De una directora en constante proyección, una película comprometida
con una realidad explorada en el cine hasta ella solo desde la vertiente del sensacionalismo
o la comedia disparatada.
Título original: The Bigamist
Año: 1953
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ida Lupino
Guion: Larry Marcus, Lou
Schor, Collier Young
Música: Leith Stevens
Fotografía: George E. Diskant (B&W)
Reparto: Joan Fontaine, Ida
Lupino, Edmund Gwenn, Edmond O'Brien, Kenneth Tobey, Jane Darwell, Peggy Maley,
Lillian Fontaine, Matt
Dennis, John Maxwell.
Va creciendo la estimación
crítica de una directora Ida Lupino que, puesta en el brete de tener que definirse,
y tras haber dirigido El autoestopista, se definió como «la Don Siegel de los
pobres», queriendo hacer un paralelismo entre el «rey» de la acción y su
película. Si como actriz siempre ha ofrecido una faceta poco complaciente con
los estándares del vedetismo hollywoodiense, y ha encarnado caracteres
complejos, fuertes y sensibles a un tiempo, como directora ha potenciado esa
vena artística y nos ofrece historias, como la presente de El bígamo,
tratadas con un realismo y una sensibilidad que excluye el peligro de lo
sentimentaloide para crear una suerte de drama en tono menor, pero no menos
intenso. Se acerca no poco a los presupuestos del Free cinema
inglés, con historias salidas de la vida cotidiana que raramente eran llevadas
al cine comercial hasta su irrupción en la industria. En este caso, Ida Lupino centra
su atención en un caso de bigamia. Un representante que trabaja en dos ciudades
muy distintas, San Francisco y Los Angeles, toma la decisión de adoptar una
criatura con su mujer, Joan Fontaine, con quien no puede tenerlos
biológicamente. En el transcurso de la entrevista con el empleado del servicio
de adopciones, este intuye que el solicitante -que se siente incómodo ante
tantas preguntas inquisitivas por parte del funcionario- da la sensación de
esconder algo. El punto de partida, pues, dentro de los esquemas genéricos del
cine negro, nos lleva a que el investigador que somete a escrutinio total la vida
de alguien es un funcionario del sistema de adopciones, un viejo singular cuya
perspicacia lo lleva, poco después a visitar el hogar de los solicitantes,
donde el sospechoso acaba confirmándole la impresión de que esconde algún
secreto. Una vez que el protagonista -un Edmond O’Brien que exhibe un abanico
de registros y matices llenos de verdad y realismo, compitiendo estrechamente
en ese arranque de la película con Edmund Gween, el inolvidable científico usamericano
de Calabuch, de Berlanga- ha comunicado al funcionario que su trabajo se
reparte entre San Francisco y Los Ángeles, y tras haberle dicho que se hospeda de
hotel cuando está en la otra ciudad, el funcionario se dirige a dicha ciudad
para investigar cuanto pueda acerca del solicitante. Una búsqueda, esa sí, al
más puro estilo del cine negro, con un investigador que se las sabe todas,
consigue dar al final con el solicitante en una casa en la que, nada más entrar
el funcionario, suena el llanto de un bebé…, a cuya cuna acude el protagonista para
acaronarlo y calmarlo, porque la madre, enferma, está descansando. ¿Resuelto el
misterio? En parte sí, y de ahí el conato automático del funcionario de
descolgar el teléfono y marcar el número de policía, algo que, finalmente,
consigue el protagonista que no haga y le haga, a su vez, la merced de
escucharlo, de tener, siquiera, antes de sentenciar, la versión del “bígamo”.
Se inicia, entonces, un flash back, seguimos en los usos del género que ahora
deja paso a un drama romántico, más que a un melodrama, porque no estamos ante
una muestra de pasiones exaltadas y sublimes decisiones, sino ante el “acomodo”
entre dos personajes solitarios, Ida Lupino y un representante de comercio que
sufre un matrimonio desgraciado por la ausencia de hijos. De hecho, la película
gira fundamentalmente en torno a la historia de amor de dos “perdedores”,
Lupino y O’Brien, ya talluditos, y para quienes, respectivamente, el otro
significa la posibilidad de una unión sentimental estable cuando no se entrevé
en el horizonte inmediato ninguna posibilidad de convertirse en el objeto del
deseo de otra persona. Hay un cierto poso de tristeza en la situación que viven
ambos, porque, frente al miedo de la Lupino emerge el propio miedo del
protagonista, siempre en la cuerda floja de la traición que supone iniciar una
nueva relación estable ocultándole a ella que es un hombre casado. Está claro
que el bolero de Machín es de total aplicación en el caso de la película porque
no se puede querer dos mujeres a la vez y no estar loco…, aunque en esta
ocasión, de lo que se trata es propiamente de lo contrario, de que el
protagonista tiene capacidad suficiente y archiprobada para querer a las dos
por igual, cada una a su manera, como dos mundos paralelos que, en principio,
no tienen por qué encontrarse, aunque, como es evidente para cualquiera que se plantee,
de forma realista, una historia así, llega un momento en la película en que es imposible
que tal situación no se tuerza y que la situación no se acabe volviendo, sobre
todo, contra quien creyó que podría vivir dos vidas paralelas sin ninguna
interferencia que quebrase una armonía real, aunque trabajosamente construida,
porque ha de reconocerse que la sinceridad amorosa del protagonista no tiene
trampa ni cartón. Ida Lupino dirige la película con un ritmo narrativo
ajustadísimo a la evolución de los giros de la trama, y el trío protagonista
actúa con una naturalidad asombrosa, sin que, en ningún momento, puedan los
espectadores verse obligados a «tomar partido», dada la complejidad de la
situación. Sin anticipar el final, por supuesto, sí cabe decir que el
funcionario del sistema de adopciones, cuando ha acabado el largo flash back,
vuelve a descolgar el teléfono, pero para avisar de que le envíen un taxi… La
película está muy próxima a otras como la multipremiada Marty, de Delbert
Mann, por ejemplo: un realismo de la vida cotidiana que huye del trazo grueso
sentimental del melodrama y se acoge a la real life de la ordinary
people. Un gustazo de película que los amantes del buen cine no pueden
dejar de ver. Como muchas de las que critico la encontrarán en la plataforma
Filmin, un regalo para el cinéfilo. No quiero acabar, sin embargo, sin destacar
el encuentro entre Lupino y O’Brien, en el curso de una visita turística en
autobús a las mansiones de los famosos de Hollywood, una suerte de larga
secuencia metacinematográfica en la que ambas estrellas son capaces de pasearse
por sus propios barrios -en el supuesto de que tuvieran casa allí- como dos turistas
ingenuos deslumbrados por el star system: delicioso, el recorrido.
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