jueves, 20 de junio de 2019

«El bígamo», de Ida Lupino o un viaje a la sensibilidad.



De una directora en constante proyección, una película comprometida con una realidad explorada en el cine hasta ella solo desde la vertiente del sensacionalismo o la comedia disparatada.

Título original:  The Bigamist
Año: 1953
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ida Lupino
Guion: Larry Marcus, Lou Schor, Collier Young
Música: Leith Stevens
Fotografía: George E. Diskant (B&W)
Reparto: Joan Fontaine,  Ida Lupino,  Edmund Gwenn,  Edmond O'Brien,  Kenneth Tobey, Jane Darwell,  Peggy Maley,  Lillian Fontaine,  Matt Dennis,  John Maxwell.

Va creciendo la estimación crítica de una directora Ida Lupino que, puesta en el brete de tener que definirse, y tras haber dirigido El autoestopista, se definió como «la Don Siegel de los pobres», queriendo hacer un paralelismo entre el «rey» de la acción y su película. Si como actriz siempre ha ofrecido una faceta poco complaciente con los estándares del vedetismo hollywoodiense, y ha encarnado caracteres complejos, fuertes y sensibles a un tiempo, como directora ha potenciado esa vena artística y nos ofrece historias, como la presente de El bígamo, tratadas con un realismo y una sensibilidad que excluye el peligro de lo sentimentaloide para crear una suerte de drama en tono menor, pero no menos intenso. Se acerca no poco a los presupuestos del Free cinema inglés, con historias salidas de la vida cotidiana que raramente eran llevadas al cine comercial hasta su irrupción en la industria. En este caso, Ida Lupino centra su atención en un caso de bigamia. Un representante que trabaja en dos ciudades muy distintas, San Francisco y Los Angeles, toma la decisión de adoptar una criatura con su mujer, Joan Fontaine, con quien no puede tenerlos biológicamente. En el transcurso de la entrevista con el empleado del servicio de adopciones, este intuye que el solicitante -que se siente incómodo ante tantas preguntas inquisitivas por parte del funcionario- da la sensación de esconder algo. El punto de partida, pues, dentro de los esquemas genéricos del cine negro, nos lleva a que el investigador que somete a escrutinio total la vida de alguien es un funcionario del sistema de adopciones, un viejo singular cuya perspicacia lo lleva, poco después a visitar el hogar de los solicitantes, donde el sospechoso acaba confirmándole la impresión de que esconde algún secreto. Una vez que el protagonista -un Edmond O’Brien que exhibe un abanico de registros y matices llenos de verdad y realismo, compitiendo estrechamente en ese arranque de la película con Edmund Gween, el inolvidable científico usamericano de Calabuch, de Berlanga- ha comunicado al funcionario que su trabajo se reparte entre San Francisco y Los Ángeles, y tras haberle dicho que se hospeda de hotel cuando está en la otra ciudad, el funcionario se dirige a dicha ciudad para investigar cuanto pueda acerca del solicitante. Una búsqueda, esa sí, al más puro estilo del cine negro, con un investigador que se las sabe todas, consigue dar al final con el solicitante en una casa en la que, nada más entrar el funcionario, suena el llanto de un bebé…, a cuya cuna acude el protagonista para acaronarlo y calmarlo, porque la madre, enferma, está descansando. ¿Resuelto el misterio? En parte sí, y de ahí el conato automático del funcionario de descolgar el teléfono y marcar el número de policía, algo que, finalmente, consigue el protagonista que no haga y le haga, a su vez, la merced de escucharlo, de tener, siquiera, antes de sentenciar, la versión del “bígamo”. Se inicia, entonces, un flash back, seguimos en los usos del género que ahora deja paso a un drama romántico, más que a un melodrama, porque no estamos ante una muestra de pasiones exaltadas y sublimes decisiones, sino ante el “acomodo” entre dos personajes solitarios, Ida Lupino y un representante de comercio que sufre un matrimonio desgraciado por la ausencia de hijos. De hecho, la película gira fundamentalmente en torno a la historia de amor de dos “perdedores”, Lupino y O’Brien, ya talluditos, y para quienes, respectivamente, el otro significa la posibilidad de una unión sentimental estable cuando no se entrevé en el horizonte inmediato ninguna posibilidad de convertirse en el objeto del deseo de otra persona. Hay un cierto poso de tristeza en la situación que viven ambos, porque, frente al miedo de la Lupino emerge el propio miedo del protagonista, siempre en la cuerda floja de la traición que supone iniciar una nueva relación estable ocultándole a ella que es un hombre casado. Está claro que el bolero de Machín es de total aplicación en el caso de la película porque no se puede querer dos mujeres a la vez y no estar loco…, aunque en esta ocasión, de lo que se trata es propiamente de lo contrario, de que el protagonista tiene capacidad suficiente y archiprobada para querer a las dos por igual, cada una a su manera, como dos mundos paralelos que, en principio, no tienen por qué encontrarse, aunque, como es evidente para cualquiera que se plantee, de forma realista, una historia así, llega un momento en la película en que es imposible que tal situación no se tuerza y que la situación no se acabe volviendo, sobre todo, contra quien creyó que podría vivir dos vidas paralelas sin ninguna interferencia que quebrase una armonía real, aunque trabajosamente construida, porque ha de reconocerse que la sinceridad amorosa del protagonista no tiene trampa ni cartón. Ida Lupino dirige la película con un ritmo narrativo ajustadísimo a la evolución de los giros de la trama, y el trío protagonista actúa con una naturalidad asombrosa, sin que, en ningún momento, puedan los espectadores verse obligados a «tomar partido», dada la complejidad de la situación. Sin anticipar el final, por supuesto, sí cabe decir que el funcionario del sistema de adopciones, cuando ha acabado el largo flash back, vuelve a descolgar el teléfono, pero para avisar de que le envíen un taxi… La película está muy próxima a otras como la multipremiada Marty, de Delbert Mann, por ejemplo: un realismo de la vida cotidiana que huye del trazo grueso sentimental del melodrama y se acoge a la real life de la ordinary people. Un gustazo de película que los amantes del buen cine no pueden dejar de ver. Como muchas de las que critico la encontrarán en la plataforma Filmin, un regalo para el cinéfilo. No quiero acabar, sin embargo, sin destacar el encuentro entre Lupino y O’Brien, en el curso de una visita turística en autobús a las mansiones de los famosos de Hollywood, una suerte de larga secuencia metacinematográfica en la que ambas estrellas son capaces de pasearse por sus propios barrios -en el supuesto de que tuvieran casa allí- como dos turistas ingenuos deslumbrados por el star system: delicioso, el recorrido.

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