miércoles, 18 de agosto de 2021

«El padre», de Florian Zeller y «Loca por la vida», de Raphaël Balboni y Ann Sirot

 

Título original: The Father

Año: 2020

Duración: 97 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Florian Zeller

Guion: Florian Zeller, Christopher Hampton. Obra: Florian Zeller

Música: Ludovico Einaudi

Fotografía: Ben Smithard

Reparto: Anthony Hopkins, Olivia Colman, Imogen Poots, Rufus Sewell, Olivia Williams, Mark Gatiss, Evie Wray, Ayesha Dharker.

 




Título original: Une vie démente

Año: 2020

Duración: 87 min.

País: Bélgica

Dirección: Raphaël Balboni, Ann Sirot

Guion: Raphaël Balboni, Ann Sirot

Fotografía: Jorge Piquer Rodriguez

Reparto: Jo Deseure, Jean Le Peltier, Lucie Debay, Gilles Remiche.

          

Dos aproximaciones a las dos caras de la demencia senil: la depresión y la euforia: Una obra mayor, El padre; una obra amable, Loca por la vida.


Reconozco que, por proximidades familiares, me daba un cierto reparo ir a ver El padre, porque contemplar procesos de deterioro cognitivo que vas viendo cada día en seres próximos y queridos no plato de buen gusto. Finalmente, claro, lo que se ha de ver se ve, y aunque no me veía con ánimos para hacer la crítica, la contemplación reciente de una obra en cierto modo parecido a El padre , Loca por la vida, me ha animado a juntar ambas y hacer una crítica.

         El comienzo de El padre nos llenó de escalofríos a mi Conjunta y a mí, porque advertimos en los detalles de esos compases iniciales ciertas manifestaciones que se corresponden con la situación actual de su madre, aunque ni de lejos está próxima al deterioro que manifiesta el protagonista de la película, pero que esos detalles pudieran ser un aviso de lo por venir era ya suficiente para generar congoja y profundo temor. Hay algunos críticos a los que la película más les parece del género de terror psicológico que propiamente del cine de patologías incurables y abnegaciones filiales varias. Lo primero que se ha de reconocer es la impecable estructura de la historia y el hecho relativamente novedoso de haber escogido el punto de vista del enfermo para contarnos la historia tal y como él la ve, lo cual no puede sino generar desconcierto en unos espectadores que, con los súbitos cambios de identificación que hace el padre, no saben propiamente a qué atenerse, ni cuáles son sus hijas reales, ni si el piso donde vive es propio o de los hijos y ni tan siquiera si su enfermedad tiene el alcance que parece tener, dada la relativa autonomía individual de que es capaz el personaje, cuyas salidas lúcidas nos engañan una y otra vez.

         A pesar de ese laberinto de suplantaciones, lo que queda claro es la fragilidad del protagonista, su dependencia de otros y la escasa ductilidad de carácter que lo lleva a rechazar a las diferentes personas que contrata la hija para tenerlo atendido mientras ella trabaja y prepara su salida del país, porque ella también ha de intentar seguir con su propia vida. El conflicto es universal: los padres se pierden en la niebla de una demencia que los desconecta cada vez más de la vida, aislándolos en un mundo reducidísimo en el que, además, pretenden ser autosuficientes, y los hijos asisten impotentes al triste espectáculo de la degeneración que aleja a esos frágiles seres de ellos, hasta que llega el punto de no retorno en que no son absolutamente nadie para quien acaso un día lo fueron todo.

         La película está básicamente rodada en interiores, en una casa de espectaculares dimensiones y bellamente amueblada que permite unos movimientos de cámara, unas perspectivas y unos encuadres que permiten lograr un ritmo cinematográfico que potencia el juego de falsas identidades que vive el anciano. Y aquí entra la prodigiosa interpretación de un oscarizado Anthony Hopkins que pone sobre los planos una suerte de sabiduría infinita para lograr unos registros de «ausencia» solo comparables a los de la «seducción» de una nueva cuidadora que, como sus predecesores, acabará también fracasando, porque el protagonista ha de defender la realidad en la que vive frente a la que le quieren «vender» como la auténticamente real. Sus vidas ficticias son para él su vida, y aun como cantante y bailarín es capaz de reconocerse ante una nueva extraña que invade sus «posesiones». Frente a él, Olivia Colman, una actriz llena de recursos, le da una réplica perfecta en la que se mezclan la compasión, la desesperación, el amor y la decepción a partes iguales.

