domingo, 8 de diciembre de 2024

«Querer», de Alauda Ruiz de Azúa, anatomía del machismo en el País Vasco.

Querer: las cosas del PODER.

 

Título original: Querer

Año: 2024

Duración: 50 min.

País:  España

Dirección: Alauda Ruiz de Azúa (Creadora), Eduard Sola (Creador), Júlia de Paz (Creadora), Alauda Ruiz de Azúa

Guion: Alauda Ruiz de Azúa, Eduard Sola, Júlia de Paz

Reparto: Nagore Aranburu; Pedro Casablanc; Miguel Bernardeau: Iván Pellicer; Loreto Mauleón; Miguel Garcés; Natalia Huarte; Elena Sáenz; Elisabet Gelabert; Martxelo Rubio;

Adrián Santos; Iñaki Balboa; Itziar Aizpuru; Iñigo Aramburu.

Fotografía: Sergi Gallardo.

 

          Aunque no me entusiasmó Cinco lobitos, según expresé en mi crónica en este Ojo, me animé a ver esta miniserie llevado por la buena recepción que ha tenido, en términos generales. Y no me arrepiento, aunque, como me pasara con la película, tiene una buena cantidad de «sus más y sus menos» que son coherentes con la dificultad de abordar una cuestión tan peliaguda como la de los «secretos de un matrimonio» que no solo salen a la luz, sino que, además, se convierten en asunto público, dado que, con una denuncia de por medio, es un juez, en representación de la sociedad, quien tiene la última palabra sobre la existencia o no de un delito en el seno de esas relaciones, tradicionalmente reservadas, pero públicas en cuanto una de las partes se convierte en acusadora de la otra.

          De entrada, ¿quién puede estar en contra de que se condene la violencia, sea marital o no? La petición de principio de la película está clara, y se mueve más en el ámbito de lo ideológico que en el de lo jurídico, aunque, a medida que avanza la serie, por el hecho de haber juicio público, se imbrican ambos discursos y ahí sí que la serie se ajusta fielmente a la realidad.

          El planteamiento es radical desde el comienzo de la serie: una mujer se reúne con su abogada y quiere interponer una demanda por abusos prácticamente de todo tipo, pero, principalmente, psicológicos y sexuales, a su marido de más de treinta años. La pareja, acomodada, tiene dos hijos absolutamente distintos: uno moldeado casi a imagen y semejanza del padre, y de talante muy parecido a él, y otro, moderno, homosexual y no apegado a la esclavitud de la posición económica y el triunfo social, al menos en apariencia. De esta breve descripción, acaso demasiado sintética, se desprende ya una suerte de maniqueísmo en el planteamiento que es lo que va a permitir una evolución a lo largo de la narración, porque la historia va más allá de lo que podemos considerar el origen mismo de la historia y el «caso».

          Son las vidas de los cuatro personajes y su evolución, de lo que se nos habla en la película, aunque todo ello tiene como referencia central el proceso de divorcio y la denuncia por abusos, que desemboca en un juicio en el que participan los hijos, porque el padre se empeña en leerles la demanda judicial interpuesta contra él por su mujer, en la que le acusa de violencia sexual y otros delitos. Que los hijos formen parte tan activa de ese proceso judicial y que declaren en él, aunque la ley los exime de hacerlo para no perjudicar a ninguno de los litigantes, es un punto, a mi juicio, muy controvertido de la historia, y que se ajusta más a la necesidad del guion que, propiamente, a lo que intuyo que debe de ser lo común en esos casos: abstenerse, y no tomar partido, salvo que estemos hablando de violencias que han afectado también a los hijos, por supuesto. En todo caso, el juicio permite completar la visión que se tiene de los personajes, los hace más complejos y permite la deriva posterior en sus reflexiones individuales, que conducen a cambios de posiciones y comportamientos.

          La serie describe un mundo muy particular, el de las clases altas del País Vasco, y cómo ciertas psicologías de una sociedad muy conservadora se manifiestan y exhiben sus vínculos de poder. Los amigos del marido acusado, por ejemplo; su abogado; el intento de atraerse a sus hijos a su causa, magnificando el despropósito de unas acusaciones cuyos fundamentos los hijos ignoran a medias: uno totalmente, el otro solo en parte…; todo nos conduce hacia lo que late en el fondo de la separación: el poder del marido y la sumisión de la esposa, hasta que decide, los hijos ya criados, y el hecho de que otros vientos diferentes y liberadores soplen en la sociedad española en general, liberarse del suplicio, en parte asumido libremente por ella, e iniciar una nueva vida desde una dificultad extrema, porque los ingresos del marido le han permitido dedicarse a su casa y a sus hijos, del modo más tradicional imaginable.

