intento de Gil de conseguir ayuda. El maravilloso escenario natural en el que
tiene lugar la persecución queda cojo ante la trampa evidente de una persecución descaradamente «amañada»,
en la que el espectador ha de hacer extravagantes concesiones a Holywood para
dar por bueno que Gil no sea alcanzado por ninguno de los tres «superatletas»
que le pisan algo más que los talones, pero, en comparación con el resultado final
de la película, bien se les puede perdonar a los guionistas y al director que
escojan el bando de los buenos… Sin ser una joya como otras películas de Ford,
hay en esta una plasmación de la larga guerra de independencia de la nueva
nación, centrada en una modesta colonia fronteriza, que patentiza los valores
fundamentales sobre los que se forjó la nación, aunque solo en parte puede
hablarse de que sea una cinta eminentemente patriótica.
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