viernes, 28 de junio de 2019

«El novio de mi mujer», de Bud Yorkin, una comedia actual y aún con encanto.



Una comedia sobre el divorcio llena de momentos estelares y secuencias inolvidables.

Título original: Divorce American Style
Año: 1967
Duración:108 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Bud Yorkin
Guion: Norman Lear (Historia: Robert Kaufman)
Música: David Grusin
Fotografía: Conrad Hall
Reparto: Dick van Dyke,  Debbie Reynolds,  Jason Robards,  Jean Simmons,  Van Johnson, Shelley Berman,  Joe Flynn,  Martin Gabel,  Tom Bosley,  Lee Grant,  Eileen Brennan.

Escogida al azar, El novio de mi mujer ha resultado ser una sorprendente película que, desde los títulos de crédito hasta el final -aunque este decepcione en parte- permite acercarse al hecho del divorcio desde unos presupuestos que bien podríamos considerar muy actuales, sobre todo en nuestro país, que siempre ha ido, en ciertos avances sociales, muy por detrás de las costumbres usamericanas. El arranque, la vuelta de los maridos en sus coches a los suburbs donde les espera una relación matrimonial no precisamente halagüeña ni motivadora, a juzgar por esos diálogos iniciales en los que todo son disputas sin fin de una extensa comunidad de chalets con familias que viven todos conforme a los mismos patrones de vida, se focaliza, finalmente, en una pareja que parece haber llegado, tras quince años de matrimonio, a esa sorda incomprensión que dificulta irreparablemente la convivencia y la precipita hacia el divorcio. Parte esencial del arranque de la película es una colección de secuencias memorables que diríanse extraídas de las mejores películas de Jerry Lewis, a juzgar por la originalidad del planteamiento y por la mala baba crítica que en ellas se exhibe. A la discusión inicial del matrimonio le sigue el recibimiento a los amigos invitados a una cena narrada con una elipsis genial, porque del recibimiento multitudinario y ruidoso, lleno de besos y jovialidad, pasamos, sin solución de continuidad a la despedida de unos seres ahítos, borrachos, desfigurados y somnolientos, a quienes se despide con idéntica amabilidad en la puerta del chalet. Una vez cerrada la puerta, viene la continuación, y uno de los mejores momentos de la película: el ritual de los esposos antes de acostarse: una sucesión de gags extraordinarios y que revelan, por sí solos, la situación de degradación de la convivencia en el seno de la pareja. A continuación he de reseñar que sin la actuación incomparable de Debbie Reynolds y de Dick Van Dyke -en un papel realista muy al margen de sus usuales papeles extravagantes o fantásticos, una auténtica sorpresa para el cinéfilo, que apenas es capaz de imaginarlo en un papel como este, dado su historial- ¡qué pobre hubiera quedado una joya como esa! La interpretación, así, pues, es decisiva para poder valorar de forma tan entusiasta como yo lo hago la película. La aparición, posteriormente, de Jason Robards y Jean Simmons, junto con la postrera de Van Johnson, una deliciosa caricatura de sí mismo, conforman un reparto como pocos para una película que se centra en el espinoso asunto del divorcio con una mirada de comedia sofisticada  y , al mismo tiempo, de costumbrismo «de barrio», muy de agradecer.
Conviene decir que la mujer del protagonista pretende salvar su matrimonio a toda costa, y para ello obliga a su marido a visitar al psicólogo experto en terapia matrimonial. Esa visita del marido al psicólogo es otro de los momentos culminantes de la película, porque advertimos en la resistencia a dejarse ayudar una línea de actuación muy propia de muchos maridos cuyos matrimonios están en crisis: negar que exista dicha crisis y afirmar que el malestar de la esposa es poco menos que un capricho «que ya se le pasará»… Lo excelente de la película es cómo, de repente, el marido se ve en la calle, expulsado del hogar, y pendiente de una vista de divorcio que selle definitivamente la quiebra de la unidad familiar que formaba. Y ahí es donde entra Jason Robards, un ser arruinado por su divorcio y que sobrevive a duras penas, hasta que su esposa encuentre a alguien con quien casarse para ser liberado de sus obligaciones y recuperar, de nuevo, la propiedad de sus bienes: ahí es donde encaja, Van Dyke, como aspirante a la mano de Simmons, aunque, para poder salir con bien los tres del intento de nuevas relaciones lo que necesitan es que la Reynolds encuentre a alguien con quien casarse, una vez divorciada, y ahí es donde entra Van Johnson, un exitoso comerciante en vehículos que se anuncia en la TV y que es discretamente «empujado» a la seducción de la ex de Van Dyke. Con anterioridad, en una de las «salidas» de soltera de la Reynolds, asistimos a una secuencia antológica en la que varios divorciados han quedado para un amigable encuentro en el que  el acompañante de ella le indica el laberinto de parentescos que tiene delante: una tribu de niños con semejante cruce de padres, hermanos, madrastras, hermanastros, etc., que resulta una proeza seguir el ágil recuento que el acompañante hace del historial de los presentes.
Cuando ya parece que los acontecimiento siguen su rumbo con las nuevas parejas consolidadas, los protagonistas coinciden en un bar con espectáculo que nos deparará un pre-final muy de acorde con el excelente humor crítico desarrollado a lo largo de la película, aunque sin caer en la acidez ni en el humor negro, porque la protagonista y su nueva pareja, Van Johnson, formarán parte de los espectadores que se ofrecen para participar en un número de hipnotismo que pondrá el colofón a la película para dejar un excelente sabor de boca. Otra cosa es que eso suceda con el final real de la misma, sobre el que guardo silencio, pero algo hay de realismo, también, en esa solución, desde luego, a juzgar por la experiencia común que todos tenemos de esas situaciones. Sea como fuere, cada cual expresará su asentimiento o su disentimiento a y de ese final; pero de lo que estoy convenido es de que a pesar de ciertas ingenuidades propias de una comedia popular, nadie dejará de asar un excelente rato con la contemplación de esta película cuyo guion fue muy justamente nominado para el Oscar. Todo un descubrimiento, dentro de esa insuperable tradición usamericana de la mejor comedia. Bud Yorkin no es Billy Wilder, está claro, ni Jerry Lewis, pero el guion de Norman Lear -casado en tres ocasiones…-bien podría haber sido usado por ellos, desde luego.

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