jueves, 26 de agosto de 2021

«Annette», de Leos Carax (domesticado).

Un musical a medio camino (de nadie) entre la provocación y la búsqueda del gran público. 

Título original: Annette

Año: 2021

Duración: 140 min.

País:  Francia

Dirección: Leos Carax

Guion: Ron Mael, Russell Mael

Música: Ron Mael, Russell Mael, Sparks

Fotografía: Caroline Champetier

Reparto: Adam Driver, Marion Cotillard, Simon Helberg, Dominique Dauwe, Kait Tenison, Latoya Rafaela, Rebecca Dyson-Smith, Timur Gabriel, Kevin Van Doorslaer, Devyn McDowell, Ornella Perl, Christian Skibinski, Marina Bohlen, Nino Porzio, James Reade Venable, Charlotte Brand, Elke Shari Van Den Broeck, Filippo Parisi, Colin Lainchbury-Brown, Kristel Goddevriendt, Michele Rocco Smeets, Ella Leyers.

 

         Que un cineasta minoritario y casi marginal, como Leos Carax, se haya avenido a la aventura de buscar el favor del gran público solo podía depararnos una película irreconocible como exclusivamente suya y acaso excesivamente transgresora (no sin cierta candidez) para el gusto estandarizado de la mayoría. El «reclamo» de Driver y Cotillard como grandes estrellas tira mucho de un público que, quizás, saldría de estampida de la visión de Holy Motors, por ejemplo. Con todo esto quiero decir que he tenido la sensación, viendo la película, de una suerte de quedarse a medias, en terreno de nadie, que no acaba beneficiando a la película, aunque deseo fervientemente equivocarme y que se convierta en un éxito, desde luego. Sucede, con todo, que ciertas transgresiones e lo verosímil en aras de lo fantástico «chirrían» lo suyo y son capaces de hacer perder la paciencia a más de dos y tres espectadores, por más que ello nos lleve, más tarde, a un desenlace extraordinario.

         Un prólogo que arranca en el estudio de grabación donde los Sparks interpretan la banda sonora y que recoge, posteriormente,  a los protagonistas para salir todos en procesión a la calle, que recorren al más puro estilo de los musicales clásicos, abre una historia para la que se le ha pedido al público con una voz en off, que “tomen aire y no respiren durante el resto de lo que van a ver”… La historia es sencilla: un cómico extravagante, en el apogeo de su carrera, se casa, sorprendentemente, con una aclamada diva de la ópera: una historia de amor recogida en la prensa del corazón con unos planos de las «exclusivas» que le ponen el contexto adecuado a lo que, lejos del mundanal ruido, es una historia de amor que poco a poco se irá convirtiendo en una historia de terror así que nazca la hija, «que no es de este mundo», de ambos. La banda sonora del musical es magnífica, y las interpretaciones de Driver y Cotillard, en temas que se acercan más al recitado que a la canción, son muy estimables. Las composiciones líricas de la protagonista corren a cargo de Catherine Trottmann, aunque, al parecer, han mezclado ambas voces, la de Cotillard y la suya para lograr un efecto que no distanciara tanto el timbre y la técnica de ambas.

         La cantante de ópera se desplaza en un coche con chófer de confianza y el humorista agresivo en una moto de potente cilindrada. A veces van ambos en la moto, pero no es lo habitual. El coche de ella responde, en forma de homenaje, al vehículo de las metamorfosis de Holy Motors y, de hecho, la protagonista tiene pesadillas en su interior que avanzan, de forma críptica, los terribles derroteros que seguirá la historia y de los que no quiero avanzar nada para dejarles a los espectadores la sorpresa intacta.

