La crítica más moderna y demoledora del populismo y el
poder de los media, filmada por Elia Kazan con un reparto extraordinario: un
clásico poco conocido del cine político.
Título original: A Face in the
Crowd
Año: 1957
Duración: 126 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Elia Kazan
Guion: Budd Schulberg
(Historia: Budd Schulberg)
Música: Tom Glazer
Fotografía: Harry Stradling,
Gayne Rescher (B&W)
Reparto: Andy Griffith, Patricia Neal, Lee Remick,
Anthony Franciosa, Walter
Matthau, Kay Medford, Burl Ives, Percy Waram,
Charles Irving, Paul
McGrath, Rip Torn.
No estrenada en España en
salas comerciales, pero sí en TV, primero en La Clave y luego en ¡Qué
grande es el cine!, de José Luis Garci, Un rostro en la multitud es,
hoy por hoy, la película más actual que cabe imaginar sobre fenómenos políticos
que se están desarrollando ante nuestros ojos. ¡Qué poderoso despliegue de
inteligencia a la hora de diseccionar la creación de figuras populares con enorme
ascendiente sobre las masas, es decir, lo que actualmente estamos sufriendo bajo
el nombre de «populismo», si bien planteado cuando acababan de inaugurarse las
emisiones de TV en España desde el Paseo de la Habana. ¡Como podría extrañarnos
que la censura no autorizase el estreno de esta película que desvelaba ante
nuestros ojos el proceso de creación de la alienación política justo cuando la
TV comenzaba a comportarse como “el mejor instrumento de propaganda del Régimen”!
La película de Kazan, que lamentablemente no había visto hasta hace unos días
me ha parecido una joya del cine político que convendría reestrenar cuanto
antes para que los espectadores pudieran no solo disfrutar de un peliculón dramático de primera magnitud, sino sacar
las lecciones correspondientes de un discurso que desnuda con elegancia implacable
el hosco rostro de la demagogia que se esconde tras los populismos. La historia
es sencilla, pero la realización muy compleja, porque la historia tiene muchos
recovecos que el director sabe explorar para construir una suerte de fresco
social que retrata a la perfección la imbricación de intereses que permiten la
creación del «monstruo», porque de eso hablamos. La historia arranca con una
modestia que sirve de contraste adecuado con el punto de llegada: una joven reportera
de una emisora de radio local, hija del dueño, tiene u n programa llamado A face
in the crowd, un rostro en la multitud, que consiste, ni más ni menos, que
en darle voz a cualquiera que, por las razones que sean, ni de lejos ha
considerado la posibilidad de que su mensaje sea radiado o de que su historia,
la que sea, llegue a los demás. Con ese fin, visita la cárcel del sheriff del
condado y allí va preguntando a unos y a otros, sin que nadie quiera hablar.
Finalmente, acaba haciéndolo un vagabundo que solo lleva su guitarra como todo
equipaje y quien, a cambio de hablar con la joven e incluso de cantar una
canción «rebelde», se garantiza salir en libertad. Como la emisión tiene mucho
éxito y los oyentes quieren saber más de ese personaje, la encarnación del «hombre
libre», no sujeto a ataduras de ningún tipo, con un sentido del humor
chocarrero y popular, del que forma parte una manera de expresarse
políticamente incorrecta pero llena de lo que, con ciertas limitaciones,
podríamos llamar «sabiduría popular», y que conecta inmediatamente con el usamericano
medio, el dueño de la emisora y su hija salen a la caza y captura de semejante
mirlo blanco. La hija es Patricia Neal, y en esta película tiene un papel que solo
ella, con un rostro hiperfotogénico, del que Kazan extrae primeros planos de
corte expresionista, es capaz de representar con la complejidad que exige la
extraña pasión que acaba sintiendo por un ser tan primitivo y popular como Lonesome
Rhode, encarnado por un debutante como Andy Griffith con total propiedad. A su
manera, Griffith recuerda mucho al vaquero representado por Don Murray -¡un
típico urbanita neoyorquino!- en Bus Stop, de Joshua Logan. Su naturalidad, su
desparpajo, sus profundas raíces en el «gracioso» que siempre tiene la
carcajada explosiva en la garganta y a quien cualquier comentario suyo le
parece cargado del mayor de los ingenios imaginables nos ofrece una
personalidad cargante, desde a óptica de un intelectual, pero muy próxima a la
ingenuidad de la gente sencilla que comulga a pis juntillas con un humor a la
altura de sus limitadas capacidades de entendimiento y de expresión. ¿Cuál es el
secreto de su éxito? La capacidad innata para movilizar a los oyentes hacia el
objetivo por él marcado. Primero comienza todo con bromas locales, como que en
un día caluroso los niños invadan la piscina del dueño de la emisora y
prácticamente tomen al asalto su casa, pero cuando el propio personaje acaba
