El fatal desacuerdo entre las imágenes, la
narración y las emociones: Eleni, de
Angelopoulos o la frialdad del esteticismo que retrata la Historia.
Título original: Trilogia I: To Livadi pou dakryzei (Eleni)
Año: 2004
Duración: 170 min.
País: Grecia
Director: Theodoros Angelopoulos (AKA Theo Angelopoulos)
Guion: Theodoros Angelopoulos (AKA Theo Angelopoulos)
Música: Eleni Karaindrou
Fotografía: Andreas Sinanos
Reparto: Alexandra Aidini, Nikos
Poursanidis, Giorgos Armenis, Vasilis Kolovos, Eva Kotamanidou, Toula Stathopoulou, Michalis Yannatos, Thalia Argyriou.
Primer encuentro con
Angelopoulos y primer deslumbramiento visual seguido de una incomprensible
distancia emocional que me ha llevado a la frialdad, a la ausencia de empatía
con el exceso lacrimógeno y dramático en que la narración del director griego se
ha demorado durante casi tres horas, y
ello ha contribuido, en gran manera, la inexpresividad de la pareja
protagonista, un prodigio de atonía interpretativa que fiaba el buen éxito de
su cometido a la importancia de los hechos en los que se ven envueltos,
prácticamente desde 1919 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. A partir del retorno de los griegos de Odessa
después de que esta fuese tomada por los bolcheviques, se nos cuenta la
historia de dos hermanos, de diferente padres, que acaban teniendo dos gemelos
que, tras el parto, son entregados en adopción. El padre adoptivo de la joven
madre enviuda y quiere desposarse con la joven a la que ha criado en su casa
durante tantos años, pero esta, enamorada de su hermanastro, decide escaparse
de la casa con él justo el día de la celebración de la boda, un argumento de
inequívoca raíz lorquiana que se sitúa en los años de ascensión del fascismo, cuando
los griegos inmigrados desde la Unión soviética han de llevar una vida
miserable, en barrios de barracas y tratando de salir adelante en franca situación
de miseria. La película se decanta más hacia la poesía visual que hacia el
realismo puro y duro, y ello obliga a no reparar en determinadas incongruencias
sobre las fuentes de ingresos de los protagonistas ni el modo milagroso como pueden
sobrevivir sin oficio ni beneficio, días tras día en condiciones tan adversas.
La artificial búsqueda y parcial recuperación de los gemelos forma parte de los
meandros de una trama que hallan, sin embargo, en la puesta en escena la
verdadera dimensión de su razón de ser. La película, desde el comienzo, se estructura
en torno a una planificación de imágenes que en modo alguno dejan indiferente
al espectador, dada su belleza y su capacidad
tanto lírica como pictórica, ya sea la disposición de un pueblo que nace
junto al río como por arte de magia (y
de las oportunas e indispensables elipsis), ya un barrio de barracas en
Salónica, adonde huyen los novios de la persecución del padre, con sabor de
estudio con pedigrí, ya la desaparición del propio pueblo por una inundación,
con el inolvidable ballet de las barcas, ya el mágico teatro cuyos palcos,
cerrados con sábanas y cortinas son alojamiento de los inmigrantes rechazados.
Como el joven novio es músico, acordeonista, su aventura laboral se funde, al tiempo,
con la hermosa banda sonora de la película, momentos, todos ellos, de gran
densidad cinematográfica, pero incapaces de articular una narración compleja de
lo que pretende el director con su trilogía, de la que Eleni es la primer entrega:
narrar la historia de Grecia a lo largo del siglo XX. Curiosamente, esta
película de Angelopoulos me ha servido para fijar una doble filiación cinematográfica
ascendente y descendente. Por un lado, me ha parecido ver la película de un
hijo de Fellini, del creador de imágenes oníricas, pictóricas, escultóricas,
desde Giulietta de los espíritus
hasta el Satiricón, y, por otro, he
descubierto en Angelopoulos el padre fílmico indiscutible de su vecino turco,
Reha Erdem, el director de la inquietante Kosmos,
cuya puesta en escena en los barrios degradados de la fronteriza ciudad turca
donde transcurre la acción tanto tiene que ver con el de las chabolas de
Salónica. Decía, sin embargo, que las imágenes sin narración dejan coja una
película, excepto que queramos ver un pase de diapositivas con personajes
vestidos de época. El director narra
desde un apriorismo: nadie puede “no emocionarse” con los “perdedores” de la
Historia, con los oprimidos, los explotados, y ello le lleva a economizar al
máximo en los planteamientos narrativos, llenos de silencios y no pocas escenas
emotivas “por definición”, aunque no se haya hecho ninguna “inversión”
narrativa en presentarlas de manera que los espectadores se sientan partes de
esas acciones, en vez de privilegiados espectadores que valoran, sobre todas
las cosas, la belleza de las imágenes teatrales, excesivamente teatrales con
que nos deleita muy a menudo Angelopoulos, como cuando en uno de esos
malentendidos de la joven pareja, ella cree que él la va a abandonar para seguir,
en solitario, su carrera musical y, ni corta ni perezosa, se “disfraza” con el
vestido de novia con que huyó de su boda y de su padrastro y se va al borde del
mar, junto a un quiosco de bebidas en la que varios hombres acaban sucediéndose
en un baile por relevos con ella, una escena impecable desde el punto de vista
técnico: la iluminación, el color, la música, el suelo húmedo lleno de reflejos
luminosos, las sillas metálicas, el vestuario de ella y el de los hombres…,
hasta que llega quien no tarda en convertirse en su verdadera marido, si no se
me ha despintado la cronología de la acción, claro, que es lo que tiene la
creación de atmósferas en vez de ajustarse al hilo narrativo. La película, tan
amiga de lo simbólico, incluso reúne a los hermanos gemelos, combatientes
en bandos opuestos e incluso el reencuentro de la madre con el cadáver del
hijo, en un clímax supuestamente “desgarrador” que queda desvirtuado por el
apriorismo del que he hablado con anterioridad. Al marido, que finalmente
emigra a Usamérica, en los años posteriores a la depresión del 29, tampoco le
va muy bien y a duras penas sobrevive, sin poder en ningún momento, reunir el
dinero suficiente para que la familia se reúna con él. De hecho, acaba
alistándose para poder conseguir de manera más rápida la nacionalidad
usamericana, pero muere en una batalla. La historia, así pues, es más una
crónica de los desastres de la Historia que otra cosa y de cómo las vidas
individuales de las personas son, podríamos decir, juguete de esa maquinaria social en la que funcionan
como meros engranajes perfectamente sustituibles. Insisto, a pesar de la
morosidad excesiva de muchas escenas, la película, visualmente, es un disfrute
continuo y no decepcionará a quienes sean capaces de emocionarse con esa versión
hieráticamente personalizada de la Historia.
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