miércoles, 25 de diciembre de 2024

«La mujer enigma», de Victor Saville y «El monóculo negro», de Georges Lautner. Programa doble de espías.



Título original: Dark Journey (The Anxious Years)

Año: 1937

Duración: 77 min.

País: Reino Unido

Dirección: Victor Saville

Guion: Lajos Biro, Arthur Wimperis

Reparto: Conrad Veidt; Vivien Leigh; Joan Gardner; Anthony Bushell; Ursula Jeans; Margery Pickard; Eliot Makeham; Austin Trevor; Sam Livesey; Edmund Willard; Henry Oscar; Laurence Hanray; Cecil Parker; Reginald Tate; Percy Walsh; Robert Newton; William Dewhurst; Laidman Browne; Anthony Holles.

Música: Richard Addinsell

Fotografía: Georges Périnal, Harry Stradling Sr.

 





Título original: Le monocle noir

Año: 1961

Duración: 88 min.

País:  Francia

Dirección: Georges Lautner

Guion: Pierre Laroche, Jacques Robert. Novela: Colonel Rémy

Reparto: Paul Meurisse; Elga Andersen; Bernard Blier; Pierre Blanchar; Jacques Marin; Jacques Dufilho; Albert Rémy; Nico Pepe; Raymond Meunier; Marie Dubois.

Música: Jean Yatove

Fotografía: Maurice Fellous (B&W).

 

Una de espías sobre la Primera Guerra Mundial y una comedia de espías sobre la supervivencia del nazismo tras la Segunda.

 

          He aquí dos muestras, en armonioso programa doble, del cine de espías que siempre ha tenido tanto predicamento entre los espectadores. Se trata de dos muestras de muy diferente naturaleza, una media superproducción y una ingeniosa y modesta película, en tono de comedia, sobre los intentos de las élites de resucitar el nazismo como solución a la compleja deriva del mundo tras su hundimiento como locura política. En ambas ocupan el centro del terreno de juego los espías, convenientemente camuflados y con suficientes coartadas que, ¡ay, Anfitrión!, nunca acaban de ser ni definitivas ni del todo convincentes. Por elaboradas que sean las pantallas tras las que operan, siempre hay un cabo suelto que alimenta la sospecha y futuras «maniobras en la oscuridad» que ponen en riesgo ya la misión correspondiente ya la propia vida de quienes se la juegan al servicio de sus Estados.

          En un país neutral, Suecia, transcurre buena parte de la primera, La mujer enigma, en la que una pareja bien desigual, Vivien Leigh y Conrad Veidt, juegan ese sinuoso juego sutil de las apariencias, de los simulacros, una tela de araña en la que nunca se sabe cuándo se ocupará el lugar de la mosca y cuándo el de la araña. Ella tiene una tapadera como dueña de una tienda de modas que se nutre de los originales parisinos para vehicular a través de ciertos estampados la información que necesita el Ejército francés para programar algunas de sus ofensivas o abortar las de sus enemigos. Él se presenta en Estocolmo con  el disfraz de un noble cobarde que ha sido desleal para con su patria, y cuyo único objetivo en la vida parece ser llevar una vida de lujo y ser tenido por un frívolo don Juan, capaz de seducir a cualquier mujer. Alrededor de ambos se teje, sin embargo, una red de asesinatos que nos permite entender la verdadera dimensión trágica del negocio de la información. En nadie se puede confiar, cualquiera es una amenaza insospechada. Lo importante en este tipo de tramas lo consigue la película sobradamente: que el espectador nunca sepa a qué atenerse ni, por supuesto, con qué carta quedarse, pues la invención de los espías dobles, y aun triples nos lo complica todo. Suerte, con todo, de la fiabilidad que nos merece un agente secreto inglés y su capacidad persuasiva ante las autoridades suecas para lograr destejer la intrincada madeja de unas prácticas por las que sus responsables, si pillados en sus deleznables funciones, serán expulsados del país. Lo inevitable en la película es justamente lo inverosímil que sucede: el enamoramiento entre los dos espías servidores de intereses opuestos. A partir de ese momento, las posibilidades de que uno u otro bando consiga sus fines se resuelve a través del ingenio y de la violencia, y hay secuencias absolutamente virtuosas, como la del anuncio de «Rebajas» y «liquidación de existencias» que sirven de pretexto para llenar la tienda de clientes y lograr secuestrar a la espía, finalmente delatada; o la secuencia de escaramuza naval entre una lancha de guerra camuflada y un submarino alemán hacia el que llevan detenida a la espía francesa.

