miércoles, 4 de diciembre de 2024

«Iván el Terrible» y «La conjura de los Boyardos», de Sergei M. Eisenstein



Una de las cumbres indiscutibles del séptimo arte: la visión crística del zar, y religiosa del Imperio ruso.

 

Título original: Ivan Groznyy I

Año: 1944

Duración: 100 min.

País: Unión Soviética (URSS)

Dirección: Sergei M. Eisenstein

Guion: Sergei M. Eisenstein

Reparto: Nikolai Cherkasov; Serafima Birman; Ludmila Tselikovskaya; Mikhail Nazvanov;

Pavel Kadochnikov; Mikhail Zharov; Mikhail Kuznetsov; Vsevolod Pudovkin.

Música: Sergei Prokofiev

Fotografía: Eduard Tissé, Andrei Moskvin (B&W).

 

Título original:  Ivan Groznyy II: Boyarsky zagovor

Año: 1958

Duración: 88 min.

País:  Unión Soviética (URSS)

Dirección: Sergei M. Eisenstein

Guion: Sergei M. Eisenstein

Reparto: Nikolai Cherkasov; Serafima Birman; Ludmila Tselikovskaya; Mikhail Nazvanov;

Pavel Kadochnikov; Mikhail Zharov; Mikhail Kuznetsov.

Música: Sergei Prokofiev

Fotografía: Eduard Tissé, Andrei Moskvin (B&W).

 

          Pensaba, después de ver las dos primeras partes de una trilogía que Eisenstein no pudo llegar a completar, que estas dos partes de la historia de Iván IV, apodado El Terrible, casi definen mejor la Rusia de Putin que propiamente la Rusia soviética. De hecho, la segunda parte de la concebida trilogía, La conjura de los Boyardos, de 1958, pero acabada y proyectada ante Stalin en 1946 hizo caer en desgracia al director, por el giro que dio a su personaje, convirtiéndolo poco menos que un sádico y amante del poder a toda costa, y sobre cualesquiera cadáveres de quienes se le opusieran, algo que incluso a Stalin no le pasó desapercibido como retrato político.

          La figura de Iván IV, el primer Príncipe de Moscú que eligió el título de Zar (adaptación rusa de César) por su admiración hacia la civilización romana, se narra en estas dos partes con numerosas elipsis y un flash back sobre el asesinato de su madre a mano de los Boyardos, rivales sempiternos de su familia, dejándolo con 8 años a merced de las intrigas palaciegas, hasta que a los 13 es coronado emperador y hace suya la misión casi evangélica de convertir Rusia en una sola nación, disputándole el poder a los nobles y a los reinos vecinos, cuyas tierras y habitantes anexa a su idea imperial. La gran madre Rusia, la Rusia de los zares, se parece más a la Rusia de Iván el Terrible que la propia Rusia soviética, dada la gran autonomía que esta concedió a las Repúblicas que formaran la URSS y que, caído el muro de Berlín y desintegrado por inoperancia el Estado soviético, fueron independizándose de Rusia y desmembrándola, y ahí está la invasión de Ucrania como reacción propia de Iván El Terrible, más que de la extinta URSS.

          Ambas películas son de tal calidad escenográfica, fotográfica e interpretativa que merecerían un comentario como se ha hecho en muchas escuelas de cine: plano a plano. No hay detalle que no sea significativo, y el montaje aparece como una herramienta decisiva para la confección de una película que juega enormemente con la riqueza de los primeros planos y las gesticulación de los intérpretes, cuyas miradas, gestos, movimientos y palabras —aunque estas en muy menor medida, de ahí la sensación de que estemos ante una película muda gran parte de la proyección— construyen propiamente la narración. Eisenstein fue escenógrafo, antes que director, y de ahí la grandiosidad de los espacios concebidos para la película, lo que nos sitúa más en el terreno del teatro y de la ópera que propiamente en el de la cinematografía, pero la sucesión de planos con que se narran los hechos, que tienen mucho de psicológico, y de ahí los primeros y primerísimos planos, consigue que la historia fluya y nos recree y nos enamore.

