lunes, 2 de agosto de 2021

«Los sueños», de Akira Kurosawa o la última y renovada lección del genio.

 

La vida que desfila, individual y colectiva, ante los ojos maravillados del espectador: De la niñez a la ancianidad, la belleza y el terror de los avatares hechizantes de la existencia. 

Título original: Yume (Dreams) (Akira Kurosawa's Dreams)

Año: 1990

Duración: 120 min.

País: Japón

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Akira Kurosawa

Música: Shinichirô Ikebe

Fotografía: Takao Saito

Reparto Martin Scorsese, Akira Terao, Mitsuko Baisho, Mieko Harada, Toshie Negishi, Mitsunori Isaki, Toshihiko Nakano, Yoshitaka Zushi, Hisashi Igawa, Chosuke Ikariya, Chishu Ryu.

 

         Aunque respeto la ficha técnica que uso habitualmente, lo primero que he de decir es que en esta película Kurosawa contó con la ayuda muy directa de su amigo Ishirô Honda, el director conocido por la serie de películas sobre Godzilla, amén de muchas otras películas fantásticas como la ya clásica del enfrentamiento entre King-Kong y Godzilla, quien dirigió dos de los ocho episodios que componen la película y el prólogo y el epílogo de un tercero: El túnel, El monte Fuji enrojecido y El demonio lastimero, respectivamente. Con anterioridad a estos sueños, Honda había asistido como ayudante a Kurosawa en películas como El perro rabioso, una de sus obras cumbre, Kagemusha y Ran, todas ellas, como recordarán los amantes del cine, obras calificadas de maestras por la crítica especializada, y con las que cualquier espectador se eleva a las más altas cotas de placer estético.

         La edad de los artistas rara vez se tiene en cuenta a la hora de juzgar su obra, aunque hay muchas situaciones diversas: desde quienes se repiten con fórmulas gastadas hasta quienes nos sorprenden con un rasgo de genialidad que ya no se esperaba de ellos. Queda la obra, por supuesto, y da igual a qué edad sea realizada, y aunque el cine sea una industria, no es menos cierto que a la capacidad de visión que implica una película en modo alguno solemos relacionarla con la edad del autor a la que la tiene. Del mismo modo que hay poetas que eclosionan, como Rimbaud, en la primerísima juventud, hay ancianos que destilan su sabiduría avecinándose al fin de su existencia, como Cervantes. Kurosawa rueda esta película con 80 años y el despliegue de imaginación tan espectacular que nos ofrece en ella nos hace pensar más en alguien en su época más fértil y luminosa, aunque hay ingenios que nacen al cine con la madurez incorporada, como Ford, Ozu, o Bergman, pongamos por caso, que en la destilación de la sabiduría existencial de un anciano; pero hay en la manera de acercarse a los ocho historias que se recogen en la película una mirada marcada por la edad vivida, por el acopio de experiencias de quien ha mirado a su alrededor durante toda la vida con mucha atención y preocupación.

         De hecho, la figura del caminante, sea individual o colectivo, como la procesión de fantasmas de la primera historia o la alegre comitiva fúnebre de la última, actúa en estos Sueños como hilo conductor, acaso representando metafóricamente nuestro paso por la vida o nuestra condición fundamental de homo viator, de especie trashumante. Otro rasgo que unifica todas las historias es la cuidadísima puesta en escena de todas las historias, y ahí, siempre al servicio del contenido narrativo de las mismas, sean recuerdos personales del autor, sean motivos de carácter folclórico tradicional, radica uno de los grandes aciertos de la película. ¡Qué cantidad y calidad de belleza no es capaz de conseguir Kurosawa, no siempre gracias a un presupuesto elevado cuanto a una mirada que atesora la magia de ciertos momentos especiales en las vidas de los protagonistas de estos sueños, empezando por el pequeño Akira, él mismo, expulsado de la casa paterna hasta que sea perdonado bajo la puerta del arco iris por los zorros sagrados a los que ha molestado con su indiscreta observación! La situación —los zorros le han dejado una daga con la que debe suicidarse si no obtiene su perdón…— espeluzará a los fervientes seguidores de la corrección política, y muy posiblemente les impedirá seguir este y algunos otros episodios con la adecuada perspectiva que permite comprender la complejidad esencial de la naturaleza humana.