dándose cuenta del enorme poder de sugestión que tiene sobre las personas a
quienes se dirige, íntimamente, de tú a tú, sin intermediaciones interesadas
que valgan, todo empieza poco a poco a cambiar. Enseguida llega el salto de la
emisora local a la televisión regional, en la que, poco a poco, va
convirtiéndose en un personaje legendario por su franqueza y su naturalidad: la
expresión viva de alguien que no sigue los dictados de nadie y que le habla al
pueblo con el lenguaje del pueblo para estrechar un lazo que se convierte en
una rendición absoluta a su poder de persuasión. De eso se trata, de cómo
primero la radio y luego la televisión construyen un «personaje» que acabará
poniéndose al servicio de la publicidad, primero y, finalmente, de la política,
cuando su potencial social lo ha llevado a la televisión nacional y a ser
tenido en cuenta por un aspirante a Presidente
para «asimilar» un cambio de imagen que le permita acercarse a los votantes. Recordemos
que estamos en una época en la que la TV acabaría siendo determinante, por
cuestión de imagen ante las cámaras, para que Kennedy lograra su victoria sobre
Nixon en las presidenciales, pocos años después de esta película, y como el segundo recordó amargamente: «Confiad
plenamente en vuestro productor de televisión, dejadle que os ponga maquillaje
incluso si lo odiáis, que os diga cómo sentaros, cuáles son vuestros mejores
ángulos o qué hacer con vuestro cabello. A mí me desanima, detesto hacerlo,
pero habiendo sido derrotado una vez por no hacerlo, nunca volví a cometer el
mismo error». Esa parte en la que en pequeño comité el cómico mediático le
revela al candidato que un proceso de «transformación» de su imagen es
imprescindible para garantizar sus aspiraciones políticas debería formar parte
de las guías de campaña de todos los políticos, porque ahí vemos el germen de
la importancia de los asesores de imagen cuyos consejos son capaces tanto de
hundirte como de hacerte triunfar. La historia sentimental con el personaje de
Neal, que incorpora la figura de un rival, un Walter Matthau, disfrazado
convincentemente de intelectual neoyorquino, con las gafas de concha y la pipa
en los labios, quien trabaja para ella en la confección de guiones y quien,
finalmente, acaba escribiendo un libro sobre el bluff que representa el
personaje, antes de que ella, la novia despechada por el súbito matrimonio del
histrión con una jovencísima y ya esplendida Lee Remick de 17 años que, como el
propio protagonista, también debuta en las pantallas, logre desacreditarlo dejando abierta la
conexión mientras el protagonista se ríe de la ingenuidad de sus televidentes y
se burla de su credulidad y de la facilidad con que son capaces de actuar poco
menos que según él ordene que hagan. Estamos, pues, ante una venganza, sí, pero
el camino que sigue la creación del «monstruo» es apasionante y contiene
escenas maravillosas tanto sobre los entresijos de la televisión, la publicidad
y la ambición como el peligro inherente a esa capacidad para alimentar
audiencias pasivas y obedientes que dejen la gobernación del Estado en manos de
desaprensivos, incompetentes o lunáticos. Seguro que Elia Kazan vio con mucha atención
la agridulce película de Stanley Donen y Gene Kelly, Siempre hace buen
tiempo, en la que aparece una crítica demoledora de la televisión basura
que acaba protagonizando el popular Lonesome Rhode. Por fuerza he de
hacer referencia a la poderosísima puesta en escena de la película, porque
desde la cárcel inicial en la que se presenta al personaje hasta el dúplex
neoyorquino donde acaba, no hay paso de su enrevesada biografía que, como el
concurso de majorettes donde conoce a la joven Remick, con la que se
casa, porque, como le avisa su apoderado -un inspiradísimo Tony Franciosa- es
menor de edad, y no le pasan por alto a los «circunstantes» su libidinosa
actitud hacia ella, cuando preside el jurado que ha de conceder el título de
Miss Arkansas. Es curioso, por otro lado, la coincidencia entre el personaje de
Tony Franciosa un pícaro y espabilado agente que se hace con la representación
del protagonista y el papel de Tony Curtis en otro peliculón que se estrenó el
mismo año: Chantaje en Broadway, de Alexander MacKendrick. Como se
aprecia, por la inusual extensión de esta crítica, en la que dejo un montón de
detalles sin abordar, esta película de Kazan en modo alguno es una película
más, excelente, de las muchas que hizo el director de origen griego, quien
delató a ocho de sus compañeros de actividades teatrales ante el comité
McCarthy, sino una película que explora con profundo acierto las raíces del
populismo como un mal de nuestro tiempo.
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