          Si en la coronación del zar este aparece como una reproducción mundana de la divina Maiestas Domini, no tardaremos mucho en ver al zar en túnica blanca y la larga cabellera suelta en otra iconografía crística que refuerza la idea proclamada en su coronación de construir un Imperio en la tierra como el de Dios en el cielo. Ello no solo responde a la visión política del paraíso en la tierra que ha prometido siempre el comunismo, sino que es fiel a la verdadera personalidad de Iván IV, una persona muy religiosa, aunque tuvo muchos encuentros y desencuentros con los Patriarcas de Moscú, no siempre favorables a sus ideas expansionistas y poco proclives a respaldar sus políticas represivas contra sus enemigos, los Boyardos, y cualesquiera que quisieran oponerse a él. De hecho, la segunda parte de la trilogía, La conjura de los Boyardos, narra las luchas intestinas para apartarlo de la corona y entronizar a un pobre débil mental que pueda ser dirigido por su ambiciosa madre, la principal enemiga de los Vasílievich en el poder, tía de Iván. En esa segunda parte también se nos habla de la policía instaurada por Iván IV, la  Opríchnina, que se nos presenta, propiamente, como la Gestapo alemana o la KGB soviética, un aparato represor que viene a instaurar la proclama del nuevo emperador de todas las rusias: «Sin terror no hay Imperio».

          Aunque la mayor parte de ambas películas transcurren en interiores, diseñados con una majestuosidad que acrecienta los recursos fílmicos: las sombras que preceden en las paredes a la aparición del Zar o de otros personajes, las puertas bajas que, extrañamente, obligan a entrar o salir agachándose, las pinturas religiosas cuyos detalles, como el ojo divino que juega un papel fundamental en la ambigua relación del zar con su principal amigo y aliado, el Príncipe Andréi Kurbski, la recreación con decorados de la catedral de la entronización, la cámara también sale al exterior, con la filmación de la conquista de Kazán, unas escenas de las que sin duda Kurosawa hubo de aprender no poco para su Ran, por ejemplo. Pero la riqueza de los interiores, como el de la corte polaca donde se refugia el Príncipe Kurbski, tras alejarse de Iván y declararse su enemigo, es como de fábula oriental, y recuerda mucho las excelentes escenografías del expresionismo alemán, del que Eisenstein también, a su vez, debió de aprender lo suyo.

          En La conjura de los Boyardos se manifiesta muy notablemente el ambiguo papel de Kurbski, dispuesto a cambiar su lealtad al zar de los Boyardos cuando todos creen que Iván, enfermo al regresar de una expedición militar, ha muerto. Su agonía, con los rituales de rigor, son un prodigio escénico, así como su «resurrección», que acentúa esa perspectiva crística de la que vengo hablando. La gran sorpresa de esta segunda parte es la aparición del color, después de un prólogo con el exilio de Kurbski y de un flashback en que se cuenta el asesinato de la madre de Iván, que actuaba como Regente hasta que su hijo fuera coronado: una secuencia llena de dramatismo mudo que deja a un hijo de ocho años huérfano y lleno de resentimiento contra los Boyardos, pero cuya venganza dilata hasta las escenas bufas del baile, unas secuencias musicales llenas de un vigor extraordinario, y en las que el débil mental a quien la tía quiere entronizar, es revestido con los ropajes y los símbolos del poder real, un cetro y un globo del mundo, a quien el asesino del zar confunde con el zar mismo, asesinándolo. A partir de ese momento, la represión de Iván, cuya aspecto se ha malignizado de la primera a la segunda parte, no tendrá control, sobre todo por el poder concedido a la policía, la segunda fase del terror, tras haber instaurado lo que no existía, una guardia militar profesional para la defensa del Zar, a sueldo del Estado.

          Podríamos, si descendemos a los detalles, estar folios y folios describiendo las maravillas cinematográficas de estas dos partes de la trilogía inacabada, pero está claro que ganarán mucho los hipotéticos lectores de esta crítica si la abandonan y se sientan ante el televisor para asistir a un gran espectáculo. Que nadie se extrañe, porque los códigos fílmicos son hoy muy distintos de los de hace casi ochenta años, de la manera como se hace hincapié en el primer plano como elemento descriptivo de situaciones que hoy exigirían no pocas secuencias. La síntesis era, entonces, una virtud. Hoy les parece a algunos, cuando la ven, que la película abusa de la elipsis o que cojea. Lo que sí les recomiendo es que no pierdan de vista, en la composición del plano, ningún detalle, porque no los hay anecdóticos, y sí muchos con alto contenido simbólico. Las fuentes en forma de cisne en que se sirve el banquete de la boda del zar, por ejemplo, aparecen blancos, en la primera parte, pero negros en la segunda, por ejemplo. Y así sucede con muchos otros. Lo cierto es que tampoco es necesario requerir esa atención, porque la sorpresa para muchos espectadores será de tal naturaleza que no podrán apartar ni un segundo los ojos de la pantalla. Las he vuelto a ver después de más de treinta años, y me siguen pareciendo un cine tan atrevido y brillante como cuando las vi por primera vez.

         

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