Una de las cumbres indiscutibles del séptimo arte: la visión crística del zar, y religiosa del Imperio ruso.
Título original: Ivan
Groznyy I
Año: 1944
Duración: 100 min.
País: Unión Soviética (URSS)
Dirección: Sergei M.
Eisenstein
Guion: Sergei M. Eisenstein
Reparto: Nikolai Cherkasov; Serafima
Birman; Ludmila Tselikovskaya; Mikhail Nazvanov;
Pavel Kadochnikov; Mikhail
Zharov; Mikhail Kuznetsov; Vsevolod Pudovkin.
Música: Sergei Prokofiev
Fotografía: Eduard Tissé,
Andrei Moskvin (B&W).
Título original: Ivan Groznyy II: Boyarsky zagovor
Año: 1958
Duración: 88 min.
País: Unión Soviética (URSS)
Dirección: Sergei M.
Eisenstein
Guion: Sergei M. Eisenstein
Reparto: Nikolai Cherkasov; Serafima
Birman; Ludmila Tselikovskaya; Mikhail Nazvanov;
Pavel Kadochnikov; Mikhail
Zharov; Mikhail Kuznetsov.
Música: Sergei Prokofiev
Fotografía: Eduard Tissé,
Andrei Moskvin (B&W).
Pensaba,
después de ver las dos primeras partes de una trilogía que Eisenstein no pudo
llegar a completar, que estas dos partes de la historia de Iván IV, apodado El
Terrible, casi definen mejor la Rusia de Putin que propiamente la Rusia
soviética. De hecho, la segunda parte de la concebida trilogía, La conjura
de los Boyardos, de 1958, pero acabada y proyectada ante Stalin en 1946
hizo caer en desgracia al director, por el giro que dio a su personaje,
convirtiéndolo poco menos que un sádico y amante del poder a toda costa, y
sobre cualesquiera cadáveres de quienes se le opusieran, algo que incluso a
Stalin no le pasó desapercibido como retrato político.
La figura de
Iván IV, el primer Príncipe de Moscú que eligió el título de Zar (adaptación
rusa de César) por su admiración hacia la civilización romana, se narra en estas
dos partes con numerosas elipsis y un flash back sobre el asesinato de su madre
a mano de los Boyardos, rivales sempiternos de su familia, dejándolo con 8 años
a merced de las intrigas palaciegas, hasta que a los 13 es coronado emperador y
hace suya la misión casi evangélica de convertir Rusia en una sola nación,
disputándole el poder a los nobles y a los reinos vecinos, cuyas tierras y
habitantes anexa a su idea imperial. La gran madre Rusia, la Rusia de los
zares, se parece más a la Rusia de Iván el Terrible que la propia Rusia
soviética, dada la gran autonomía que esta concedió a las Repúblicas que
formaran la URSS y que, caído el muro de Berlín y desintegrado por inoperancia
el Estado soviético, fueron independizándose de Rusia y desmembrándola, y ahí
está la invasión de Ucrania como reacción propia de Iván El Terrible, más que
de la extinta URSS.
Ambas
películas son de tal calidad escenográfica, fotográfica e interpretativa que
merecerían un comentario como se ha hecho en muchas escuelas de cine: plano a plano.
No hay detalle que no sea significativo, y el montaje aparece como una
herramienta decisiva para la confección de una película que juega enormemente
con la riqueza de los primeros planos y las gesticulación de los intérpretes,
cuyas miradas, gestos, movimientos y palabras —aunque estas en muy menor
medida, de ahí la sensación de que estemos ante una película muda gran parte de
la proyección— construyen propiamente la narración. Eisenstein fue escenógrafo,
antes que director, y de ahí la grandiosidad de los espacios concebidos para la
película, lo que nos sitúa más en el terreno del teatro y de la ópera que
propiamente en el de la cinematografía, pero la sucesión de planos con que se
narran los hechos, que tienen mucho de psicológico, y de ahí los primeros y
primerísimos planos, consigue que la historia fluya y nos recree y nos enamore.
Si en la coronación
del zar este aparece como una reproducción mundana de la divina Maiestas
Domini, no tardaremos mucho en ver al zar en túnica blanca y la larga
cabellera suelta en otra iconografía crística que refuerza la idea
proclamada en su coronación de construir un Imperio en la tierra como el de
Dios en el cielo. Ello no solo responde a la visión política del paraíso en la tierra
que ha prometido siempre el comunismo, sino que es fiel a la verdadera
personalidad de Iván IV, una persona muy religiosa, aunque tuvo muchos
encuentros y desencuentros con los Patriarcas de Moscú, no siempre favorables a
sus ideas expansionistas y poco proclives a respaldar sus políticas represivas
contra sus enemigos, los Boyardos, y cualesquiera que quisieran oponerse a él.
