La venganza de los 47 samuráis |
Título original: Genroku chushingura
Año: 1941
Duración: 241 min.
País: Japón
Dirección: Kenji Mizoguchi
Guion: Kenichiro Hara,
Yoshikata Yoda. Obra: Seika Mayama
Música: Shiro Fukai
Fotografía: Kohei Sugiyama
(B&W)
Reparto: Yoshizaburo Arashi,
Utaemon Ichikawa, Chojuro Kawarasaki, Tokusaburo Arashi, Haranosuke Bando, Enji
Ichikawa, Mitsuko Miura, Choemon Bando, Daisuke Kato, Sensho Ichikawa, Mieko
Takamine, Shizue Yamagishi, Seizaburô Kawazu, Yôko Umemura, Ryu Okochi, Shinzo
Yamazaki, Isamu Kosugi, Ganemon Nakamura, Kunitarô Kawarazaki, Sukezo
Sukedakaya, Kikunojo Segawa, Shotaro Ichikawa, Kikunosuke Ichikawa, Shoji
Ichikawa, Iwagoro Ichikawa, Shinzaburo Ichikawa
Los amantes crucificados |
Título original: Chikamatsu
monogatari
Año: 1954
Duración: 102 min.
País: Japón
Dirección: Kenji Mizoguchi
Guion: Yoshikata Yoda,
Matsutaro Kawaguchi. Obra: Chikamatsu Monzaemon
Música: Fumio Hayasaka
Fotografía: Kazuo Miyagawa
(B&W)
Reparto: Kazuo Hasegawa,
Kyôko Kagawa, Yôko Minamida, Eitarô Shindô, Haruo Tanaka, Eitarô Ozawa, Chieko
Naniwa, Tatsuya Ishiguro, Hiroshi Mizuno, Hisao Toake.
Mizoguchi o la
exploración del Japón tradicional: el código samurái y el amor adúltero.
Seguramente la
contemplación de estas cuatro horas de la película de samuráis de Mizoguchi,
sin que en toda la película haya sino una escena de violencia, ¡y justo al
comienzo de la misma!, puedo empezar a considerarla ya como una de esas proezas
de aficionado al cine que, sin reputarme fama de crítico fino, sí que me la
proporciona de espectador perseverante, que no es poco. No es cine mudo, como
si lo era el Napoleón inmortal de Abel Gance, también con sus cuatro
horas; pero sí que podríamos considerarlo «cine de cámara», esto es, un cine de
espacios cerrados en los que se conjura para vengar a un jefe de samuráis que
ha sido condenado a hacerse el harakiri, por agredir a un rival que lo
injuriaba, y hacerlo por la espalda en el transcurso de una ceremonia en
dependencias gubernamentales. Nadie discute la sentencia, pero sí que el
agresor, de quien arranca el movimiento verbal denigrativo que desata la
agresividad del condenado, salga incólume de la pendencia.
Contra la
lógica de la obediencia debida, uno de los samuráis que dependían del señor
condenado decide tramar la venganza, y hace firmar a los samuráis como él un
pacto de sangre para que el rival tenga la venganza que merece.
¡Qué bien
interpretó Jean Pierre Melville el código de los samuráis en su película El
silencio de un hombre! Puede decirse que toda la película es la larga
gestación de la venganza, pero pasan las estaciones, los años y todo parece
haber caído en el olvido, aunque sigue vigente la búsqueda de la ocasión, lo
que, de producirse la venganza deseada, va a acarrear el harakiri obligado para
todos los conjurados. Claro que hay historias paralelas que «acompañan» esa
larga espera, e incluso la de una doncella que decide vestirse de soldado y ser
admitida como aspirante a samurái, pero, por lo general, las reuniones largas y
con escasísimo diálogo lo que nos permiten es imbuirnos de ese espíritu de
«clan» que no se considerará satisfecho hasta vengar a uno de los miembros del
mismo injuriado tan gravemente.
Las escenas
colectivas tienen un mucho de ritual en el que todos saben cuál es lugar y sus
obligaciones, y la lenta vida de la aristocracia guerrera japonesa se despliega
ante nosotros con el encanto añadido de un vestuario fastuoso, sobre todo el
femenino, y nosotros seguimos esas evoluciones dentro o fuera de las casas en
estrechísimo contacto con la naturaleza, como si el tiempo se hubiera
detenido. Sigue latiendo, en la sombra
sorda, el retumbar estentóreo de la venganza diríase que eternamente pospuesta,
pero sabemos que ha de llegar, aunque ignoramos si llegaremos a contemplarla,
porque el estridente título, La venganza de los 47samuráis, promete una
acción que jamás aparece en escena, ¡y esa es la gran virtud de la película!,
el acercamiento oblicuo a la satisfacción de una deuda de honor en la que uno
empeña la propia vida, a sabiendas, y con pleno conocimiento. ¿Es una película
lírica? Eslo. ¿Es una película poética? Lo es. ¿Conocemos mejor, tras su
visionado, el código de honor samurái, tradicional del Japón? Lo conocemos.
