La metáfora de la identidad intercambiable o el buenismo político
en Israel: Mis hijos o una visión
femenina y positiva del eterno conflicto árabe-israeli.
Título original: Dancing
Arabsaka
Año: 2014
Duración: 105 min.
País: Israel
Dirección: Eran Riklis
Guion: Sayed Kashua
Música: Jonathan Riklis
Fotografía: Michael Wiesweg
Reparto: Tawfeek Barhom, Ali
Suliman, Yaël Abecassis, Razi Gabareen, Michael Moshonov, Daniel Kitsis, Marlene Bajali, Laëtitia Eïdo, Norman Issa,
Khalifa Natour.
Ignoro si una película
israelí la hemos de considerar cine étnico, como hacemos con una producción iraní
o una afgana, por ejemplo, pero de lo que no cabe duda es de que la película aborda
una de las más delicadas situaciones que imaginarse puedan en la política internacional:
la vida cotidiana en el estado de Israel y, especialmente, de su minoría árabe,
permanentemente sospechosa para las autoridades israelíes y par la mayoría
judía del país. Sí, es un choque de culturas y de resentimientos, un choque
entre auténticos “enemigos”, aunque los israelíes árabes suponen el 20% de la
población de Israel. He escogido esta película de Eran Riklis porque disfruté
muchísimo con la única suya que había visto: Los limoneros. Moverse en la vida cotidiana de ambas comunidades y
ver los puntos de intersección que se producen entre ellas no es un ejercicio fácil;
menos aún si se quiere mantener una suerte de objetividad que no caiga en el
panfleto o en la sumisión de la independencia crítica respeto de los extravíos
sociales de cada una de las comunidades, de ahí el interés de eta cinta, de ahí
el que advertí en Los limoneros, una
película más que recomendable, y que hará las delicias de quienes sin reducirse
a unos miopes sionismo o arabismo de pancarta, vayan más allá de las “circunstancias”
y pretendan comprender las vidas individuales de los personajes a toda costa.
Eso es lo que Eran Riklis nos ofrece en esta película dividida en dos partes
muy marcadas. De un lado, el retrato del personaje desde la infancia hasta la primera
juventud, en una pequeña ciudad israelí, dentro de la minoría árabe, un retrato
en el que, sutilmente, se nos explica el fracaso social del padre, a quien se
acusó de terrorismo, lo que acabó con su proyecto de graduarse en la universidad
y se reconvirtió en recogedor de fruta. Dada la inteligencia natural del hijo,
el padre se empeña en que vaya a estudiar a una universidad en Jerusalem en la
que la presencia de algún miembro de la minoría árabe es considerada una
auténtica rareza. Y ahí entramos en la otra parte de las dos muy marcadas que
tiene la película: la vida del joven estudiante en un ambiente universitario en
el que su presencia casi le obliga a tener que dar explicación de su presencia
en él. A través de su relación con un joven judío que enferma de ELA y sufre el
dramático deterioro de salud que acompaña a tan devastadora enfermedad, y de su
enamoramiento de una joven judía, amores que adoptan la clandestinidad como
forma de protección que rehúye el enfrentamiento con un medio hostil -y de ello
hay suficientes escenas en la película, como para justificar tal precaución- el joven Eyad irá comprendiendo la dificultad
y fragilidad de su posición en esa sociedad en la que su pertenencia a la
minoría árabe le dificulta incluso tener acceso a un puesto de trabajo. Tras
haber descubierto los padres de su novia que él es un joven árabe, prohíben a
la chica volver a la Universidad mientras Eyad siga en ella. Finalmente, él
toma la decisión de abandonar la Universidad y
seguir estudios a distancia para que ella, que además se ha enrolado en
el ejército, pueda seguir con sus estudios. Cuando consigue entrar como lavaplatos
en un restaurante, se percata de que buena parte de los cocineros y camareros
son árabes que se han israelizado nominalmente para ocultar sus orígenes. En
ese momento, tras descubrir azarosamente que en la foto del carnet de identidad
de su amigo enfermo ambos se parecen tanto como para que él pueda suplantar su
personalidad, decide probarlo para conseguir un puesto de camarero, lo que
consigue así que se presenta no como Eyad, sino Yonatan. Cuando la madre de Yonatan
descubre el uso fraudulento que Eyad hace de la personalidad de su hijo, toma
una decisión a la altura del profundo afecto que se profesan ambos jóvenes y
que ha llevado a Eyad a convivir con madre e hijo para convertirse en la principal
ayuda de la madre, cuyo marido murió de la misma enfermedad con 35 años: acepta
la suplantación, la convierte en un secreto entre ella y él que nunca nadie ha
de saber, y llevan el hecho incluso a la presentación de Eyad a los exámenes
con la personalidad de Yonatan, de tal manera que no solo acaba sus estudios,
sino que lo hace con unas notas como la madre jamás hubiera pensado que hubiera
podido conseguir su hijo. La decisión de Eyad se confirma, tras la muerte de
Yonatan, cundo este es enterrado como si fuera él mismo, Eyad, en un cementerio
árabe y siguiendo dicho rito ante la presencia de la madre y él, como únicos testigos.
Son escenas emocionantes, las del entierro, la del cadáver amortajado con la
túnica mortuorio comprada por la abuela en La Meca y la arena cayendo sobre tal derroche de
blancura y pureza. Es en ese momento cuando el título abandona el plano
metafórico para convertirse en una realidad que, nada más producida, ha de
volver a entenderse en una lectura metafórica nueva sobre los procesos de
renuncia que ha de seguir la sociedad israelí para superar la división que
lastra su futuro. Las interpretaciones alcanzan un nivel de veracidad propio de
esos actores que nos son desconocidos y que, en consecuencia, nos parece que no
interpretan, sino que “son” a quienes interpretan. La ficción, desde esa
perspectiva, pierde enteros en favor del documento social y, por ende, de una
realidad aún más impactante, porque se entiende que es la “verdadera”. No es
una película que deje indiferente, en efecto, y permite un ancho campo para el
debate. Dada la situación, y dada nuestra circunstancia política actual, ¡qué
fácil es pensar en la mala fe de la posición proisraelí del nacionalismo catalán,
sabiendo en qué situación de marginación social vive el 20% de sus ciudadanos
que no pertenecen al mainstream judío de la sociedad israelí! Pero la película
no merece que se la contamine con conflictos ajenos al suyo, que ya es, de por
sí, de auténtico órdago. Hace poco tuve la suerte de criticar en este Ojo otra película israelí que me pareció
una joya, El divorcio de Viviane Amsalem, de Ronit y Shlomi Elkabetz, y que
contribuye a que el espectador no israelí tenga un conocimiento más “real” de
una sociedad de la que tanto desconocemos y contra la que tantos tan
acerbamente se posicionan. Es tan dominante el conflicto identitario y social,
que el crítico advierte qué poco espacio le ha dedicado a una realización que
se pasea por Jerusalén con una sensibilidad espectacular para captar el ritmo
de la vida cotidiana de una ciudad tomada militarmente. Los interiores, así
mismo, como los encuentros de los jóvenes amantes en las tablas solitarias del teatro
de la Universidad, adquieren una dimensión escenográfica muy sugerente. No hay
más que contrastar la habitación que alquila Eyad con la de su amigo, donde acaba instalándose
después. El conflicto, pues, está presente en el plano estético porque la
estética de la pobreza y la marginación, como las dificultades de la familia de
Eyad para captar bien la señal de la televisión que les permita ver los canales
egipcios en vez de los israelís cuando informan sobre la guerra de los usamericanos
contra Irak, forman parte importante también de la realidad.
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