miércoles, 11 de agosto de 2021

«Los músicos de Gion» y «La calle de la vergüenza», de Kenji Mizoguchi.


Los músicos de Gion

 

Título original: Gion bayashi

Año: 1953

Duración: 85 min.

País:  Japón

Dirección: Kenji Mizoguchi

Guion: Yoshikata Yoda, Matsutaro Kawaguchi

Música: Ichiro Saitô

Fotografía: Kazuo Miyagawa

Reparto: Michiyo Kogure, Ayako Wakao, Seizaburô Kawazu, Saburo Date, Sumao Ishihara, Midori Komatsu, Kanji Koshiba, Kikue Môri.







La calle de la vergüenza
 

Título original: Akasen chitai

Año: 1956

Duración: 85 min.

País:  Japón

Dirección: Kenji Mizoguchi

Guion: Masashige Narusawa. Novela: Yoshiko Shibaki

Música: Toshiro Mayuzumi

Fotografía: Kazuo Miyagawa (B&W)

Reparto: Machiko Kyô, Aiko Mimasu, Ayako Wakao, Michiyo Kogure, Kumeko Urabe, Yasuko Kawakami, Hiroko Machida, Eitarô Shindô, Sadako Sawamura, Toranosuke Ogawa.

 

Dos acercamientos, lírico y neorrealista, al mundo de la prostitución ancestral de las geishas.

 

         El mundo de las geishas pertenece, por derecho propio, a una tradición de la prostitución que va mucho más allá de la sordidez con que suele darse en determinadas circunstancias y en infinidad de países. En Japón forma parte de los usos ancestrales que han sobrevivido a cualesquiera intentos de erradicar la práctica, y ha conservado, a pesar de la dura explotación que hay en esa «institución» un aura lírica y artística difícil de negar. Hablamos de una «profesión» en la que se han de dominar diferentes habilidades para poder ser la «compañera ideal del descanso del guerrero», quien busca en la compañía de ellas no solo el goce sexual, sino, sobre todo, sentirse como el emperador del universo, por la solicitud, la afabilidad y la profesionalidad de las geishas. El concubinato era un paso más allá en la instalación de la geisha en sociedad, y ser geisha privada de alguien que atendía a tus necesidades y compartía su descanso con ella era una promoción que difícilmente podía rechazarse. Mizoguchi nos ofrece dos versiones de ese mundo, la primera, aún cerca del Japón antiguo, aunque derrotado de forma humillante en la Segunda Guerra Mundial, es una suerte de iniciación en la profesión por parte de una niña que, abandonada por su padre y explotada por su tío, busca cobijo en una amiga de la madre en cuyas manos se pone para que la guíe en el aprendizaje y el ejercicio de la profesión. La geisha madura y la geisha virgen son dos modelos que atraen en el deseo de hombres muy distintos. La fase preliminar es la fase de la «escolarización», en la que han de aprender rituales básicos como los de servir la bebida, la ceremonia del té, el tañido de los instrumentos y, por supuesto, las danzas tradicionales, tan ritualizadas como hermosas.

         La vida cotidiana de las dos mujeres la maestra y la aprendiza se va a entretejer con una trama de negocios en la que la geisha mayor ha de satisfacer al empleado de la Administración para conseguir una contrata suculenta, y el jefe de la empresa acaba encariñándose con la joven, a la que, contra todo decoro, pretende forzar, lo que le vale un mordisco infamante que, de rebote, va a suponer el ostracismo de las dos mujeres en ese mundo controlado por las «madamas» sin  cuyo plácet es imposible asistir a las fiestas en las que ganarse la vida.

         Si algo nos llama la atención de este mundo que nos describe Mizoguchi es el silencio y  la lentitud con que las mujeres, y su sirvienta, se mueven en el espacio, amén de las infinitas reverencias con que en ese mundo oriental todo se agradece. La presencia de los largos kimonos que se arrastran por el suelo de las habitaciones pone sordina a esos pasos nuestros, occidentales, con que a veces marcamos ya o temperamento o personalidad o poder. La devoción con que la geisha madura pretende alumbrar una estrella deslumbrante se aprecia en todos los detalles, y sabe que, aun dentro de sus limitaciones, las bellezas fulgurantes tienen cierto «derecho» implícito a escoger la compañía exclusiva de un hombre. Las relaciones de dependencia, y de poder, que se establecen entre las organizadoras de los «saraos» y aquellas geishas que solo pueden asistir con su consentimiento forma parte muy dura de la existencia de estas. La geisha madura sabe aceptar, dada su edad, tener que acostarse con un hombre que no le gusta, y eso es algo que forma parte, también, de su profesión. De otro modo, de nada les habrá valido su formación ni su belleza: la dureza del «mercado» se impone a cualquier consideración de tipo emocional, y una vez que se aceptan las férreas condiciones, vuelve el prestigio y el reconocimiento social.

