domingo, 7 de mayo de 2017

Una comedia muda (y sosa) repudiada por su autor: “Champagne”, de Alfred Hitchcock.



En el plano más inesperado, Hitchcock  se delata: Champagne o una fábula manida y sin interés, salvo el de haber sido dirigida por él.

Título original: Champagne
Año: 1928
Duración: 93 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guion: Eliot Stannard, Alfred Hitchcock (Novela: Walter C. Mycroft)
Música: Película muda
Fotografía: Jack E. Cox (B&W)
Reparto: Betty Balfour,  Gordon Harker,  Jean Bradin,  Ferdinand von Alten,  Fanny Wright, Jack Trevor,  Alexander D'Arcy,  Claude Hulbert,  Marcel Vibert,  Clifford Heatherley.

Noche de insomnio, y, sin auriculares inalámbricos aún -los de conexión óptica que exige el aparato de televisión son un sablazo de infarto-, nada mejor, pues, que ponerse “una muda” reduciendo al nivel 2 de sonido la musiquilla de una banda sonora que no siempre, en estas ediciones en DVD, es la que acompañó a la película en su estreno. Cualquier película de Hitchcock, por mala que sea, es suya, y con esta tautología quiero señalar que aun en el caso de la menos inspirada de las ficciones de don Alfred, el espectador atente descubrirá golpes de genio cinematográficos que es imposible que pasen desapercibidos, aunque no sirvan, claro está, para enderezar la narración ni para convencernos de haber visto “un Hitchcock”. Es el caso, por ejemplo, de las tomas que abren y cierran la película: una copa es rellenada con champaña, se levanta y se inclina como si la cámara se la bebiera para acabar viendo el fondo de la escena a través del “culo de vaso” de la misma. Eso, en el teatro español, sería la definición que hizo Valle del esperpento como técnica deformadora para asegurar que se captaba la tragedia de la realidad; en la película del gran Hitchcock se convierte sencillamente en un plano espectacular, desde el punto de vista técnico, y en algo así como un prólogo: cuanto sea vea, a partir de ahora, está alterado por las alegres burbujas de la bebida espumosa. Y arranca una película cuyo tema central no puede ser más banal: la hija de un multimillonario fleta un avión que ameriza, antes de hundirse, al lado del trasatlántico en el que viaja su novio, con quien quiere casarse, contrariando la voluntad del padre. Estamos delante, pues, de una clásica comedia de “escarmiento”, en la que el padre se presentará al final del viaje para anunciarle a su hija que se ha arruinado y que, a partir de entonces, han de transformar su tren de vida por su paso (angosto) de vida, lo que incluye, por ejemplo, que la hija decide buscar trabajo para contribuir al mantenimiento de ambos. Todo esto, como es fácil deducir, se contempla no desde el punto de vista de la realidad, o del drama, porque el desempleo lo es, sino desde el de la frivolidad de quien no tarda en enterarse de que el padre ha engañado a su hija. La presencia inquietante de un pasajero en el buque, al que encentra después en el bar donde encuentra trabajo vendiendo flores a los clientes -solo a los que lleven frac-, cuya mirada turbadora funciona como una intriga que le da algo de interés a la película, porque se convierte en “el rival” que intenta birlarle la novia al almibarado galán, todo ello, claro está, con unas maneras de gran vividor elegante, capaz, se diría, de seducir a la joven con su cortesía y sus atenciones. De toda la película, solo hay una secuencia que arranca la sonrisa e incluso una tibia risa en el espectador. Me refiero a la mala mar que atraviesa el buque y que tanto recuerda una escena de Chaplin que fue rodada con una tarima sobre un cilindro para conseguir el efecto de la marea en El emigrante. El resto de la obra casi se deja en manos del rostro de la protagonista, Betty Balfour, cuyo repertorio de miradas y visajes constituye el “plato fuerte” de la película, junto con las apariciones del intrigante “rival”. En conjunto, pues, la obra, a pesar de tener un cierto ritmo, no acaba de seducir al espectador, al menos a mi menda miranda, pues fui “pasando por” la película a la espera del fogonazo hitchcockiano que se ha hecho mucho de rogar en la escasa hora y media de la película, muy, pero que muy alargada innecesariamente. También hay alguna escena de vodevil, como el encuentro de los novios en el camarote del “rival”, con quien ella accede a viajar para volver a Usamérica, muy cerca ya de resolverse la película con la declaración del padre, otro cómico característico de la época que aquí se limita a un tic que, imagino, debería de ser algo así como una “marca de fábrica” de su identidad cómica, y poco más, la verdad. Luis Guillermo Cardona, en FilmAffinity, hace referencia a una obra, Gian Luigi Rondi. El cine de los grandes maestros. Emecé, en la que Hitchcock confiesa que Champagne sería la única película suya que repudiaría, y ello porque se vio obligado a rodar improvisando –“lo que más odio en el mundo”-, sin un férreo guion que seguir. Sea como fuere, no está de más asomarse, de vez en cuando, a la arqueología de ciertos autores, porque una carrera tan brillante como la de don Alfred también se ha construido con muchas tomas falsas…o casi.

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