domingo, 28 de enero de 2018

Exaltación del pulp sci-fi: “El beso mortal”, de Robert Aldrich.


La artesanía del cine negro en una producción eleBada a obra mAestra: El beso mortal  o la rigidez fecunda de los códigos y la extravagancia del poder nuclear por medio…

Título original: Kiss Me Deadly
Año: 1955
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert Aldrich
Guion: A.I. Bezzerides (Novela: Mickey Spillane)
Música: Frank De Vol
Fotografía: Ernest Laszlo (B&W)
Reparto: Ralph Meeker,  Albert Dekker,  Paul Stewart,  Juano Hernández,  Maxine Cooper, Gaby Rodgers,  Wesley Addy,  Nick Dennis,  Jack Elam.


Con un memorable comienzo, los títulos de crédito suben en la pantalla sobre las imágenes de  una mujer vestida solo con una gabardina que corre por la carretera haciendo autoestop sin que nadie la recoja, hasta que se cruza en medio de la carretera para hacer parar a un coche cuyo conductor no es otro que el investigador privado Mike Hammer. Tras ser descubiertos por unos matones y ser torturada la mujer para revelar una información que no consiguen antes de que la maten, Hammer, aún vivo, es despeñado con el coche y con ella por un profundo terraplén , y aunque el coche se incendia, él consigue salir en el último momento y salvar la vida.. El único dato del que dispone Hammer es el oído por la radio: una mujer se había escapado de un sanatorio mental. La relación entre ambos en lo poco que dura antes de ser descubiertos solo da pie para que ella le deje un mensaje: recuérdame. Con tan escasos mimbres se inicia una investigación por parte de un detective muy peculiar: frío, distante, elegante, amante de los coches deportivos, sin principios, casi hierático en sus manifestaciones, excepto cuando se entera de que su mecánico ha sufrido un accidente bien sospechoso; el mismo al que le salva la vida cuando estaba a punto de arrancar el coche y hacer estallar una bomba, si bien luego detecta otra que solo estallaría al acelerar demasiado, y a esta es a la que se refiere, en argot de la delincuencia, como el beso mortal, si bien la petición de un último beso por parte de quien ha acabado apoderándose de la maleta que todos persiguen antes de acabar con él de un tiro parece encajar también en el título, pero lo cierto es que el protagonista la única vez que menciona la expresión es en relación con la bomba que quería hacerlo volar por los aires en el coche. Es evidente que hay un uso metafórico, porque ambos intentos de asesinato acaban pareciéndose enormemente, aunque la resolución del caso nos muestra la muy diferente naturaleza de los “explosivos”, uno de los cuales, el contenido del maletín, nos sitúa la película en la orbita de lo más parecido a la ciencia-ficción, dado el contenido nuclear del mismo. En aquellos años de la guerra fría, el control de la potencia nuclear venía a ser la apoteosis del espionaje que no reparaba en nada a la hora de hacerse con ciertos secretos, aunque la torpeza de ciertos seres ambiciosos e ignorantes, acaban provocando un desastre. Que la encargada de abrir la caja de Pandora del mal nuclear sea una mujer no puede deberse al azar, sino a una convicción ideológica profunda del autor. El detective nos ha mostrado que la mujer es para el apenas un instrumento mediante el que conseguir cierta información o cierta satisfacción, y está siempre supeditada a las necesidades dictadas por as circunstancias. La película, desde el punto de vista de la realización, es absolutamente espectacular desde el comienzo hasta un final que, a su manera, parece anticipar otro gran final cinematográfico, el de El planta de los simios. Que Hammer consiga rescatar a su secretaria y arrastrarla fuera de la casa mientras se internan en el mar, alejándose de la casa donde tiene lugar una explosión nuclear, es un final lleno de nervio cinematográfico y en modo alguno puede resultar ridículo el inicio de la formación del pequeño hongo atómico generado por la carga nuclear del maletín, si bien es cierto que la inverosimilitud de base es la propia existencia de un maletín-bomba nuclear que libera su energía en cuanto se abre el maletín, escondido, by the way, en la taquilla de un gimnasio… Lo importante, como en el ciclo artúrico, es la quest, sin embargo, y ahí todos y cada uno de los pasos de Hammer, y sus diferentes encuentros con el resto de los personajes sí que merecen la pena de ser seguidos con el ritmo indesmayable que Aldrich le imprime a la narración. La ciudad de L.A. sirve de escenario perfecto para las ideas y venidas de un investigador perspicaz, aunque desconcertado, porque en modo alguno puede imaginar un botín que concite semejantes precauciones y vigilancias. . No faltan, claro está,  los momentos difíciles de los que el héroe sabe salir con cierta elegancia y no menos astucia, pero eso sí que forma parte ya de la colección de tópicos que definen al personaje, un protagonista hosco, poco amable y desdeñoso. Su dureza “de fábrica” no lo vuelve ni atractivo ni simpático, pero su ser “de una pieza” consigue darle entidad y empaque, y, a la que se descuida, incluso deja traslucir algún rasgo de humanidad corriente y moliente. La sinfonía de planos y encuadres que usa Aldrich están en relación directa con la libertad del creador que no ha de rendir cuentas a una producción millonaria que exija beneficios seguros, y de ahí el reparto B que, sin embargo, cumple a la perfección para lo que Aldrich quería conseguir. Se trata, en definitiva, de un título de referencia en el cine de investigadores privados y la película, por su libertad creativa de la que dispuso Aldrich, ha quedado como un referente inexcusable del género negro.

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