¿Pueden o deben criticarse los «mitos»? La primera
película de Godard es un desafío de amor al cine en el que hay tanta libertad creativa
como devoción al cine usamericano.
Título original : À bout de
souffle
Año: 1960
Duración: 89 min.
País: Francia
Dirección : Jean-Luc Godard
Guion : Jean-Luc Godard
(Historia: François Truffaut)
Música: Martial Solal
Fotografía: Raoul Coutard (B&W)
Reparto : Jean-Paul
Belmondo, Jean Seberg, Daniel Boulanger, Henri-Jacques Huet, Roger Hanin,
Jean-Pierre Melville, Jean-Louis Richard, Claude Mansard, Jean-Luc Godard.
Al
margen de reseñar, como en Ciudadano Kane, de Welles, el repertorio de
innovaciones formales que suponen en la Historia del Cine películas como esa o
la presente de Godard, lo cierto es que hay un reducido grupo de ellas que
adquieren el marchamo de películas míticas a las que un crítico se acerca de
nuevo con la precaución que le impone lo
“incuestionable”. Ni Persona o Fresas salvajes, de Bergman, ni Ordet,
de Dreyer, ni Avaricia, de Stroheim, ni Vivir o Rashomon,
de Kurosawa, ni El gabinete del Dr. Caligari, de Wienne o El último,
de Murnau son obras sujetas ya al parecer de una nueva visión que las prive de
un estatus que más de cien años de historia han decantado de forma, ya digo,
literalmente incuestionable. Podrá haber
mayor o menor inclinación hacia unas u otras, pero todas ellas están en el
olimpo del canon por derecho propio. Lo malo de ese canon es lo que tiende a aumentar,
sobre todo porque, aunque parezca mentira, aún no creo que se haya valorado lo
suficiente todo lo que se ha rodado. Quizás solo muestro mi ignorancia, pero me
da la impresión de que hay un inmenso caudal de cine mudo lleno de obras que necesitan
una urgente evaluación, y ahí está, sin ir más lejos, ese extenso Ford mudo en
el que me gustaría entrar cuanto antes. Lo que está claro es que los
aficionados tenemos la bendita obligación de regresar a ese canon y seguir confirmando
la justeza del mismo.
Al
final de la escapada, una historia de Truffaut muy al gusto de los
directores de la nouvelle vague a los que el cine usamericano había
encandilado, es, ante todo, una concepción de la historia que arrasa con las
convenciones sociales y sigue los pasos de un sujeto por encima del bien y del
mal que vive en el presente inmediatísimo, únicamente atento a seducir a una usamericana
aspirante a escritora que vende el Herald Tribune por la calle, ataviada
con una camiseta blanca con la cabecera del diario impresa en ella, como se solían
vender los periódicos entonces, además de en los quioscos, y no le extraña a
ningún espectador, porque esa actriz en esa película, Jean Seberg, que venía de
haber rodado Juana de Arco, de Preminger, se convirtió en algo así como
un símbolo de la “nueva mujer”, a muy pocos años de la revolución del 68.
Su
belleza, su juventud, su manera de vestir, de penarse, la relativa libertad sexual que proclamaba su
actuación, su pasión por la vida en el momento, sin, aparentemente, pensar en
el futuro ni inmediato ni lejano, ¡su fotogenia!, que está explotada en la película
casi con delirio, como si su solo cuerpo fuera la historia principal de la
película, del mismo modo que su apasionada relación con el delincuente más
desvergonzado del mundo, un Jean-Paul Belmondo, con más de diez películas en su
haber, que aquí borda el papel de un ser despreciable pero supuestamente
irresistible, y de quien la Seberg se enamora hasta que descubre que es buscado
por asesinato, momento en el que ha de tomar una decisión trascendental: seguir
la estela de Bonnie&Clyde o colaborar con la policía. La película tiene el
detalle de escoger la segunda opción -entiendo que no le chafo a nadie un final
«cantado» para una película que nadie aficionado al cine ha dejado de ver- y
propicia un final muy del gusto de los amores fou y de cierto cine como
el de uno de los ídolos de Godard: Samuel Fuller. Dos cosas llamativas al respecto, el cortísimo papel del propio Godard alertando a la policía de la presencia del asesino, y el gesto de pasarse el pulgar por los labios que luego popularizaría el anuncio de Martini...
La secuencia
de la intimidad en la habitación del hotel donde ella vive, cuando, antes de
vestirse, se cubre con la camisa de él, quien aún yace en la cama, consigue
fotogramas con el sello de la inmortalidad, una antología del estudio anatómico
con una jovialidad, ligereza y naturalidad como no se estaba acostumbrado a ver
en el cine anterior a Godard.
Todo
parece pasar muy deprisa en la película, y el endiablado ritmo narrativo es,
propiamente, el ritmo de la vida urbana en París, porque la película
representa, por vez primera, un cine volcado hacia los exteriores en los que,
como pasará dos años después, con Cléo de 5 a 7, de Agnès Varda, sorprenderemos
a los transeúntes sorprendidos a su vez por el rodaje de la película, extras
atípicos a su pesar de la misma.
En la
pasión por la vida urbana, y por la propia ciudad de París, en la que aún las
grandes atracciones turísticas «exigen» su aparición, Godard rueda con pulso
firme y aun hasta vertiginoso una huida hacia la nada que no renuncia, sin
embargo, a pesar del riesgo, al amor y al deseo. Las numerosísimas escenas de
coche, aun sin persecución, tan propias del cine usamericano, alimentadas aquí
por la necesidad que tiene el protagonista de robarlos, forman parte de ese
mundo mítico que se registra en la película. Con todo, el protagonista
masculino no es capaz de representar, para mí, el atractivo que sin duda ejerce sobre la
protagonista, acaso porque hay en ella una vena inconsciente y juvenil que
ignora un verdadero planteamiento adulto de sí misma, algo a lo que, de forma
abrupta, llega en el desenlace de la película.
Sorprende
lo mucho que hablan los personajes, el grado continuo de confidencias que
exponen y lo poco que ello sirve para trazar un retrato profundo de ambos: los
vemos agitarse en «la espuma de los días» con un sentido de lo efímero, de lo
transitorio que no parece compadecerse con el trasfondo dramático de la
historia, que, finalmente, los alcanza y los obliga a definirse: el héroe joven
que no se ve languideciendo en una prisión y la «falsa» heroína que acaba
convertida en delatora para garantizar su propio futuro, orientado hacia la
escritura y la publicación, más tentada por el submundo cultural que por el del
hampa.
Es
una película de personajes, sin duda, y de gestos cotidianos de una vida al
margen de las convenciones, o mejor dicho, contra ellas. Con un irreprochable
sentido del humor y con una libertad creativa e imaginativa como no se había
visto antes en las pantallas francesas y europeas, en general, aunque el Free cinema inglés ya había
dado muestras de una actitud semejante, si bien en él se atendía más a los
dramas que al espíritu jovial con que se plantea en el cine de algunos miembros
de la nouvelle vague.
Siempre
estamos a tiempo de volver a los clásicos, tanto en el cine como en la novela,
porque en no pocos de ellos, como ocurre con El asno de oro, de Apuleyo
o en esta película de Godard, vamos a hallar verdadera modernidad que tan
ausente está de ciertas astracanadas contemporáneas más hijas de la banalidad que
de la libertad creativa.
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