Hemos de
despojarnos de ciertos prejuicios occidentales sobre el ritmo, el movimiento,
la acción y, sobre todo, la ley de las tres características narrativas:
planteamiento, desarrollo y desenlace. Desde el comienzo conocemos el
desenlace, y nos acercamos a él, sin embargo, con eterno agradecimiento a
Mizoguchi por la vereda hermosa por la que nos ha llevado durante tantas horas.
Insisto: se trata de una película solo apta para incondicionales de la cultura
oriental y del cine japonés en particular. Choca con nuestra mentalidad que
hasta la ira admita la conveniente ritualización; que, en ningún momento, los
samuráis amigos den rienda suelta a su necesidad de reparar el daño, de satisfacer
la más humana de las necesidades: la venganza. La preeminencia del código
frente a la espontaneidad de las reacciones humanas es de lo que nos habla la
película. De alguna manera, y a pesar de las diferencias culturales, no habría
de sernos un código ajeno, porque ya Ramon Llull en su Llibre de l’orde de
cavalleria fijaba no pocas de esas características como el ornato sustancial
del caballero medieval, del mismo modo que algunos siglos después Baltasar de Castigliones
en El cortesano, trazaría las del caballero humanista.
La película
discurre con la morosidad de una vida sujeta a pautas muy medidas y protocolos
muy estrictos, pero incluso así le es dado al espectador observar las pasiones
que se agitan en el interior de esos seres que no se permiten, como quien dice,
una voz más alta que otra y una acción fuera del orden establecido: ¡todo un
cursillo sobre una de las figuras tradicionales de la cultura japonesa!
Los amantes
crucificados es una obra de madurez, a diferencia de La venganza
de los 47 samuráis, y sigue la orientación de la crítica social que practicó
el autor en sus postrimerías. Si la he asociado con la anterior es porque la
película es una adaptación a la pantalla de la obra de un autor del siglo XVII,
Chikamatsu Monzaemon, a quien los japoneses consideran su Shakespeare
particular. La crucifixión, entonces, fue la modalidad de pena capital que
sufrían los amantes que incurrían en adulterio. ¡Y a fe que es escalofriante,
de pura emoción estética, la aparición de la imagen de dos de ellos en medio de
la trama, como una prolepsis! La historia es muy prosaica y tiene que ver con la
empresa de calendarios que rige un hombre que tiene en su nómina al mejor
artista creador de calendarios que se venden en todo el país, la capital y la
Corte incluidas. Mohei, a quien ni
siquiera respetan que pueda caer enfermo, pues lo obligan a atender a los
clientes y a trabajar después en un diseño especial para un cliente exigente,
es el creador que ha permitido al empresario tanto éxito comercial. Vive en la misma
casa que los dueños, que es, a su vez, la sede de la empresa en la que decenas
de trabajadores se afanan en la confección de esos calendarios que nutren las
necesidades del país. La esposa del dueño, Osan, tiene un hermano que, por
pecar de artista, se dedica a la vida muelle y confía siempre en que los
préstamos de su hermana lo saquen de las deudas que contrae. El problema es que
la pobre mujer no sabe ya de dónde sacar el dinero sin que su marido o sospeche
o se lo niegue, y, por eso, recurre a Mohei para que o bien interceda por ella
ante el marido o bien, como administrador de la empresa que es, aparte de
dibujante, se lo consiga. Y en esa acción tan fútil se asienta un drama
pasional intensísimo que nos mostrará el calvario que, por una falsa acusación
de adulterio, habrán de sufrir los protagonistas. La vida en el interior de la
casa, con el bullicio de los trabajadores, las entradas y salidas del servicio,
con ese trajín constante de puertas correderas que se abren y cierran, una de
las características de la arquitectura japonesa: no hay puertas de bisagras:
todas son correderas, pone de relieve una suerte de caos ordenado en el que
todos saben cuál es su lugar y cuáles sus límites, aunque Mohei, le cueste lo
que le cueste, está dispuesto a traspasarlos por el respeto y el afecto que le
tiene a la mujer de su amo. Lo que no esperaba él es que, cuando está firmando
unas hojas en blanco con el sello del amo, sea observado por un trabajador que
le reclama una comisión por guardar silencio. Frente a ese chantaje, Mohei opta
por lo que dicta la honestidad: confesárselo a su amo. A partir de ese momento,
porque la mujer no soporta la incredulidad y agresividad de su esposo y decida
irse de casa, se inicia un periplo de huida de los falsos amantes que, ¡y cómo podía
ser de otro modo!, acaban descubriendo y aceptando un amor que habían ocultado
por la dispar situación de cada cual y por la rigidez de la vida social, que
hubiera hecho imposible que se manifestara sin el castigo correspondiente.
Sí, estamos ante
un potentísimo melodrama, no exento de tintes costumbristas, que satisfará, a
mi leal entender, a todos aquellos seguidores de Sirk y Ophüls que a esta película
tan hermosa se acerquen, llena de detalles en la composición de los planos, tanto
interiores como exteriores, que complacerán al espectador más exigente.
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