Una fábula moral al amparo del
poder de persuasión del discurso forense: The
Devil and Daniel Webster o no hay diablo que pueda con la política…
Título original: The Devil and
Daniel Webster (All That Money Can Buy)
Año: 1941
Duración: 112 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Dieterle
Guion: Dan Totheroh, Stephen
Vincent Benet
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Joseph August
(B&W)
Reparto: Edward Arnold, Walter Huston, James Craig,
Jane Darwell, Simone Simon, Anne
Shirley, Gene Lockhart, John Qualen,
H.B. Warner, Frank Conlan, Lindy Wade, George Cleveland, Thomas Mitchell.
Suprimir del título al
personaje de Daniel Webster, un congresista que cuida de sus electores y que
aspira a conseguir la Presidencia de Usamérica, un político a la vieja usanza
que tiene por fundamento de su ideología el contacto con el pueblo para
convertirse en vehículo de expresión de sus demandas; suprimirlo, digo, es
amputar voluntariamente esa dimensión político-constitucionalista que tiene la
película y que nos depara un final magistral para una fábula de sobra conocida.
En tiempos de escasez, y teniendo los campesinos deudas contraídas con el
usurero de la localidad, que ha vendido su alma al diablo, se proponen crear
una cooperativa para hacer frente a la terrible situación. Uno de los granjeros,
Jabez Stone, en una interpretación algo simple de James Craig, pero acorde con el estereotipo
de agricultor ingenuo y creyente incluso en lo milagroso, descubre en su pajar
un enorme montón de monedas de oro junto a un personaje extraño, socarrón y
persuasivo que lo convence para vender su alma al diablo a cambio de disfrutar
de unos tesoros con fecha fija, aquella en la que el vendedor hará valer su
derecho a poseer el alma del comprador. Ante la desconfianza de la madre y de
la esposa, Stone se propone “usar bien” su dinero, tras haber pagado al usurero
la deuda contraída con él: una escena en la que, sin mayores explicaciones,
gracias a la comparación de las monedas de Stone con las suyas propias,
deducimos que estamos ante otro condenado por Lucifer. La acción sigue el cauce
propio de estas fábulas, y el dinero no tardará en obrar los efectos esperables
en estos casos: la ebriedad del orgullo y del poder se irá apoderando del
personaje, a quien una picara diablesa, encarnado con convicción y maestría por
Simone Simon, la protagonista de La mujer
pantera, de Torneur, le dará los empujoncitos necesarios para conseguir
apartarlo del arduo camino del bien. Antes de ello, el congresista Webster poco
menos que ha “ungido” a Stone como su futuro sucesor, y después acaba siendo el
padrino de su hijo, un niño que parece haber heredado el diabólico carácter del
padre sumiso a su infame contrato. La secuencia del encuentro del congresista
con el niño, quien pretende azuzar los caballos del congresista con el
tirachinas y acaba recibiendo una tunda de azotes a manos de este, es una de
las más curiosas de la película, por la lección moral que el niño recibe por
parte del político. La película, en blanco y negro, y rodada íntegramente en estudio, acentúa con
el claroscuro de semejante contraste la deriva poseída del protagonista, y
consigue, junto a la puesta en escena, algunos efectos muy sugerentes como el
encuadre que nos muestra la antigua casa del granjero y, desde ella al fondo, el
palacio que se ha construido para vivir con Belle (Simone Simon) y a donde ni la
mujer legítima ni su único hijo ni su madre van. Los efectos especiales
relativos a la aparición de lo mejor de la película, el Mefistófeles interpretado
por Walter Huston, con su libreta de direcciones de las almas frágiles capaces
de sucumbir al terrible negocio de la venta del alma, son extraordinarios y
tienen su culminación en el baile de las ánimas en el palacio cuando el diablo
se lleva el alma del prestamista y el propio Stone está a punto de ser
arrastrado por Belle a ese baile de las ánimas en pena. Es importante recordar
un diálogo de la película en la que Stone se queja al hombre de que le había
garantizado la felicidad mediante el contrato, pero Mefistófeles le para los
pies enseguida, diciéndole que él se había limitado a venderle “todo lo que el
dinero pueda comprar”, y que ese era el único compromiso adquirido por él, de
donde inferimos que la condenación del protagonista obedece a ese pensamiento tan
común de que el dinero compra la felicidad. Cuando Daniel Webster ampara a
Stone en el granero donde se realizó el infame negocio, para no dejarlo solo
ante el cumplimiento del contrato y la entrega del alma, tiene lugar el giro de
la historia que sorprende por inesperado y por audaz: el congresista exige un
juicio justo en el que los jueces de los infiernos, Minos y Radamanto,
metamorfoseados en “viejas glorias” de la historia usamericana del delito,
dicten sentencia después de haber oído al abogado defensor, el congresista.
Esta perspectiva legalista, insólita y atractiva, nos aboca, sin embargo, a una
visión del patriotismo, de la Constitución, de los Derechos del Hombre, etc.,
que casa con la dimensión jurídica, ¡tan usamericana!, desde la que se enfoca
el problema del contrato de Stone con el Diablo. Hay una parte de melodrama no
desdeñable, en el enfrenamiento con su primera mujer y en el trasfondo propio
de esta historia mefistofélica, pero, en conjunto, tanto la perdición como la
redención de Jabez Stone consiguen instalarnos más en una película semiexpresionista
alemana que en una producción al uso usamericano. La austera vida campesina, la
pérdida total de la inocencia y la irrupción de lo maravilloso maligno contribuyen
a ello notablemente. Dieterle no es un cineasta tan conocido popularmente como
Lang o Murnau, pero películas como esta o Esmeralda
la zíngara, donde Charles Laughton hace una creación memorable del Jorobado
de Notre Dame, lo acreditan, sin duda, como uno de los grandes alemanes
exiliados al cine usamericano.
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