          La situación de la sumisión de la mujer sí que roza, a mi juicio, un cierto exceso de ficción, dado que se cargan las tintas ideológicas de un modo que acaso describa a un porcentaje no tan grande de las mujeres en España, aunque aún numeroso, sin duda. Me refiero a que cuesta trabajo simplemente imaginar —algo que ni siquiera he visto, hasta ese extremo, en el matrimonio de mis padres en pleno franquismo— que la mujer no tenga sino la condición de «esclava» del marido, la casa y los hijos, que no tenga acceso a los bienes gananciales, que absolutamente ningún bien del matrimonio esté a su nombre, de que viva de lo que el marido tiene a bien darle, de que acepte ser excluida de la relación con su propia familia, porque al marido le parece poco menos que un desdoro… Si a eso añadimos la resignación a las prácticas sexuales permanentemente fingidas por su parte, provocadoras de dolores e incluso desgarros vaginales, como se explicita en el juicio…,  no cabe duda de que estamos ante un caso de «esclavismo» consentido muy raro, dado que ni siquiera hay un fundamento religioso detrás, un factor que podría explicar perfectamente esa sumisión, dada su importancia sociológica en el País Vasco.

          La historia, teniendo en cuenta esos planteamientos acaso excesivamente sesgados, y que añaden un maniqueísmo que podría haberse evitado, se sigue con fluidez e interés, aunque resulta muy difícil, y ello es, sin duda, un valor de la serie, empatizar totalmente con cualquiera de los personajes cuyas vidas se vuelven públicas a partir de la denuncia y el juicio. Las personalidades de los cuatro resultan demasiado esquemáticas, y responden más a arquetipos que a individualidades complejas, hasta el punto de que ambos padres bien podrían ser considerados como personajes planos, si de una novela habláramos, porque apenas sufren evolución alguna desde el comienzo de la serie hasta el desenlace, pasados los años; algo que no ocurre en los hijos, sin embargo, pero, en buena medida, esas evoluciones tienen su propio sesgo ideológico, algo comprensible solo en la medida en que es su propia vida cotidiana la que se ve transformada también.

          Lo anterior, de algún modo, se refleja en los intérpretes, cuyas representaciones van tan ajustadas al determinismo que rige sus conductas, que nos parecen excesivamente monolíticos, aunque algunos cambios hay que nos permiten apreciar favorablemente sus desempeños. Mientras que la protagonista, Nagore Aranburu, no se permite ni un desfallecimiento en su indignación telúrica, un exceso, se mire como se mire; el marido, Pedro Casals, tiene un abanico de registros con los que exhibe una diversidad de comportamiento que engrandece su representación; algo que le sucede, también, al hijo mayor, Miguel Bernardeau, pero no a su hermano, de línea más parecida a la de la madre, Iván Pellicer. En conjunto, sin embargo, brillan a un alto nivel, lo mismo que los secundarios, aunque acaso se cargan las tintas innecesariamente en la hiperideologización de la abogada, Loreto Mauleón, casi más interesada en la denuncia social del machismo que en la propia articulación de la defensa de su representada.

          En la medida en que la película es larga, porque las miniseries son esas películas que se han de estrenar como m miniseries para no asustar a los espectadores a una sala, aunque aún recuerdo la emoción de haber visto las casi cinco horas seguidas de Los misterios de Lisboa de Raúl Ruiz en una matiné gloriosa…, la película tiene muy variados momentos, de diferente intensidad, pero me ha chocado uno especialmente, el de la relación homosexual del hijo menor en la casa de la playa del matrimonio, cuando, sufriendo cierta violencia amorosa propia de la sexualidad, el hijo se identifica con la violencia sufrida por la madre. Me dejó perplejo, la escena, lo reconozco, porque no supe a qué atenerme, dado que el hijo suspende la relación con su pareja y sale a toda prisa de la casa…

          Lo importante de la serie, como lo ha sido la realización de Soy Nevenka, de Icíar Bollaín, consiste en trasladar a la sociedad la necesidad de establecer las relaciones amorosas en un plano absoluto de igualdad, la única manera de evitar los abusos que suelen derivarse de desigualdades tan manifiestas e hirientes como las que se describen en el caso del matrimonio de esta serie: más de amo y esclava, de PODER, en suma, que propiamente de QUERER.

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