Título original: Dark
Journey (The Anxious Years)
Año: 1937
Duración: 77 min.
País: Reino Unido
Dirección: Victor Saville
Guion: Lajos Biro, Arthur Wimperis
Reparto: Conrad Veidt; Vivien Leigh; Joan Gardner; Anthony Bushell; Ursula
Jeans; Margery Pickard; Eliot Makeham; Austin Trevor; Sam Livesey; Edmund
Willard; Henry Oscar; Laurence Hanray; Cecil Parker; Reginald Tate; Percy Walsh;
Robert Newton; William Dewhurst; Laidman Browne; Anthony Holles.
Música: Richard Addinsell
Fotografía: Georges Périnal, Harry Stradling Sr.
Título original: Le monocle noir
Año: 1961
Duración: 88 min.
País: Francia
Dirección: Georges Lautner
Guion: Pierre Laroche,
Jacques Robert. Novela: Colonel Rémy
Reparto: Paul Meurisse; Elga
Andersen; Bernard Blier; Pierre Blanchar; Jacques Marin; Jacques Dufilho; Albert
Rémy; Nico Pepe; Raymond Meunier; Marie Dubois.
Música: Jean Yatove
Fotografía: Maurice Fellous
(B&W).
Una de espías
sobre la Primera Guerra Mundial y una comedia de espías sobre la supervivencia
del nazismo tras la Segunda.
He aquí dos
muestras, en armonioso programa doble, del cine de espías que siempre ha tenido
tanto predicamento entre los espectadores. Se trata de dos muestras de muy
diferente naturaleza, una media superproducción y una ingeniosa y modesta
película, en tono de comedia, sobre los intentos de las élites de resucitar el
nazismo como solución a la compleja deriva del mundo tras su hundimiento como
locura política. En ambas ocupan el centro del terreno de juego los espías,
convenientemente camuflados y con suficientes coartadas que, ¡ay, Anfitrión!,
nunca acaban de ser ni definitivas ni del todo convincentes. Por elaboradas que
sean las pantallas tras las que operan, siempre hay un cabo suelto que alimenta
la sospecha y futuras «maniobras en la oscuridad» que ponen en riesgo ya la misión
correspondiente ya la propia vida de quienes se la juegan al servicio de sus
Estados.
En un país
neutral, Suecia, transcurre buena parte de la primera, La mujer enigma,
en la que una pareja bien desigual, Vivien Leigh y Conrad Veidt, juegan ese
sinuoso juego sutil de las apariencias, de los simulacros, una tela de araña en
la que nunca se sabe cuándo se ocupará el lugar de la mosca y cuándo el de la
araña. Ella tiene una tapadera como dueña de una tienda de modas que se nutre
de los originales parisinos para vehicular a través de ciertos estampados la
información que necesita el Ejército francés para programar algunas de sus
ofensivas o abortar las de sus enemigos. Él se presenta en Estocolmo con el disfraz de un noble cobarde que ha sido
desleal para con su patria, y cuyo único objetivo en la vida parece ser llevar
una vida de lujo y ser tenido por un frívolo don Juan, capaz de seducir a
cualquier mujer. Alrededor de ambos se teje, sin embargo, una red de asesinatos
que nos permite entender la verdadera dimensión trágica del negocio de la
información. En nadie se puede confiar, cualquiera es una amenaza insospechada.
Lo importante en este tipo de tramas lo consigue la película sobradamente: que
el espectador nunca sepa a qué atenerse ni, por supuesto, con qué carta quedarse,
pues la invención de los espías dobles, y aun triples nos lo complica todo.
Suerte, con todo, de la fiabilidad que nos merece un agente secreto inglés y su
capacidad persuasiva ante las autoridades suecas para lograr destejer la
intrincada madeja de unas prácticas por las que sus responsables, si pillados
en sus deleznables funciones, serán expulsados del país. Lo inevitable en la
película es justamente lo inverosímil que sucede: el enamoramiento entre los
dos espías servidores de intereses opuestos. A partir de ese momento, las
posibilidades de que uno u otro bando consiga sus fines se resuelve a través del
ingenio y de la violencia, y hay secuencias absolutamente virtuosas, como la
del anuncio de «Rebajas» y «liquidación de existencias» que sirven de pretexto
para llenar la tienda de clientes y lograr secuestrar a la espía, finalmente
delatada; o la secuencia de escaramuza naval entre una lancha de guerra
camuflada y un submarino alemán hacia el que llevan detenida a la espía
francesa.
