El nudo corredizo de las ataduras del pasado: El extraño amor de Martha Ivers o poseer
un pueblo sin poseerse a sí misma.
Título original: The Strange
Love of Martha Ivers
Año: 1946
Duración: 116 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Lewis Milestone
Guion: Robert Rossen
(Historia: John Patrick)
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Victor Milner (B&W)
Reparto: Barbara
Stanwyck, Van Heflin, Lizabeth Scott, Kirk Douglas,
Judith Anderson, Roman Bohnen,
Darryl Hickman, Janis
Wilson, Ann Doran, Frank Orth, James Flavin, Mickey Kuhn,
Charles D. Brown.
Conviene, a menudo, volver
a clásicos que, sin haberlos olvidado del todo, sí hemos olvidado lo suficiente
de su trama como para plantarnos ante ellos con la renovada expectación de
quien asiste a una velada de estreno. El director de Sin novedad en el frente (1930), dirige un guion escrito por Rober
Rossen, quien debutaría como director un año después, nada menos que con Cuerpo y alma. Estamos en presencia,
pues, ante todo, de una historia excelente que Milestone narra con una
facilidad envidiable para arrastrarnos tras los pasos presentes de un pasado
que llega a la ciudad por accidente, el que tiene un conductor despistado
contra el poste que anuncia su ciudad natal, de la que salió tras unos hechos
que se nos narran en un prólogo con aroma a drama decimonónico y que está fechado
en 1928, un año antes del crack. 18 años más tarde, y debido a ese accidente,
uno de los protagonistas de unos hechos que acaban con la muerte de la tía y
tutora de la protagonista, hija de un hombre, su padre, un Smith, es decir, un
don nadie de quien la tía quiere que se olvide por completo, vuelve al pueblo y
acaba entrando en relación con los asesinos, hoy dueños, literalmente, de
Iverstown. Con la complicidad de su tutor académico, que ve una oportunidad de
oro en la muerte de la propietaria de Iverstone para que su hijo puede ir a la
universidad, el crimen se adjudica a un “extraño” a quien acaban cogiendo y condenando
a la horca. La historia, Love lies
bleeding, del dramaturgo John Patrick, el mismo de La casa de té de la luna de agosto, que también tendría adaptación cinematográfica
a cargo de Daniel Mann, admite las dos adscripciones genéricas: el melodrama y
el cine negro, una sociedad de miembros bien avenidos, porque es frecuente que
las historias sentimentales en dichas películas tenga tanto o mayor interés que
el desarrollo policiaco. En este caso, el primer amor de la protagonista, con
quien iba a marcharse del pueblo clandestinamente, regresa como un fracasado
que aún no parece haber encontrado su lugar en el mundo, mientras que la
asesina y su encubridor se reparten el control del pueblo que siempre ha sido pertenencia
de la familia Ivers: ella ha multiplicado el negocio familiar y él va a ser
elegido fiscal del Estado y es posible que no descarte, en un futuro inmediato,
presentarse para Gobernador, primero y para Presidente, después. En esa plácida
atmósfera que encubre la sangrante realidad de unas conciencias destrozadas por
el pasado: el fiscal es un borracho crónico que medra políticamente ante la
indiferencia de su mujer, con quien fue casado estratégicamente por su padre; y
ella, ante la aparición de su primer amor y cómplice de su rebeldía contra su tía,
se ve abocada a revivir un episodio que, a poco que él escarbe, puede acabar
con ella. En un juego de intereses y de fidelidades emocionales, el recién
llegado va a revivir, en compañía de una pequeña delincuente que trata de
escapar del regreso a la cárcel, una Lizabeth Scott bellísima y capaz de
enamorar al curtido vividor que representa van Heflin, con una propiedad a
pesar de que, en el desarrollo de la trama, será “vendido” por ella a la fiera
venganza del impotente fiscal, temeroso de que la presencia del rival, acabe
con su carrera y con las vidas de ambos, la suya y la de su mujer. La trama
progresa de una manera plenamente al uso de las tramas del cine negro, con un “extranjero”
que llega a una ciudad pequeña para “destapar” un grave caso de conciencia que
afecta a los poderosos de la misma, si bien en la película es la variante del
hijo nativo del lugar y amigo de la pareja poderosa la que añade a la trama una
perspectiva psicológica que engrandece la película: no es lo mismo traicionar a
un extraño que a un viejo amigo, por supuesto. Que la propia ciudad se haya convertido
en una extraña irreconocible, por la parte del recién llegado, es la
contrapartida de tal planteamiento. La puesta en escena cumple con todo los
requisitos del mejor cine negro usamericano, y desde el hotel hasta el bar,
pasando por la mansión donde se produce el desenlace de la película, no hay
espacio en el que los claroscuros de la fotografía no traduzcan los de las
almas de unos personajes atormentados por el recuerdo de una lluviosa noche de
truenos -que tanto atemorizan a la protagonista- y relámpagos. Para los amigos
de las curiosidades, Kirk Douglas debuta en el cine con un papel que poco o
nada tiene que ver con los que le harán famosísimo. Y Van Heflin está
espléndido en su papel de pícaro con principios. La complejidad de su relación
con la gélida propietaria del pueblo, que se trasluce en la reacción reluctante
que ambos, tanto él como ella, tienen recíprocamente cuando se besan por
primera vez tras veinte años de desencuentro no podían tener mejor actriz que
Barbara Stanwyck para darle vida: ambos tienen la sensación de haber besado al diablo... ¡Cuánto de las bondades de la película no se
deberán a tan extraordinarias interpretaciones! Las hechuras de la película,
con encuadres que en algunos casos, como los primeros planos de Lisabeth Scott,
se deben a la presión del productor, son las propias de la mejor época del cine
negro usamericano: vestuario, ambientes, mujeres fatales, pasiones arrebatadas,
una banda sonora que cobija adecuadamente la vorágine de emociones en juego, la
iluminación, la contención hipócrita de unos personajes y el escepticismo
burlón de otros, todo, en conjunto, nos permite asegurar que estamos ante un
clásico canónico, y con esa con vencimiento acabé de ver la película, en
efecto. Hay revisiones que te permiten afirmar que ciertas películas has tenido
la fortuna incomparable de verlas por primera vez varias veces.
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