         La puesta en escena se centra en esas casas japonesas libres de muebles y sobre cuyos suelos se pisa descalzo con un mimo de andares gatunos. No pocas veces, Mizoguchi parece homenajear a Ozu con la colocación de la cámara casi a ras del suelo, pero, por lo general, adopta la altura de los personajes, quienes suelen moverse en el espacio ante el plano fijo de muchos encuadres. Otra cosa es, claro, cuando la cámara se acerca a los primeros planos, aunque sea de los bultos propiamente dichos, más que de los rostros, porque la tensión dramática que se concentra incluso en las espaldas de las protagonistas y sus suntuosos trajes da a entender el proceso interior que ambas viven.

         Muy distinta de esta visión nada edulcorada, por cierto, es la desgarrada de La calle de la vergüenza, la última película de Mizoguchi y casi podríamos decir que una cumbre del neorrealismo japonés, porque la visión que nos ofrece el director del barrio de la prostitución, la «zona roja» de Yoshiwara es de una crudeza absoluta. No hay lugar para sentimentalismos de ningún tipo, y la historia, simple pero efectiva y dramática se limita a contar las vidas individuales de las prostitutas de un burdel que han de lanzarse, literalmente, a la caza del transeúnte para poder «hacer caja». Un empresario y una madama se encargan de organizar las finanza del burdel y ponen todo su empeño en que se trabaje hasta la saciedad para salir adelante. Poco tiempo después de acabada la Segunda Guerra Mundial, los japoneses, ¡y sobre todo el dueño del burdel!, viven un sinvivir por la ley de prohibición de la prostitución que se ha llevado al Parlamento. La película va más allá de si la más vieja profesión del mundo ha de ser prohibida o no, y se centra en historias tan sangrantes como la de la prostituta que tiene una hija y un marido tuberculoso y no puede pagar el alojamiento, por ejemplo. Un marido, lógicamente, que no puede sobrellevar la prostitución de la mujer como único sustento de la casa, y que intenta suicidarse, aunque la mujer llega a tiempo de frustrarlo. Este episodio se suma al del hijo que descubre que su madre ha trabajado en la prostitución para poder criarlo y educarlo, y que rompe las relaciones con ella, de quien se aparta como de una apestada. La llegada de una joven «moderna» a un burdel que, estilísticamente, ya se ha adaptado en parte a los gustos occidentales altera la vida del antro, pero no tardaremos en saber la razón de su presencia cuando se presente su padre para intentar convencerla de que abandone el lugar y la «profesión», no solo porque un hermano se ha de casar, sino porque a él lo han ascendido en su profesión. Esa escena del padre y la hija tiene una fuerza dramática que, con razón, ha de apelarse al neorrealismo, porque, aunque las geishas de la primera película eran las geishas de la tradición, modales incluido, las de esta otra «versión» de una misma realidad son  muy distintas, y mucho más cercanas al desgarramiento de una Anna Magnani, por ejemplo.

         Mizoguchi rueda, en su última película, una suerte de reconocimiento al cine europeo que tanto apreció su buen cine, y más especialmente en el Festival de Venecia, pero no se priva de ofrecernos la cara más dramática de un mundo en recomposición, y en el que la institución de las geishas va a ir siendo tratada como las venerables reliquias de algunas civilizaciones. En la película, está claro, no se aprueba la ilegalidad de la prostitución, pero lo que no llegó a ver Mizoguchi es que dos años después de acabada la película sí que sería prohibida, aunque las muy especiales leyes japonesas consienten la unión por libre consentimiento, lo que ha dejado una puerta abierta a la supervivencia de, acaso, la prostitución más ritual del planeta.

         La película, a diferencia de la anterior, se rueda también en exteriores, pero los paisajes degradados que se nos ofrecen muestran bien a las claras la naturaleza perversa del drama que el autor nos quiere narrar. Las interpretaciones, todas ellas, son excepcionales, y tienen una carga de verismo que acentúa la humanidad de la cinta. Hemos de agradecer al autor que, en sus postrimerías, nos haya dejado un testimonio excepcional de simpatía y empatía con las grandes «perdedoras» de una sociedad mercantilizada y egoísta.

        

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