Lo más
original de la película es la sutil mezcla de géneros entre la película de
espías y la comedia sentimental, porque esta segunda naturaleza de la película
nos permite centrar la historia en el ambiente frívolo, superficial, de la vida
lujosa de una capital neutral que vive ajena a las turbulencias de la guerra,
como preludiando los «felices veinte» que se apoderarán de todo el continente
un ambiente que contrasta, sangrantemente —aunque ese contraste no aparezca en
la película— con las horribles matanzas de la guerra de trincheras y armas
químicas que se vive en los frentes. El contraste, además, entre el
experimentado Conrad Veidt y la relativamente novata Vivien Leigh, en su
segundo papel realmente importante tras Inglaterra
en llamas, de William K. Howard, rodada el mismo año, es un aliciente de
primer orden para el espectador: los recursos de la sabiduría interpretativa
frente a la deslumbrante belleza y frescura de una actriz que, en dos años, iba
a conquistar el estrellato con una película que ha vencido al tiempo: Lo que
el viento se llevó. La película, así pues, tiene las dosis precisas de
intriga, de juego de equívocos, de
tensión y de casta seducción erótica que, con las escenas de acción,
perfectamente realizadas, le hacen pasar al espectador un muy buen rato, además
de admirar la labor de un clásico del cine como es Conrad Veidt, de quien en
este Ojo hemos criticado El hombre que ríe, de Paul Leni, una joya del Séptimo
Arte.
El monóculo
negro, por su parte, es una deliciosa comedia francesa que se aventura en el género
del espionaje desde una óptica plurinacional en el que se dan cita los agentes
de diferentes países con un fin común: seguir el rastro de un nazi
supuestamente huido de «la caída» y que habría vuelto a Europa para dirigir la
resurrección del partido nazi, de cuyo líder, Adolf Hitler, ciertos elementos
monárquicos con afán de desquite son auténticos devotos. El aire de
conciliábulo que tienen los invitados de un marqués seguidor de Hitler no es
muy disímil del de la película Lo que queda del día, de James Ivory, pero en
ese selecto grupo que añora al caudillo psicópata, hay un «comandante» ciego
que resulta ser un espía francés infiltrado en el grupo para saber de primera
mano si el supuesto huido de la Cancillería, muy próximo a Hitler está o no en
el castillo, una imponente mole en cuyos sótanos y pasadizos secretos habrá no
pocos cruces de disparos, carreras y emboscadas. El «pequeño mundo» de espías
que se conocen de haber coincidido en diversas zonas tensionadas —que se dice
ahora— del planeta nos va a deparar un entretenimiento en el que participan en
pie de igualdad contra el nazismo, los rusos, los alemanes, los ingleses y los
franceses, todos ellos, en diverso grado, sospechosos frente a los conjurados,
quienes se valdrán del conocimiento del castillo y de sus salidas para controlar
cualquier intento de desarticulación de su reducida organización. Que en ese
trajín la hija del marqués se enamore del espía ruso; que la secretaria del conservador
del castillo sea asesinada tras una tensa persecución nocturna, justo tras
haber llamado al timbre de la puerta de su amante, ahora enamorado de la espía
alemana, quien, a su vez, siempre ha estado enamorada del espía francés del
monóculo negro…; todo ello, pues, no deja de ser un hermoso juego de
revelaciones que va animando un planteamiento que, salvando todas las
distancias, me ha recordado, con otro tono, este menor, aquella joya de H.G.
Clouzot, Los espías, que recomiendo fervientemente.
Ha quedado
claro, imagino, que el sentido del humor es lo mejor de esta trama bien
conducida, con una puesta en escena maravillosa y con unos intérpretes que,
encabezados por Paul Meurisse, cumplen a plena satisfacción el desempeño en
unos roles que, aun formando parte de viejos clichés, imprescindibles en una
comedia con su punto de amable sátira, saben imponer una individualidad que
convence a los espectadores, escenas de tortura o asesinatos incluidas. Decir
de la película que respira l’esprit français por los cuatro costados puede que
disuada a algunos, pero a otros nos permite comprender la figura del comisario
y la del espía ciego que, recuperada la vista, se mueve con la gabardina y la
pistola como un Jacques Tati del espionaje. Nada de trascendente hay en la película,
pero todos los planteamientos retóricos sobre el mundo del espionaje son muy
efectivos, interesantes y, sobre todo, graciosos, que es de lo que se trata en
una comedia, ¿no?
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