En el plano más inesperado,
Hitchcock se delata: Champagne o una fábula manida y sin
interés, salvo el de haber sido dirigida por él.
Título original: Champagne
Año: 1928
Duración: 93 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guion: Eliot Stannard, Alfred
Hitchcock (Novela: Walter C. Mycroft)
Música: Película muda
Fotografía: Jack E. Cox (B&W)
Reparto: Betty Balfour, Gordon Harker, Jean Bradin,
Ferdinand von Alten, Fanny
Wright, Jack Trevor, Alexander
D'Arcy, Claude Hulbert, Marcel Vibert, Clifford Heatherley.
Noche de insomnio, y, sin
auriculares inalámbricos aún -los de conexión óptica que exige el aparato de
televisión son un sablazo de infarto-, nada mejor, pues, que ponerse “una muda”
reduciendo al nivel 2 de sonido la musiquilla de una banda sonora que no
siempre, en estas ediciones en DVD, es la que acompañó a la película en su
estreno. Cualquier película de Hitchcock, por mala que sea, es suya, y con esta
tautología quiero señalar que aun en el caso de la menos inspirada de las
ficciones de don Alfred, el espectador atente descubrirá golpes de genio cinematográficos
que es imposible que pasen desapercibidos, aunque no sirvan, claro está, para
enderezar la narración ni para convencernos de haber visto “un Hitchcock”. Es
el caso, por ejemplo, de las tomas que abren y cierran la película: una copa es
rellenada con champaña, se levanta y se inclina como si la cámara se la bebiera
para acabar viendo el fondo de la escena a través del “culo de vaso” de la misma.
Eso, en el teatro español, sería la definición que hizo Valle del esperpento
como técnica deformadora para asegurar que se captaba la tragedia de la realidad;
en la película del gran Hitchcock se convierte sencillamente en un plano espectacular,
desde el punto de vista técnico, y en algo así como un prólogo: cuanto sea vea,
a partir de ahora, está alterado por las alegres burbujas de la bebida
espumosa. Y arranca una película cuyo tema central no puede ser más banal: la
hija de un multimillonario fleta un avión que ameriza, antes de hundirse, al
lado del trasatlántico en el que viaja su novio, con quien quiere casarse,
contrariando la voluntad del padre. Estamos delante, pues, de una clásica comedia
de “escarmiento”, en la que el padre se presentará al final del viaje para
anunciarle a su hija que se ha arruinado y que, a partir de entonces, han de
transformar su tren de vida por su paso (angosto) de vida, lo que incluye, por
ejemplo, que la hija decide buscar trabajo para contribuir al mantenimiento de
ambos. Todo esto, como es fácil deducir, se contempla no desde el punto de
vista de la realidad, o del drama, porque el desempleo lo es, sino desde el de
la frivolidad de quien no tarda en enterarse de que el padre ha engañado a su
hija. La presencia inquietante de un pasajero en el buque, al que encentra
después en el bar donde encuentra trabajo vendiendo flores a los clientes -solo
a los que lleven frac-, cuya mirada turbadora funciona como una intriga que le da
algo de interés a la película, porque se convierte en “el rival” que intenta
birlarle la novia al almibarado galán, todo ello, claro está, con unas maneras
de gran vividor elegante, capaz, se diría, de seducir a la joven con su
cortesía y sus atenciones. De toda la película, solo hay una secuencia que
arranca la sonrisa e incluso una tibia risa en el espectador. Me refiero a la
mala mar que atraviesa el buque y que tanto recuerda una escena de Chaplin que
fue rodada con una tarima sobre un cilindro para conseguir el efecto de la
marea en El emigrante. El resto de la
obra casi se deja en manos del rostro de la protagonista, Betty Balfour, cuyo repertorio
de miradas y visajes constituye el “plato fuerte” de la película, junto con las
apariciones del intrigante “rival”. En conjunto, pues, la obra, a pesar de
tener un cierto ritmo, no acaba de seducir al espectador, al menos a mi menda miranda,
pues fui “pasando por” la película a la espera del fogonazo hitchcockiano que
se ha hecho mucho de rogar en la escasa hora y media de la película, muy, pero
que muy alargada innecesariamente. También hay alguna escena de vodevil, como
el encuentro de los novios en el camarote del “rival”, con quien ella accede a
viajar para volver a Usamérica, muy cerca ya de resolverse la película con la
declaración del padre, otro cómico característico de la época que aquí se
limita a un tic que, imagino, debería de ser algo así como una “marca de
fábrica” de su identidad cómica, y poco más, la verdad. Luis Guillermo Cardona,
en FilmAffinity, hace referencia a
una obra, Gian Luigi Rondi. El cine de
los grandes maestros. Emecé, en la que Hitchcock confiesa que Champagne sería la única película suya
que repudiaría, y ello porque se vio obligado a rodar improvisando –“lo que más
odio en el mundo”-, sin un férreo guion que seguir. Sea como fuere, no está de más
asomarse, de vez en cuando, a la arqueología de ciertos autores, porque una carrera
tan brillante como la de don Alfred también se ha construido con muchas tomas
falsas…o casi.
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