          Lo más original de la película es la sutil mezcla de géneros entre la película de espías y la comedia sentimental, porque esta segunda naturaleza de la película nos permite centrar la historia en el ambiente frívolo, superficial, de la vida lujosa de una capital neutral que vive ajena a las turbulencias de la guerra, como preludiando los «felices veinte» que se apoderarán de todo el continente un ambiente que contrasta, sangrantemente —aunque ese contraste no aparezca en la película— con las horribles matanzas de la guerra de trincheras y armas químicas que se vive en los frentes. El contraste, además, entre el experimentado Conrad Veidt y la relativamente novata Vivien Leigh, en su segundo papel realmente importante tras  Inglaterra en llamas, de William K. Howard, rodada el mismo año, es un aliciente de primer orden para el espectador: los recursos de la sabiduría interpretativa frente a la deslumbrante belleza y frescura de una actriz que, en dos años, iba a conquistar el estrellato con una película que ha vencido al tiempo: Lo que el viento se llevó. La película, así pues, tiene las dosis precisas de intriga, de juego de equívocos,  de tensión y de casta seducción erótica que, con las escenas de acción, perfectamente realizadas, le hacen pasar al espectador un muy buen rato, además de admirar la labor de un clásico del cine como es Conrad Veidt, de quien en este Ojo hemos criticado El hombre que ríe, de Paul Leni, una joya del Séptimo Arte.

          El monóculo negro, por su parte, es una deliciosa comedia francesa que se aventura en el género del espionaje desde una óptica plurinacional en el que se dan cita los agentes de diferentes países con un fin común: seguir el rastro de un nazi supuestamente huido de «la caída» y que habría vuelto a Europa para dirigir la resurrección del partido nazi, de cuyo líder, Adolf Hitler, ciertos elementos monárquicos con afán de desquite son auténticos devotos. El aire de conciliábulo que tienen los invitados de un marqués seguidor de Hitler no es muy disímil del de la película Lo que queda del día, de James Ivory, pero en ese selecto grupo que añora al caudillo psicópata, hay un «comandante» ciego que resulta ser un espía francés infiltrado en el grupo para saber de primera mano si el supuesto huido de la Cancillería, muy próximo a Hitler está o no en el castillo, una imponente mole en cuyos sótanos y pasadizos secretos habrá no pocos cruces de disparos, carreras y emboscadas. El «pequeño mundo» de espías que se conocen de haber coincidido en diversas zonas tensionadas —que se dice ahora— del planeta nos va a deparar un entretenimiento en el que participan en pie de igualdad contra el nazismo, los rusos, los alemanes, los ingleses y los franceses, todos ellos, en diverso grado, sospechosos frente a los conjurados, quienes se valdrán del conocimiento del castillo y de sus salidas para controlar cualquier intento de desarticulación de su reducida organización. Que en ese trajín la hija del marqués se enamore del espía ruso; que la secretaria del conservador del castillo sea asesinada tras una tensa persecución nocturna, justo tras haber llamado al timbre de la puerta de su amante, ahora enamorado de la espía alemana, quien, a su vez, siempre ha estado enamorada del espía francés del monóculo negro…; todo ello, pues, no deja de ser un hermoso juego de revelaciones que va animando un planteamiento que, salvando todas las distancias, me ha recordado, con otro tono, este menor, aquella joya de H.G. Clouzot, Los espías, que recomiendo fervientemente.

          Ha quedado claro, imagino, que el sentido del humor es lo mejor de esta trama bien conducida, con una puesta en escena maravillosa y con unos intérpretes que, encabezados por Paul Meurisse, cumplen a plena satisfacción el desempeño en unos roles que, aun formando parte de viejos clichés, imprescindibles en una comedia con su punto de amable sátira, saben imponer una individualidad que convence a los espectadores, escenas de tortura o asesinatos incluidas. Decir de la película que respira l’esprit français por los cuatro costados puede que disuada a algunos, pero a otros nos permite comprender la figura del comisario y la del espía ciego que, recuperada la vista, se mueve con la gabardina y la pistola como un Jacques Tati del espionaje. Nada de trascendente hay en la película, pero todos los planteamientos retóricos sobre el mundo del espionaje son muy efectivos, interesantes y, sobre todo, graciosos, que es de lo que se trata en una comedia, ¿no?



 

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