Estilizada visión de la represión soviética en tiempos de Stalin: la NKVD.
Título original: Kapitan
Volkonogov bezhal
Año: 2021
Duración: 126 min.
País: Rusia
Dirección: Aleksey Chupov,
Natalya Merkulova
Guion: Aleksey Chupov, Natalya Merkulova, Mart Taniel
Reparto: Yuriy Borisov; Vladimir Yepifantsev; Aleksandr Yatsenko; Natalya
Kudryashova;
Timofey Tribuntsev; Igor
Grabuzov; Viktoriya Tolstoganova.: Fotografía
Mart Taniel.
Lo primero que
sorprende de esta película rusa de denuncia de los crímenes cometidos por la
NKVD (Comisariado del Pueblo para asuntos internos) es la estética punk de los
miembros de tan siniestra organización, como si los directores, el matrimonio
formado por Aleksey Chupov y Natalya Merkulova, hubiesen querido imprimir en su
película una suerte de perspectiva distópica que reforzara la idea de que la
institución criminal soviética no podía ser sino la creación de un delirio
ideológico llevado a la práctica por mentes enfermas de poder e ideología. Ese
chándal rojo, tan llamativo durante el desarrollo de la película en una
atmósfera de tonos apagados, pardos, grises, marrones oscuros, negros, etc., es
como un fogonazo de irracionalidad que se constituye en amenaza frente a la que
nadie reacciona, salvo para colaborar o en calidad de ejecutables, tras la correspondiente
denuncia y tortura, porque el Estado soviético consideró presuntamente
culpables a todos los ciudadanos soviéticos.
El ambiente
neonazi de esos fieles servidores del orden represivo soviético recuerdan a
todas las fuerzas represivas del mundo y la inclinación universal a vestir uniformes que no dejen lugar a dudadas
sobre el plano de poder en que se sitúan todos cuantos lo visten. De hecho, en
la realidad, los miembros del NKVD vestían con chaqueta marrón y pantalón azul
cobalto, color este último que destacaba con una banda que rodeaba la gorra preceptiva.
La mayoría de los militantes de la película son calvos o están rapados al cero,
lo que destaca esa comparación implícita con los violentos skinheads de no hace
tanto tiempo o las maras actuales, cuyos miembros rapados aprovechan para
extender al cráneo los tatuajes que los caracterizan e identifican.
A partir del
suicidio de un compañero de profesión, el capitán Volgonokov sufre una crisis de
identidad que le lleva a replantearse su terrible profesión. Esconde una carpeta
del archivo con sus últimos casos y se plantea exactamente lo que propone el
título: huir. Pero antes quiere buscar el perdón de algún familiar de sus
víctimas. Y en ese momento se inicia la persecución implacable que él habrá de
ir sorteando hasta el desenlace. Se trata, en el fondo, de una manera casi de
thriller redentor que nos permitirá ir conociendo la realidad de un Estado fallido
que solo se sustentaba gracias al terror, la más poderosa herramienta de «cohesión»
social jamás imaginada por el Poder.
La estética de
la película nos ofrece una realidad degradada, sórdida, fantasmagórica en la
que destaca, por encima de todo, la degradación material y espiritual.
Combinando flashbacks de la actividad del capitán, cuando estaba entregado
al ideal represor de su organización, con sus visitas a los damnificados de su insoportable
represión física, la búsqueda del perdón redentor del capitán asume una
inesperada dimensión religiosa que acaso sorprenda a algunos, pero que es
congruente con los siglos y siglos de dominación cristiana de los rusos, tan
creyentes como entregados al sagrado vodka, su alimento espiritual y material.
La realidad descrita, tanto exterior como interior, es la de una degradación
casi absoluta, como si el Estado no hubiera invertido jamás ni un rublo en la
mejora de las condiciones de vida de los rusos o de su bienestar material. De
hecho, la puesta en escena se acerca más a la miseria que a otra cosa, y la
atmósfera de ruina se manifiesta tanto en oficinas como, sobre todo, en viviendas,
en la falta de ellas y hasta en los centros de trabajo. En todos esos lugares
sórdidos que visita el capitán , cuyo uniforme tanto contrasta con la pobreza
de los lugares que visita, hallaremos gente destrozada por haber perdido un
familiar que, tras la correspondiente denuncia a las autoridades, jamás vuelve
a reunirse con ellos. No obstante, incluso entre esos seres golpeados por la
pérdida, la propaganda oficial logra imbuirles la idea de que la persona «ejecutada»
era un ser traidor a la revolución y merecía, por consiguiente, el castigo de
su eliminación física.
La institución
represora del KNVD se nos presenta, pues, como una herramienta de la represión
en la que, por ejemplo, es considerado un héroe el encargado de ajusticiar a
las víctimas con la proeza de no gastar más de una bala. Y la secuencia en que
enseña a los «reclutas» su técnica, invitándoles después a ponerla en práctica,
como quien invita a disparar la escopeta de balines en un barracón de feria,
resulta especialmente horripilante. El perseguidor del capitán, a quien se le
exige que deje de dar que hablar, el capitán, para no desmoralizar a la
población, so pena de acabar él mismo ejecutado, va a erigirse en algo así como
el antagonista del capitán, a quien seguirá sus pasos para ir reduciendo el
círculo de la persecución y poder atraparle, con la inequívoca intención de
abatirlo. Desde esa perspectiva, la película se reviste con las trazas de las
persecuciones policiales muy propias del género y de otros parecidos, como Deliverance,
de John Boorman o La presa de William Friedkin, por ejemplo. Y tiene
éxito, porque, con un ritmo muy conseguido, mantiene en vilo al espectador
acerca de si los recursos de ambos oficiales permitirán a uno cazar a su presa
y al otro escaparse del acecho de quien comparte los mismos métodos de
supervivencia y acoso y derribo. En todo caso, ambas personalidades emergen con
un antagonismo que deja en evidencia la debilidad de los fundamentos de la
institución: una escuela de carniceros sin piedad, de asesinos profesionales y
torturadores sin entrañas.
La cruda
visión de aquella Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se ha llevado a
cabo, sin embargo, en la Rusia que, bajo el poder totalitario de Putin y sus
aliados económicos, los grandes magnates que hicieron su fortuna en el río
revuelto de la transición del comunismo a la supuesta democracia, más se parece al viejo original descrito. De
hecho, Putin fue un mediocre miembro de la KGB, la agencia soviética de
espionaje, pero a buen seguro que aprendió allí no pocos de los
recursos que le han permitido mantenerse en el poder tantos años.
La película es espectacular y merece ser vista. Y el plantel de intérpretes la elevan por encima de muchas producciones occidentales. La descripción de la vida en la NKVD, con los ritos propios de las organizaciones separadas del común de los mortales del Estado refuerza la idea de la distopía hecha realidad sangrante en aquella utopía que buscaba «el hombre nuevo» y encontró los más ancestrales instintos destructores de los orígenes de la humanidad.
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