         El desarrollo de la historia presenta más elipsis que agujeros negros van descubriendo los astrofísicos en la cabalgata de las galaxias, y hay, en cierto modo, algunas «precipitaciones» que rompen la norma sagrada del progreso pautado hacia el clímax. Esas prisas no le hacen ningún bien a la historia, y parece el director más empeñado en construirla mediante los highlights de las composiciones que atendiendo a desarrollos dramáticos convincentes, pero que requerirían, acaso, un planteamiento distinto de su quehacer habitual. Y de eso me quejo, de la «indefinición» narrativa. Dejando de lado esas quiebras en la narración, la película está llena de secuencias muy impactantes, como cuando la soprano, en escena, corre hacia el fondo del escenario y se abren las puertas del teatro a un bosque en el que ella entra sin solución de continuidad y por el que pasea, cantando, para regresar de nuevo al proscenio, donde acabará haciendo aquello que, para su marido, es lo mejor y lo peor de ella: que sabe morirse y saludar a continuación como una premonición de su vida eterna.

         La secuencia de la tormenta en el yate particular en el que navegan, por ejemplo, que tanto me recordaron el mar de Fellini en Il Casanova di Federico Fellini, tienen una potencia visual extraordinaria y recuerda las mejores imágenes de Holy Motors, sin duda. En eso se ha de reconocer que Carax sigue en plena forma. Porque la llegada a la orilla de padre y de la hija, más la aparición del espectro de la madre ahogada son el broche de oro de esa secuencia de la tormenta. Nada se deja al azar en la composición de los planos y la iluminación se suma a la música para conseguir unos efectos realmente turbadores.

         A partir del momento en que la película se centra en la explotación del don de la hija de ambos, una cantante precocísima con voz de soprano heredada de la madre —en el magnífico desenlace ya veremos que también hereda el humorismo ácido y amargo del padre—, la historia, en la que aparece el «tercero» en discordia, el pianista que acompañaba a la protagonista en sus recitales y que ahora ha ascendido, finalmente, a director de orquesta, se enrarece cuando este asume un papel protector para con la hija, e insinúa que tal vez no sea hija del cómico, sino de él, quien tuvo una relación previa con la cantante. ¡Genial, por cierto, la narración del director de orquesta mientras está dirigiendo unos ensayos!

         No es fácil intuir por dónde han de discurrir los «hechos», pero la película nos asegura las sorpresas de guion hasta el excepcional final en que la hija de los protagonistas, la niña Devyn McDowell, ¡un prodigio de interpretación a sus escasísimos años!, aunque a los 4 ya había actuado en Broadway, lo cual casi nos permite hablar de una consumada profesional, se entrevista con su padre…, pero hasta aquí puedo contar.

         Mientras que la figura de la diva de la ópera tiene una total credibilidad, he de decir que la invención del anticómico deja algo que desear, aunque Driver, que me parece más soso que el consomé de acelgas sin aceite ni sal, sorprende a propios y extraños y consigue un registro interpretativo impresionante. Vale decir que Carax ha mimado mucho la fotografía del actor, sobre todo los primerísimos planos, y aun en los más terribles momentos de la película consigue que lo veamos con una perspectiva de auténtico «animal fotogénico». Los diálogos cantados con la audiencia nos ofrecen una dimensión del monólogo cómico que nos sitúa a medio camino entre el comediante y el rockero, aunque la originalidad de esa perspectiva, por inédita, más nos habla de un horizonte futurista que de una realidad verosímil; pero lo mismo ocurre con la hija que no es de este mundo, y no tardamos nada en aceptarlo con total naturalidad.

         Como espectador incondicional de Carax, ¡cómo he echado de menos a Denis Lavant!, no puedo sino regocijarme por la «buena forma» del director en su particular imaginación visual, a lo que contribuye, en gran parte, el poderío de producción que ha supuesto la tan barroca como hermosa puesta en escena de la película, pero me ha faltado esa perspectiva personalísima suya que rompe todas las barreras de lo verosímil para hacernos llegar las emociones más puras y descarnadas. Bien está, no obstante, que el gran público, a través de Annette, sea capaz de atreverse con sus trabajos anteriores.

        

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