         La película esta llena de detalles que nos permiten ir atando cabos sobre las confusiones del protagonista, y vamos descubriendo, poco a poco, intentando salir de su prisión, las líneas maestras del quién es quién y de cuál será el futuro de ese hombre aislado en su penumbra, pero aún lleno de una vitalidad que él confunde con la estabilidad mental.

         El desenlace de la película hay que verlo para darse cuenta exactamente del dolor que hay detrás de esas demencias seniles que nos arrebatan a quienes, aun siéndonos tan queridos, nos ignoran completamente.  Ya digo, aun a pesar de ciertos golpes cómicos iniciales, la historia toma pronto la senda de la tristeza y la compasión, que ya no deja hasta ese final.

         Loca por la vida, aun tratando el tema de la demencia senil, no está enfocada desde ese tono «de postrimerías» desde el que se enfoca El padre, y hay, en todo el desarrollo de la película, aun a pesar de lo que les hace cambiar a la pareja protagonista su vida, un desarrollo hasta cierto punto de comedia ligera que se resuelve del mejor modo posible: integrando esa demencia en la vida cotidiana de la pareja, quienes, en una casa con jardín, se las ingenian para «seguirle la corriente» a la madre  y aceptarla «como es».

         Una mujer activa, a la que le pirra interferir en la vida de su hijo, comprándoles cosas, comienza a tener confusiones y olvidos de los que se acaba enterando el hijo. Así, resulta que la mujer está jubilada y, al mismo tiempo, trabajando como encargada en una galería de arte que organiza exposiciones, de lo cual se acaba derivando, por hacerlo sin comunicarlo al Sistema de Salud, una multa de 30.000 €. La alegría con la que la mujer gasta el dinero, sumada a ciertas confusiones inexplicables llevan al hijo a solicitar una revisión psicológica de la madre: unas entrevistas que son de lo mejorcito de la película, porque a través de ellas se advierte con plausible claridad el proceso de deterioro mental de la madre.

         Diagnosticada, comienza el baile de la selección de candidatos para tratarla, hasta dar con el que parece idóneo, porque es capaz de imponerle límites a la demencia expansiva y arrolladora de la madre, una suerte de hiperactividad insufrible, casi imposible de soportar, de tal modo que, burlando la vigilancia, la madre es capaz de escaparse y de colarse en la casa de unos vecinos para poder satisfacer un capricho gastronómico que en casa le está prohibido. La desesperación del hijo único va en aumento día tras día, porque la capacidad de la madre para hacer trastadas, como si de una criatura se tratara, es infinita. De hecho, él y su mujer estaban dispuestos a ser padres, pero, al final, él se echa para atrás porque el estado de su madre se le representa una carga insoportable de llevar si, al mismo tiempo, ha de afrontar la responsabilidad de la paternidad. Y en esas se debaten los protagonistas: si seguir o no con su vida, tal como la tenían proyectada o lamentar que la enfermedad mental de la progenitora se convierta en la realidad que anula las demás realidades.

         Ya digo que el tono de comedia, que potencia el lado gracioso de las reacciones de la madre, como cuando le pide a una mujer por la calle el número de teléfono para que quede con su hijo, que es «un buen partido», permite ver la enfermedad de la madre desprovista de las aristas más desagradables de cualquier enfermedad mental, excepto la de la desesperación del hijo, que se ve arrollado por esa suerte de ciclón hiperactivo atolondrado en que se ha convertido su madre. Gracias a ese tono amable la cinta se ve con gusto y los directores potencian la comicidad de las escenas con una narración ágil que no se pierden en momentos muertos. La narración fluye muy dosificadamente hacia un final que acaso peca de ingenuo o de «buenista», pero que entra, desde luego, no solo en lo verosímil, sino incluso en las tendencias psiquiátricas que piden «normalizar» socialmente ciertos trastornos relativamente benignos que no deberían exigir el aislamiento radical de los enfermos, su segregación de la comunidad.

         Dada la índole e cada una de estas películas, diría que forman, juntas,  una estupenda sesión doble de humanidad frágil que deberíamos ver con mucha atención y mayor empatía.

 

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