De hecho, la segunda parte de la trilogía, La conjura de los Boyardos,
narra las luchas intestinas para apartarlo de la corona y entronizar a un pobre
débil mental que pueda ser dirigido por su ambiciosa madre, la principal
enemiga de los Vasílievich en el poder, tía de Iván. En esa segunda parte
también se nos habla de la policía instaurada por Iván IV, la Opríchnina, que se nos presenta,
propiamente, como la Gestapo alemana o la KGB soviética, un aparato
represor que viene a instaurar la proclama del nuevo emperador de todas las rusias:
«Sin terror no hay Imperio».
Aunque la
mayor parte de ambas películas transcurren en interiores, diseñados con una
majestuosidad que acrecienta los recursos fílmicos: las sombras que preceden en
las paredes a la aparición del Zar o de otros personajes, las puertas bajas
que, extrañamente, obligan a entrar o salir agachándose, las pinturas
religiosas cuyos detalles, como el ojo divino que juega un papel fundamental en
la ambigua relación del zar con su principal amigo y aliado, el Príncipe Andréi
Kurbski, la recreación con decorados de la catedral de la entronización,
la cámara también sale al exterior, con la filmación de la conquista de Kazán,
unas escenas de las que sin duda Kurosawa hubo de aprender no poco para su Ran,
por ejemplo. Pero la riqueza de los interiores, como el de la corte polaca
donde se refugia el Príncipe Kurbski, tras alejarse de Iván y declararse su
enemigo, es como de fábula oriental, y recuerda mucho las excelentes
escenografías del expresionismo alemán, del que Eisenstein también, a su vez,
debió de aprender lo suyo.
En La conjura
de los Boyardos se manifiesta muy notablemente el ambiguo papel de Kurbski,
dispuesto a cambiar su lealtad al zar de los Boyardos cuando todos creen que
Iván, enfermo al regresar de una expedición militar, ha muerto. Su agonía, con
los rituales de rigor, son un prodigio escénico, así como su «resurrección»,
que acentúa esa perspectiva crística de la que vengo hablando. La gran
sorpresa de esta segunda parte es la aparición del color, después de un prólogo
con el exilio de Kurbski y de un flashback en que se cuenta el asesinato de la
madre de Iván, que actuaba como Regente hasta que su hijo fuera coronado: una
secuencia llena de dramatismo mudo que deja a un hijo de ocho años huérfano y
lleno de resentimiento contra los Boyardos, pero cuya venganza dilata hasta las
escenas bufas del baile, unas secuencias musicales llenas de un vigor
extraordinario, y en las que el débil mental a quien la tía quiere entronizar,
es revestido con los ropajes y los símbolos del poder real, un cetro y un globo
del mundo, a quien el asesino del zar confunde con el zar mismo, asesinándolo.
A partir de ese momento, la represión de Iván, cuya aspecto se ha malignizado
de la primera a la segunda parte, no tendrá control, sobre todo por el poder
concedido a la policía, la segunda fase del terror, tras haber instaurado lo
que no existía, una guardia militar profesional para la defensa del Zar, a
sueldo del Estado.
Podríamos, si
descendemos a los detalles, estar folios y folios describiendo las maravillas
cinematográficas de estas dos partes de la trilogía inacabada, pero está claro
que ganarán mucho los hipotéticos lectores de esta crítica si la abandonan y se
sientan ante el televisor para asistir a un gran espectáculo. Que nadie se
extrañe, porque los códigos fílmicos son hoy muy distintos de los de hace casi
ochenta años, de la manera como se hace hincapié en el primer plano como
elemento descriptivo de situaciones que hoy exigirían no pocas secuencias. La
síntesis era, entonces, una virtud. Hoy les parece a algunos, cuando la ven,
que la película abusa de la elipsis o que cojea. Lo que sí les recomiendo es
que no pierdan de vista, en la composición del plano, ningún detalle, porque no
los hay anecdóticos, y sí muchos con alto contenido simbólico. Las fuentes en
forma de cisne en que se sirve el banquete de la boda del zar, por ejemplo,
aparecen blancos, en la primera parte, pero negros en la segunda, por ejemplo.
Y así sucede con muchos otros. Lo cierto es que tampoco es necesario requerir
esa atención, porque la sorpresa para muchos espectadores será de tal
naturaleza que no podrán apartar ni un segundo los ojos de la pantalla. Las he
vuelto a ver después de más de treinta años, y me siguen pareciendo un cine tan
atrevido y brillante como cuando las vi por primera vez.
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