A medio camino entre el
patriotismo policial y un thriller de muchos quilates: La calle sin nombre o el apogeo de un monstruo del cine: Richard
Widmark, espectacular precedente y modelo del Robert Ryan de La casa de bambú.
Título original: The Street
with No Name
Año: 1948
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Director: William Keighley
Guion: Harry Kleiner
Música: Varios
Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)
Reparto_ Mark Stevens, Richard Widmark, Lloyd Nolan,
Barbara Lawrence, Ed Begley,
Donald Buka, Joseph Pevney, John McIntire.
Lo reconozco, empecé a
verla con mi Conjunta y nuestra hija y, pasados casi diez minutos de intensa
propaganda documental sobre los métodos de investigación del FBI, más la loa a
su director sempiterno, Edgar Hoover, decidimos que una película tan patriótica
habría de verla a solas, como siempre me ocurre con todas esas películas que no
acaban de entrar a la primera y entre las que, sin embargo, he descubierto
tantas joyas tan dignas de ser vistas. Nada más empezar me vino a la memoria
la película de Jules Dassin, La ciudad
desnuda, en la que se usa una técnica documental no lejana de la del
comienzo de esta de Keighley, pero la todopoderosa presencia de Nueva York en
la película de Dassin atenúa mucho la faceta propagandística de la película y
se reduce a una visión en tono de documental de la acción policial que,
enseguida, sigue los derroteros de una trama convencional de asesinatos misteriosos.
En La calle sin nombre, que tanto se
demora en ese preámbulo propagandístico, cuesta algo más entrar, pero en cuanto
aparece la figura del policía que se infiltrará en la organización para
resolver tres asesinatos pendientes de solución, la película cambia de la noche
a la mañana, porque los esfuerzos detectivescos del FBI, un canto a la
perspectiva científica desde la que se combate el crimen organizado, ceden ante
la poderosa trama del infiltrado, explotada no hace mucho en una película muy
notable de Scorsese, Infiltrados, que
bien puede entenderse como otra
contribución a la saga que inicia esta y sigue La casa de bambú, de Fuller. La presencia del topo en
organizaciones delictivas es un “clásico”, un tópico, y aquí en España, El lobo, de Miguel Courtois, siguió con éxito el modelo, que tanta tensión
sabe generar en el espectador a partir de situaciones muy cul-de-sac en las que
siempre esperamos lo peor. Hay una escena fantástica… Pero bueno, quizás
convenga comenzar por situar la trama. En la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, varias bandas intentan
revitalizar el auge de las mismas que se vivió en los años 30, con la ley seca de por medio. Ahora, entre los “escolares despiadados” que las dirigen,
sobresale la figura de Richard Widmark , un elegante jefe mafioso,
hipocondríaco, con temor cerval a las corrientes de aire y adicto al tubo inhalador
al estilo del de Vicks Vaporub que hizo furor en los años 60 y 70 en España. Se
trata de un psicópata cuya frialdad solo es comparable a su crueldad. No solo
es él elegante, sino que obliga a todos los miembros de su banda a serlo, si
quieren seguir a su servicio. Como dueño de un gimnasio en el que se gestan
combates amañados, se encuentra con el policía infiltrado cuando este cruza dos
asaltos con un “machaca” del jefe, bajo el reto de ganar 10$ por cada asalto
que le aguante. Sorprendido por el buen hacer del policía, el jefe lo contrata,
no sin antes haberse informado, a través de un contacto en la policía, sobre
los antecedentes del personaje que ha aparecido misteriosamente en el barrio,
esto es, en el “territorio” del jefe. Que el recién llegado ejerce un cierto
tipo de “hechizo” sobre el jefe es evidente, y en el caso de La casa de bambú daba pie para aventurar unas relaciones homosexuales por
parte del jefe que aquí, sin embargo, a pesar de la cordialidad entre ambos excombatientes,
no se sugieren, si bien la primera entrevista se produce, en la casa del jefe,
en el dormitorio, estando cada uno de ellos en una cama, en un clima de
intimidad que tampoco se corresponde con el nivel de su relación. En cualquier
caso, lo importante es que el recién llegado no tardará en levantar sospechas
y, finalmente, en ser tenido por el soplón que informa a la policía de las
acciones de la banda, gracias, sobre todo, al contacto con el responsable
policial de que disfruta el jefe de la banda y que explota como quiere. La
escena “fantástica”, cuya explicación dejé a medias, tiene que ver con lo cerca
que está el jefe de sorprender al infiltrado en la pesquisa del arma que, posiblemente,
haya sido utilizada para matar a las tres personas cuyos casos investiga la
policía para poder atrapar al jefe de la banda. En la casa abandonada donde
guardan las armas, el infiltrado dispara contra un colchón para extraer la bala
que sirva a los laboratorios policiales para la identificación del arma
homicida. El jefe advierte luz en el interior y, sigilosamente, entra en el
espacio abandonado para sorprender al intruso, pero no lo consigue. Hay un
momento, sin embargo, en que el jefe olfatea el residuo de olor a pólvora que
dejó el disparo contra el colchón, hasta descubrir enseguida lo que ha pasado,
ello lo lleva al recinto donde guardan las armas, una de las cuales aún guarda
el calor y el olor del disparo efectuado por ella. Poco a poco, a través de
escenas de gran poderío visual, llenas de los mejores claroscuros del mejor
cine negro, la película progresa implacablemente en el acorralamiento del mafioso,
al que la interpretación de Richard Widmark dota de una verosimilitud que crea,
de hecho, un modelo de villano. Dassin, no lo olvidemos, contará con él para
otro clásico del cine negro, Noche en la
ciudad, que rodó en Londres, antes de rodar, finalmente, en París, Rififi, una auténtica obra maestra del
mismo género. El tramo final de la película en el que se celebra una triple
emboscada es un final fantástico, representado en una antigua fábrica por cuyos
espacios desiertos y llenos de cachivaches en desuso los protagonistas se
enfrentan hasta que… Pero es mejor que cada espectador lo veo y lo disfrute.
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