miércoles, 5 de junio de 2019

«Dos mujeres y un amor», de John Cromwell: los laureles del melodrama.



El matrimonio como carrera social y la lucha por el divorcio: Dos mujeres y un amor o un trío, Lombard, Grant, Francis, que se come la pantalla, o cuando los melodramas anegaban las plateas.
Título original: In Name Only
Año: 1939
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Cromwell
Guion: Richard Sherman (Novela: Bessie Breuer)
Música: Roy Webb
Fotografía: J. Roy Hunt (B&W)
Reparto: Cary Grant,  Carole Lombard,  Kay Francis,  Charles Coburn,  Helen Vinson, Katharine Alexander,  Jonathan Hale,  Nella Walker,  Alan Baxter,  Maurice Moscovitch, Peggy Ann Garner,  Spencer Charters.

¡Ah, aquellas épocas en las que una negativa a conceder el divorcio acarreaba todo tipo de sufrimientos y aun en casos extremos tragedias irremediables! Se trata de un planteamiento arrumbado por el paso del tiempo, sin duda, lo cual nos induce a ver la película con “ojos diacrónicos” y un si es no es antropológicos, por lo curioso de la situación para quienes tienen ya en su normativa legal realidades cotidianas como el “matrimonio homosexual”, por ejemplo. Con todo, revisitar el pasado siempre exige empatizar con situaciones alejadas de los usos y valores del presente, aunque no siempre sea así, porque la explotación laboral, ciertos comportamientos humanos y ciertas lacras sociales como la esclavitud sexual son de ayer , de hoy, y mucho me temo que del mañana. Desde esta perspectiva, a lo que hemos de atender es a si el desarrollo de la historia es capaz de arrastrarnos tras ella y si el director ha sido capaz de convencernos de las bondades de su realización. De John Cromwell siempre se guarda en la memoria su excelente melodrama Cautivo del deseo, basado en un relato de Somerset Maughan. Con menor densidad dramática, sin embargo, Dos mujeres y un amor se plantea igualmente como un melodrama, sí, pero una sutil combinación del tono levemente cómico de Cary Grant en su relación con la viuda de la que se enamora permite un excelente contraste con la realidad de un matrimonio roto tras el suicidio del enamorado de la mujer con quien, engañado, se casó: no lo amaba, pero ambicionaba la solidez de su posición económica, a resultas de lo cual, cuando llega a conocimiento del marido que ella, aunque lo ame, abandona a su amante para casarse con el rico heredero, el matrimonio se rompe definitivamente y ambos poco menos que hacen vidas separadas. En ese momento empieza la película y de todo lo anterior se irá enterando el espectador a medida que advierta la «extraña» situación civil del protagonista. Una joven intenta pescar en un río sin tener, francamente, las habilidades necesarias para ello. Aparece un jinete, Cary Grant, que entabla conversación con ella y aun se autoinvita al almuerzo que ella lleva en la cesta de picnic. Aún no sabemos nada de sus situaciones civiles respectivas, pero sí que entre ellos ha surgido la llamarada del amor, aunque, a esas alturas de su conocimiento, todo queda en la cortesía, el sano humor y la ilusión de los comienzos. Ella, una figurinista de moda reputada, viuda y con una hija, vive con una hermana divorciada y amargada que la precave constantemente contra los hombres. La cita en el río vuelve a repetirse, ahora con la hija, con quien el apuesto hombre no tarda en establecer una relación «privilegiada», lo que confirma indirectamente la viabilidad natural de esa nueva relación hipotética de su madre. Él marca las distancias con su mujer legal y asiste impasible a una habilidad de ella que, más adelante, será uno de los elementos fundamentales para desencadenar el apunte de tragedia: tiene «camelados» a sus suegros, quienes están encantados con ella, y a quienes les cuesta horrores entender el comportamiento esquivo de su hijo para con una mujer tan devota de él y de ellos, de la «familia». ¿Se van viendo los mimbres del drama? Pues son primorosos, y Cromwell no ahorra los planos cargados de momentos llenos de entusiasmo, armonía y exaltación del purísimo amor que se profesan los protagonistas, como cuando él la lleva a la casa que ha comprado para que se instalen una vez hayan podido casarse, tras conseguir el divorcio al que su primera mujer dice, en principio, que accede. Luego veremos que no, que lo que hace es irse a Francia con los suegros y darle largas eternas hasta que la fe de ella en «legalizar» su situación con él va decayendo hasta casi perderla del todo, momento en que… , y por ahí, ya lo saben, ni debo ni quiero seguir, porque las vueltas y revueltas de la trama en el último tercio de película, con tantas sublimes decisiones, revelaciones, etc., configuran lo esencial del melodrama: Y sí, hay sufrimiento y esperanza y desengaño y maldades…, y ni siquiera oso revelar si el melodrama tiene o no final feliz, porque los desenlaces de los melodramas son momentos auténticamente climáticos en ellos, y a menudo el fundamento de su éxito o de su fracaso. Pensemos en esa torpe imitación del melodrama que fue, en su momento Love story, una suerte de pastiche que, sin embargo, arrasó en las pantallas e hizo conmoverse a medio mundo. La película de Cromwell tiene, quizás por la presencia de los actores, sin duda, y especialmente de Cary Grant, un toque de suave comedia sofisticada que no tarda en verse mezclada con intrigas poderosas que se confabulan contra lo que el título enmascara: la lucha firme de dos mujeres por conseguir retener junto a ellas a un hombre al que una ama y cuya riqueza la otra ambiciona. En medio de ellas, un actor tan carismático como Grant sabe desenvolverse a la perfección entre el registro amable del enamorado y el severo y distante del marido despechado por la traición y el engaño. Ellas, las «rivales», Carole Lombard y Kay Francis, brillan a tan gran altura interpretativa que la película logra, a pesar de los pesares, esto es, del absurdo social en nuestros días de tal conflicto, arrastrarnos a un carrusel de emociones intensas que nos permiten disfrutar y sufrir con los destinos de los protagonistas. El toque de melodrama de high society lo da una puesta en escena que en ningún momento olvida la elevada posición social de él y de su familia, y la excelente posición profesional de ella, reclamada, incluso, desde París para ir a trabajar allí. Todo transcurre alejado de los problemas ordinarios de la vida corriente, en una suerte de atmósfera de excepción en la que la preocupación por lo cotidiano ni siquiera existe. Eso sí, en varias ocasiones los resortes morales de una sociedad hipócrita y celosa del buen nombre en vez de del buen amor consiguen momentos especialmente intensos, como cuando el dueño del hotel barato donde él intenta poner fin a su vida -ignoramos si deliberada o accidentalmente- se le insinúa a la protagonista, Carole Lombard, quien comparte la habitación con él, cuidándolo, sin ser su esposa. Son detalles que, aun a fuer de propios de miserables de todas las épocas, data perfectamente la película, junto con otros detalles, por supuesto. Insisto, que a nadie le arredre ni el blanco y negro ni la fecha de estreno, 1939: se puede y se debe  disfrutar con esta historia magníficamente contada y con unas interpretaciones a la altura del nombre de tales celebridades. Y si además está ese hiperexcelente «secundario» principalísimo que es Charles Coburn, miel sobre hojuelas.

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