jueves, 23 de enero de 2020

«Al final de la escapada», de Jean-Luc Godard, una ópera prima auroral.



¿Pueden o deben criticarse los «mitos»? La primera película de Godard es un desafío de amor al cine en el que hay tanta libertad creativa como devoción al cine usamericano.

Título original : À bout de souffle
Año: 1960
Duración: 89 min.
País: Francia
Dirección : Jean-Luc Godard
Guion : Jean-Luc Godard (Historia: François Truffaut)
Música: Martial Solal
Fotografía: Raoul Coutard (B&W)
Reparto : Jean-Paul Belmondo, Jean Seberg, Daniel Boulanger, Henri-Jacques Huet, Roger Hanin, Jean-Pierre Melville, Jean-Louis Richard, Claude Mansard, Jean-Luc Godard.

Al margen de reseñar, como en Ciudadano Kane, de Welles, el repertorio de innovaciones formales que suponen en la Historia del Cine películas como esa o la presente de Godard, lo cierto es que hay un reducido grupo de ellas que adquieren el marchamo de películas míticas a las que un crítico se acerca de nuevo  con la precaución que le impone lo “incuestionable”. Ni Persona o Fresas salvajes, de Bergman, ni Ordet, de Dreyer, ni Avaricia, de Stroheim, ni Vivir o Rashomon, de Kurosawa, ni El gabinete del Dr. Caligari, de Wienne o El último, de Murnau son obras sujetas ya al parecer de una nueva visión que las prive de un estatus que más de cien años de historia han decantado de forma, ya digo, literalmente incuestionable.  Podrá haber mayor o menor inclinación hacia unas u otras, pero todas ellas están en el olimpo del canon por derecho propio. Lo malo de ese canon es lo que tiende a aumentar, sobre todo porque, aunque parezca mentira, aún no creo que se haya valorado lo suficiente todo lo que se ha rodado. Quizás solo muestro mi ignorancia, pero me da la impresión de que hay un inmenso caudal de cine mudo lleno de obras que necesitan una urgente evaluación, y ahí está, sin ir más lejos, ese extenso Ford mudo en el que me gustaría entrar cuanto antes. Lo que está claro es que los aficionados tenemos la bendita obligación de regresar a ese canon y seguir confirmando la justeza del mismo.
Al final de la escapada, una historia de Truffaut muy al gusto de los directores de la nouvelle vague a los que el cine usamericano había encandilado, es, ante todo, una concepción de la historia que arrasa con las convenciones sociales y sigue los pasos de un sujeto por encima del bien y del mal que vive en el presente inmediatísimo, únicamente atento a seducir a una usamericana aspirante a escritora que vende el Herald Tribune por la calle, ataviada con una camiseta blanca con la cabecera del diario impresa en ella, como se solían vender los periódicos entonces, además de en los quioscos, y no le extraña a ningún espectador, porque esa actriz en esa película, Jean Seberg, que venía de haber rodado Juana de Arco, de Preminger, se convirtió en algo así como un símbolo de la “nueva mujer”, a muy pocos años de la revolución del 68.
Su belleza, su juventud, su manera de vestir, de penarse,  la relativa libertad sexual que proclamaba su actuación, su pasión por la vida en el momento, sin, aparentemente, pensar en el futuro ni inmediato ni lejano, ¡su fotogenia!, que está explotada en la película casi con delirio, como si su solo cuerpo fuera la historia principal de la película, del mismo modo que su apasionada relación con el delincuente más desvergonzado del mundo, un Jean-Paul Belmondo, con más de diez películas en su haber, que aquí borda el papel de un ser despreciable pero supuestamente irresistible, y de quien la Seberg se enamora hasta que descubre que es buscado por asesinato, momento en el que ha de tomar una decisión trascendental: seguir la estela de Bonnie&Clyde o colaborar con la policía. La película tiene el detalle de escoger la segunda opción -entiendo que no le chafo a nadie un final «cantado» para una película que nadie aficionado al cine ha dejado de ver- y propicia un final muy del gusto de los amores fou y de cierto cine como el de uno de los ídolos de Godard: Samuel Fuller. Dos cosas llamativas al respecto, el cortísimo papel del propio Godard alertando a la policía de la presencia del asesino, y el gesto de pasarse el pulgar por los labios que luego popularizaría el anuncio de Martini...
La secuencia de la intimidad en la habitación del hotel donde ella vive, cuando, antes de vestirse, se cubre con la camisa de él, quien aún yace en la cama, consigue fotogramas con el sello de la inmortalidad, una antología del estudio anatómico con una jovialidad, ligereza y naturalidad como no se estaba acostumbrado a ver en el cine anterior a Godard.
Todo parece pasar muy deprisa en la película, y el endiablado ritmo narrativo es, propiamente, el ritmo de la vida urbana en París, porque la película representa, por vez primera, un cine volcado hacia los exteriores en los que, como pasará dos años después, con Cléo de 5 a 7, de Agnès Varda, sorprenderemos a los transeúntes sorprendidos a su vez por el rodaje de la película, extras atípicos a su pesar de la misma.
En la pasión por la vida urbana, y por la propia ciudad de París, en la que aún las grandes atracciones turísticas «exigen» su aparición, Godard rueda con pulso firme y aun hasta vertiginoso una huida hacia la nada que no renuncia, sin embargo, a pesar del riesgo, al amor y al deseo. Las numerosísimas escenas de coche, aun sin persecución, tan propias del cine usamericano, alimentadas aquí por la necesidad que tiene el protagonista de robarlos, forman parte de ese mundo mítico que se registra en la película. Con todo, el protagonista masculino no es capaz de representar, para mí,  el atractivo que sin duda ejerce sobre la protagonista, acaso porque hay en ella una vena inconsciente y juvenil que ignora un verdadero planteamiento adulto de sí misma, algo a lo que, de forma abrupta, llega en el desenlace de la película.
Sorprende lo mucho que hablan los personajes, el grado continuo de confidencias que exponen y lo poco que ello sirve para trazar un retrato profundo de ambos: los vemos agitarse en «la espuma de los días» con un sentido de lo efímero, de lo transitorio que no parece compadecerse con el trasfondo dramático de la historia, que, finalmente, los alcanza y los obliga a definirse: el héroe joven que no se ve languideciendo en una prisión y la «falsa» heroína que acaba convertida en delatora para garantizar su propio futuro, orientado hacia la escritura y la publicación, más tentada por el submundo cultural que por el del hampa.
Es una película de personajes, sin duda, y de gestos cotidianos de una vida al margen de las convenciones, o mejor dicho, contra ellas. Con un irreprochable sentido del humor y con una libertad creativa e imaginativa como no se había visto antes en las pantallas francesas y europeas, en general,  aunque el Free cinema inglés ya había dado muestras de una actitud semejante, si bien en él se atendía más a los dramas que al espíritu jovial con que se plantea en el cine de algunos miembros de la nouvelle vague.
Siempre estamos a tiempo de volver a los clásicos, tanto en el cine como en la novela, porque en no pocos de ellos, como ocurre con El asno de oro, de Apuleyo o en esta película de Godard, vamos a hallar verdadera modernidad que tan ausente está de ciertas astracanadas contemporáneas más hijas de la banalidad que de la libertad creativa.

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