miércoles, 10 de enero de 2018

Algo más que severos daños colaterales: “La vida en tiempos de Guerra”, de Todd Solondz.


Diálogos de tú a tú en busca del nosotros, del perdón y del olvido (¿imposibles?): La vida en tiempos de guerra o la sexualidad marginal y/o delictiva.


Título original: Life During Wartime
Año: 2009
Duración: 98 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Todd Solondz
Guion: Todd Solondz
Fotografía: Edward Lachman
Reparto: Allison Janney,  Shirley Henderson,  Ally Sheedy,  Gaby Hoffmann, Michael Kenneth Williams,  Michael Lerner,  Charlotte Rampling,  Ciarán Hinds, Paul Reubens,  Chris Marquette,  Rich Pecci,  Dylan Riley Snyder,  Renée Taylor.


Dura, muy dura, esta película de Solondz, y tan bella como triste y  emocionante, porque nos retrata los complejos despojos psicológicos de pasiones prohibidas y una deconstrucción de la familia que no deja títere con cabeza. Podríamos hablar de una película escenificada dialógicamente, puestos en plan pedantesco, porque la película se abre con la escena de una pareja en un restaurante donde parecen intentar restañar ciertas heridas en su relación matrimonial, marcadas por esa distancia que hay entre ambos y la congoja que ambos, a su vez, comparten, una escena gimiente y sentimental que se ve alterada por la camarera que se acerca a pedirles la comanda y reconoce, por la voz, al pervertido sexual que no ha podido vencer su adicción, para humillación no solo de Joy, sino también del propio marido arrepentido de su flaqueza. A continuación, otra cena íntima en la que una pareja va poniendo en claro las condiciones mínimas que necesita su futura unión, y quién sabe si futuro matrimonio, nos sitúa, de nuevo, ante esa escena de diálogo trascendental en el que está en juego la posibilidad de una felicidad futura. La única historia individual que sigue a esos diálogos es la de un prisionero, cuya presentación en ultraprimerísimo primer plano en el que consume una gominola, impacta y desorienta a partes iguales. Cuando es puesto en libertad e inicia el viacrucis de la petición de perdón a su hijo mayor, de quien la historia da a entender que ha abusado sexualmente, entendemos el terrible drama del pederasta irreprimible que ha sido apartado  de la sociedad, dejando tras de sí unas secuelas que afectan al hijo pequeño, obsesionado tanto con a ausencia del padre como con la voluntad casi desesperada de no ser homosexual ni caer en las garras de uno. Las dos primeras mujeres de las que he hablado son hermanas. La primera vuelve al hogar familiar, y se instala en casa de la madre. Entones se reúne con  sus hermanas y a través de los diálogos con cada una de ellas seguimos descubriendo nuevas formas del fracaso existencial en tres niveles sociales distintos: Joy, la hermana de vida marginal; . Joy, la frágil mujer idealista y de estética retro hippy, que trabaja en la rehabilitación de convictos, es un personaje dibujado magistralmente por Solondz, una suerte de psicología pasivoagresiva (como aquella que definiera Woody Allen de un personaje interpretado por Mia Farrow, de quien poco después se divorciaría) que tiene un diálogo impresionante a media noche en un restaurante -el detalle de la camarera que le pregunta, al entrar en el local vacío, si tiene reserva, es muy significativo del especialísimo sentido del humor de Solondz, presente a lo largo de toda la película- con un antiguo novio suyo que acabó suicidándose, aunque de eso nos enteramos cuando el novio pasa de la lamentación a la ira y al deseo de venganza, porque descubre, muy tarde, que en vez de suicidarse él debería haberla matado a ella…Su disolución en polvo cuando intenta consumar su desesperación es un momento mágico de la película. Más adelante, se encontrará con el espectro de Allen, lo que provoca un intenso gag de humor negro… El intento de la hermana, Trish, por superar su matrimonio con el pederasta, la lleva a unirse a un divorciado, judío como ella, con quien va intimando aunque no sea su tipo. La aparición del hijo del divorciado y las escenas “familiares” de todos ellos entran, por derecho propio, en una antología del humor que va más allá de los chistes de judíos del propio Woody Allen, y con una mayor carga de profundidad. Trish está interpretado por una excelente actriz, Allison Janney, muy premiada. Su escena con el hijo pequeño en la cocina, cuando le revela que se siente renacer incluso sexualmente con su nuevo partenaire forma parte de esa serie de diálogos de tú a tú que, en este caso particular, se produce estando ella en una suerte de embriaguez no alcohólica, de la que despierta cuando el hijo le pregunta si aún se siente “húmeda”, según le ha revelado… Tras un breve encuentro del padre pederasta con una mujer en un hotel, una escena sórdida donde las haya, con una contribución espectacular de Charlotte Rampling, el encuentro definitivo de la película, el diálogo por excelencia de ese tú a tú en el que se busca con desesperación el forget o el forgiveness, que es algo así como el descreído leitmotiv de la película, es el que tienen en la universidad padre e hijo. Allí se ventila, sin odio aparente, algo muy profundo. En cualquier caso,  la imagen del encuadre del plano del hijo, en el juego plano contra plano del diálogo entre ambos, es tan poderosa que apenas necesita comentario, más allá de la constatación: el hijo, frágil, pero respetuoso con su progenitor, aparece entre dos carteles: a la izquierda, un mono tiene relaciones homosexuales con otro; a la derecha, el cartel de I’m not there, la película con varios actores sobre Bob Dylan. En la breve conversación el hijo confiesa no solo lo que el padre quiere oír, que es heterosexual y que no tiene fantasías sexuales agresivas, sino también que se ha especializado en antropología y que está estudiando las relaciones homosexuales entre los bonobos, una especie de chimpancés que hacen de las relaciones sexuales un modo de socialización que anula la violencia intragrupal. A la tercera hermana, que disfruta de una posición elevada, una actriz de éxito emparejada con Keanu (y hemos de sobreentender Reeves) se la retrata asustada por la súbita presencia de su trasnochada e idealista hermana, con quien acaba teniendo un diálogo poco menos que surrealista en las escaleras interiores de su mansión. No desvelo otros pormenores porque se trata de una película construida a través de esas secuencias dialógicas que sirven para desnudar a los personajes ante los espectadores, en un ejercicio de deconstrucción ciertamente doloroso. A lo que no me resisto es a loar el ejercicio estilístico de una puesta en escena medida y efectiva, con una fotografía que, por sí misma, es ya un valor absoluto del film. Edward Lachmann firma la fotografía de la magnífica película del otro Todd director, Haynes, Lejos del cielo y, anecdóticamente, también la del cartel de la película que encuadra al hijo ante el padre, I’m not there, igualmente de Haynes. Hay una atmósfera en esos encuentros que nos viene dada por la luz, sin duda, y confiere a la película un acabado de película cuidadísima y delicada, al tiempo, a pesar de las soterradas cargas de humor negro con las que Solondz nos permite respirar en medio de tantos dramas.

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