La película-códice miniado o una
reflexión sobre el poder y el doble: Kagemusha,
de Akira Kurosawa o el deslumbramiento.
Título original: Kagemusha
Año: 1980
Duración: 180 min.
País: Japón
Director: Akira Kurosawa
Guion: Akira Kurosawa, Masato Ide
Música: Shinichiro Ikebe
Fotografía: Takao Saito, Masaharu Ueda
Reparto: Tatsuya Nakadai,
Tsutomu Yamazaki, Kenichi
Hagiwara, Daisuke Ryu, Masayuki
Yui, Toshihiko Shimizu.
Pues sí, como de todo
hace ya bastante más de 20 años, de haber visto Kagemusha hace 37, pero como he ido frecuentando la obra de
Kurosawa con cierta asiduidad y como sus imágenes, tan poderosas, difícilmente
se olvidan, he tenido la sensación, al revisitarla, de encontrarme exactamente
con lo que recordaba: el deslumbramiento. Me cuesta escoger una película
predilecta en la obra extraordinaria de este autor, y durante mucho tiempo
escogí Ikiru, aunque El perro rabioso, esa versión en
thriller de El ladrón de bicicletas, también
me tiraba lo suyo. La anécdota de la que parte la película, los enfrentamientos
entre grandes señores feudales y la necesidad de contar con un doble del
principal de ellos, porque siempre puede venir bien disponer de él, va progresando
hacia una reflexión sobre la naturaleza humana, la política y el destino que
recuerdan, en su planteamiento, la poderosa película de Rossellini, El general de la Rovere, aunque sin el
componente épico, sustituido, aquí, por una dimensión familiar y una cierta
mirada irónica que consiguen un espesor psicológico muy notable. Más allá de la
reflexión sobre el proceso de identificación
de un ladronzuelo con un reverenciado estratega militar implacable, bregado en
muchas luchas y temido por todos, la película es un prodigio de puesta en
escena, de uso del color y de la luz, además de algunas secuencias, como la del
sueño, que parecen inspiradas plenamente en la aventura psicodélica de los años
de la Década Prodigiosa, casi extraída directamente de una película poco vista
de Roger Corman, The trip (el viaje),
en la que se reproduce el viaje alucinógeno del LSD, algo tan de moda como la
terapia que siguió Cary Grant, y de la que se acaba de estrenar un documental.
No hay plano de la película, desde el travelín del soldado que corre entre los
soldados dormidos, castillo abajo, hasta las escenas de la batalla o las
estancias en las diferentes fortalezas, que no haya sido medido al milímetro.
Es difícil olvidar ciertos planos como el del hijo en el castillo que da al mar
o el jardín vertical contemplado casi como una pared al que se accede al salir
del interior de los aposentos del guerrero encarnado por el doble. Visconti
murió antes de su estreno, pero, de haberla visto, me imagino perfectamente el
deliquio estético que le habría producido, lindante con el estupor. Recordemos
que estamos en el siglo XVI y que los rígidos códigos de las cortes feudales y
de las leyes de la guerra se ven amenazados por la juventud de quienes se dejan
llevar por la ambición. El panorama es el de vivir bajo la amenaza constante de
ser asaltados y exterminados, de ahí la necesidad de, una vez fallecido el gran
Señor, poder engañar a los enemigos con su sola presencia, aunque vaya extendiéndose
poco a poco el conocimiento del engaño. Hay, pues, una doble historia en la historia
del doble, dado que el auge y la caída del mismo, centrada sobre todo en la relación
con su nieto, ni excluye la admiración de quien lo ha puesto en su sitio, ni el
desprecio de cuantos, sabido el engaño, lo tratan como el apestado que fue,
puesto que a punto estuvo de ser crucificado hasta la muerte. El final, si
acaso, me ha parecido que no estaba a la altura del resto de la película, porque
la presencia del impostor en el escenario de la batalla tiene algo de final de
cuento, más allá de lo verosímil y más acá de lo previsible. De todos modos, tanto
en la parte coreográfica de los movimientos de los ejércitos como en las
escenas íntimas de los interiores es tanta la belleza creada por Kurosawa que,
una vez revisitada, invita de nuevo a volver a hacerlo, con el lógico afán de
detenerse en ciertos planos y serenarse en su contemplación como en la de esas
líricas y sosegadoras pinturas tanto chinas como japonesas que constituyen un
arte sin igual. A ello contribuye poderosamente un riquísimo vestuario y unos
espacios, no por austeros, menos impactantes. Una joya que debemos
agradecer, con todo, a Coppola y a Lucas, quienes, en los tiempos difíciles del
director japonés, contribuyeron a sacarla adelante mediante la financiación
adecuada.
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