         Impresiona, sinceramente, la variedad extrema de los episodios que ha escogido Kurosawa para articular estos sueños que, por las hermosas sendas oníricas por las que discurre, no nos ahorran ni la gracia de los melocotoneros florecidos, la rúa de la santa compaña japonesa, la metáfora de la mano de nieve que se convierte en dadora de vida, la potente simbología del túnel, las amenazas del desarrollo tecnológico, el descenso a los infiernos eternos o el lirismo de una vida acompasada con los ciclos de la naturaleza y vivida con el respeto que esta merece, un broche de optimismo que nos libera del desasosiego producido por El monte Fuji enrojecido y El demonio lastimero. Al margen queda, casi como un experimento visual, el fantástico episodio de la visita de un pintor aficionado al universo de los cuadros de Van Gogh, con aparición incluida del pintor que sobrevivió pobremente y nunca llegó a saber de la cotización astronómica de sus obras, realizadas con una compulsión extrema, porque, como le sucede a cualquier artista: ¡el tiempo se les come los años, los años los días, los días las horas… y la obra sin hacer! La interpretación de Martin Scorsese, breve pero intensa, nos muestra una faceta interpretativa del director usamericano llena de matices y poder interpretativo. Pero incluso esa breve aparición cede ante el hermoso prodigio técnico del paseo del protagonista a través de los cuadros del pintor holandés: ¡indescriptible! Muy distinta, y más pobre, es, sin embargo, la resolución técnica del episodio del apocalipsis nuclear de la Humanidad, aunque el mensaje es nítido y la simbología, al menos en Japón, muy eficaz.

         Hay dos episodios, La tormenta de nieve y El túnel, que son, literalmente, un prodigio de realización, con muy diferente contenido humano, porque uno, el de la tormenta, nos habla de la superación, incluso en las postrimerías de la vida, y el otro del malestar de una conciencia culpable, responsable de la muerte de un destacamento: fantasmas que emergen del fondo del túnel para cuadrarse ante su mando como si estuvieran vivos, y a los que dicho mando ha de convencer de la terrible realidad de su muerte. Hay, en ese episodio, curiosamente, una aparición, un perro rabioso cargado de explosivos, parece, que quizás sea un guiño cinéfilo de Honda a su maestro, con quien colaboró en aquel noir vibrante, El perro rabioso, o un guiño del maestro a sí mismo, claro.

         Es difícil, más allá del virtuosismo técnico y de los efectos visuales que se consiguen en todos y cada uno de los episodios, hacer una crítica que permita al lector tener una idea aproximada de la película, dado su carácter episódico. En todo caso, y para que sirva de referencia, piénsese en el cuidado estético de una película como el Satyricon de Fellini, donde cada color, cada encuadre, cada decorado, cada pieza de vestuario o de maquillaje ha requerido de una visión previa del director, quien se ha reunido de los mejores especialistas para plasmarlos en la pantalla. Ese rigor y esa belleza son elementos que enseguida se captarán en estos Sueños de Kurosawa.

         Ninguna aventura fílmica mejor que la de, como esos protagonistas errantes que atraviesan estos episodios, ver estos con los ojos infantiles de quienes se asoman a la belleza y las tinieblas de la realidad por primera vez. Cada episodio, además, está lleno de pequeños detalles que demuestran el nivel de concreción perfeccionista de Kurosawa, como se aprecia en una puesta en escena que sobrecoge por su capacidad para crear una atmósfera feérica en la que el espectador se siente transportado a mundos de muy diferente naturaleza, pero en los que habita con la naturalidad con que se suceden los episodios, sean dramáticos, jocosos o líricos. Estos Sueños de Kurosawa, que nacieron de la generosidad de sus rendidos admiradores usamericanos, directores como Scorsese, Coppola, Lucas y Spielberg, que se los financiaron y contribuyeron a que se distribuyeran comercialmente, justo cuando el director japonés andaba sumido en una depresión, no sé si son su testamento fílmico, como sugieren algunos, sino un nuevo ejercicio estético que abrió, en su momento, nuevos caminos al cine, que es lo propio de los genios. El espectador tiene la palabra, y el goce de comprobarlo por sí mismo.

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