jueves, 26 de agosto de 2021

«El mundo perdido», de Harry O. Hoyt (1925) o los primeros dinosaurios del cine.

 


Primera adaptación de la novela de Conan Doyle que él mismo introduce en un breve prólogo o recuperar el asombro de la mirada infantil. 

Título original:  The Lost World

Año: 1925

Duración: 106 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Harry O. Hoyt

Guion: Marion Fairfax. Novela: Arthur Conan Doyle

Música: Robert Israel, R.J. Miller, Cecil Copping (Película muda)

Fotografía: Arthur Edeson (B&W)

Reparto: Bessie Love, Lewis Stone, Wallace Beery, Lloyd Hughes, Alma Bennett, Arthur Hoyt, Margaret McWade, Bull Montana, Frank Finch Smiles, Jules Cowles, George Bunny, Charles Wellesley, Arthur Conan Doyle.

 

         Antes de la llegada del sonoro y del rodaje de ese clásico inmortal que es King Kong, de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, el creador del gran simio,  Willis H. O’Brien, había hecho sus pinitos de animación de monstruos en esta maravillosa The Lost World, de 1925. Como prólogo de la película aparece el creador literario de la fantasía, Sir Arthur Conan Doyle, dándose por satisfecho si los adultos podíamos contemplar la película con los ojos de la infancia y viceversa, porque la película es un homenaje al concepto de aventura, al del valor y, de paso, un homenaje al espíritu del descubrimiento científico. Es cierto que el guion que adapta la obra incluye un personaje femenino que no estaba en la novela, pero el amor y la atracción sexual forman parte enseguida de los puntales de la creación cinematográfica. En este caso, además, por partida doble, porque la enamorada del periodista que la pretende le dice que no se puede casar con nadie que no haya demostrado su coraje, su valor, atreviéndose aun con lo imposible.

         Y ahí tenemos al frágil enamorado pidiendo en la redacción del diario donde trabaja que le asignen el más peligroso de los encargos. Y aunque lo inmediato es cubrir la conferencia de un sabio loco —otro de los personajes clave de los orígenes del cine: ya hay una versión del Dr. Jeckyll, de Herbert Brenon en 1913, y una, aunque muy breve, de Frankenstein, de J. Searle Dawley, en 1910— el protagonista verá en la posibilidad de acompañar a la expedición que pretende conseguir pruebas de la existencia de los dinosaurios en un territorio inexplorado de Brasil, la oportunidad que andaba buscando. Tras vencer, a golpes, literalmente, la resistencia del científico que, como buen ejemplar de la profesión, odia a los periodistas, acaba convirtiéndose poco menos que en el instrumento de financiación de la empresa. Tras ese animado prólogo londinense, la acción se traslada a la selva amazónica, en una perfecta recreación de los grandes espacios virginales del planeta y no tardarán los miembros de la expedición en ir descubriendo que lo que había descubierto, ¡y dibujado!, el padre de la única protagonista femenina de la expedición era cierto. Y hay que recuperar la  mirada no menos virginal de la infancia para dejarse impresionar por ese gigantismo de la naturaleza en el que los dinosaurios se mueven con la candidez de las figuras de un diorama y sorprendente viveza, para la temprana fecha en que se «animaron». No solo eso, sino que la febril imaginación de Doyle añade al plantel de animales antediluvianos la presencia del «eslabón perdido» al que, desgraciadamente han de disparar para poder regresar de la meseta prehistórica al campamento base en un arriesgado descenso a través de una escala de cuerda.

         Como sucederá en King Kong, la expedición vuelve a la «civilización» con un ejemplar de dinosaurio que, ¡no podía ser de otro modo!, acabará escapando de su jaula para sembrar el pánico entre la población antes de destruir el puente de la Torre de Londres y precipitarse al Támesis, por el que se aleja nadando ante la decepción del científico que quería reivindicar su nombre ante la sociedad que lo calificaba de chiflado por sostener que esas bestias antiquísimas aún existían. Lo que no impide, no obstante, es que la hija del explorador y el periodista consumen su compromiso, a pesar de que un amigo del padre y protector de ella se había figurado que sería capaz de seducirla para convertirla en su mujer.

         De verdad, si de pequeño a uno se le han abierto los ojos como platos ante películas como King Kong u otras de cariz semejante, sentarse a ver esta reliquia es el ejercicio perfecto para recuperar esa mirada y sentirse de nuevo el niño que fue: lleno de admiración por esas expediciones atrevidas y llenas de espíritu científico cuyo fomento tanto se echa de menos hoy en los planes de estudio.

         No hace mucho critiqué en este Ojo La mujer y el monstruo, de Jack Arnold, de la que esta versión del clásico de aventuras de Doyle puede considerarse hermana mayor, y, en efecto, ambas plantean situaciones muy similares, aunque la fantasía desbordante de Doyle exige una credulidad infinitamente mayor que la de Arnold. Con todo, es tan exquisita la puesta en escena de esos espacios amazónicos y de los obstáculos que ha de vencer la expedición que el espectador se deja llevar muy cordialmente de la mano del director y asiente, ¡hasta con entusiasmo!, a todos los efectos especiales, erupción volcánica incluida.

         Debe en cuando se ha de volver la mirada hacia los intrépidos inicios del cine, que se atrevía con todo, ¡hasta con los viajes espaciales desde su mismísimo nacimiento!, para darnos cuenta del modo como todas esas fantasías llevadas a la pantalla han condicionado nuestra formación, nuestro modo de ver la realidad y de afrontarla. Sí el cine jamás se ha rendido ante lo imposible, del mismo modo que nuestros expedicionarios están dispuestos a poner en riesgo su propia vida para confirmar que lo imposible existe.

        

        

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