lunes, 20 de enero de 2020

«Cerezos en flor», de Döris Dorrie, o cuando los padres son un estorbo.



Una hermosa y triste película sobre las renuncias individuales, la ingratitud filial y el declive de la vejez…

Título original: Kirschblüten - Hanami (Cherry Blossoms - Hanami)
Año: 2008
Duración: 122 min.
País: Alemania
Dirección: Doris Dörrie
Guion: Doris Dörrie
Música: Claus Bantzer
Fotografía: Hanno Lentz
Reparto: Elmar Wepper, Hannelore Elsner, Aya Irizuki, Nadja Uhl, Maximilian Brückner, Birgit Minichmayr, Felix Eitner, Floriane Daniel, Celine Tannenberger, Robert Döhlert, Tadashi Endo.

Hace siglos de Hombres, hombres…, de Doris Dörrie, que me pareció una comedia inteligente y muy divertida, y desde entonces no había vuelto a ver ninguna obra suya, excepto La peluquera, aunque bien puedo confundirla con otra de idéntico argumento. Ahora, sin embargo, escogí Cerezos en flor en Filmin, que me nutre de la filmografía europea que tan poco dura en las salas comerciales y me he llevado una maravillosa sorpresa, porque la he visto, seguramente, con la edad “que toca”, esto es, con la de los protagonistas que, de cara a la vejez, a punto de retirarse él, ella no trabaja, descubren en una visita al médico que el marido, Rudi, está enfermo y le quedan pocos meses de vida. Trudi, entonces, decide visitar a sus hijos, que viven en Berlín, sin alarmarlos sobre la condición de desahuciado del padre, con el fin de que ambos disfruten de su “obra”, sus hijos, antes de que sobrevenga el fatal desenlace.
Estamos en presencia de lo que podría considerarse un remake de Cuentos de Tokio, de Yasujiro Ozu, pero también de Dejad paso al mañana, de Leo McCarey, una película aún más desgarradora que la de Ozu y en la que este posiblemente se inspirara, dado que la de McCarey es de 1937 y la de Ozu de 1953. En cualquier caso, ambas son de visión obligada para quien pueda haber que aún no las haya visto, y de revisión obligada para todos.
Un matrimonio alemán que vive en una pequeña localidad con rutinas muy marcadas, cuyos hijos hace tiempo que se han independizado, uno de ellos, el mayor, incluso se ha ido a vivir a Tokio para «liberarse» de la fuerte dependencia que tiene de la madre y del hogar familiar, se nos retrata de forma sucinta, pero suficiente para saber que la madre ha llevado una vida plena al lado de su marido y, al mismo tiempo, plenamente frustrada, porque abandonó por «la familia» su dedicación a la danza, especialmente a la danza oriental llamada Butoh, algo que a su marido, un funcionario alemán clásico, siempre le había parecido una «locura» de su mujer.
Todo se complica cuando, teniendo que soportar la incomodidad que su presencia les provoca a sus hijos -es significativo que sea la nuera de la hija lesbiana la que «atiende» más y mejor a la madre de su pareja-, deciden «escaparse» unos días al Báltico, de hotel, para llegar a la conclusión de que lo mejor es volverse a casa. Antes de que tal cosa suceda, Trudi, la esposa, muere en la habitación del hotel, lo que deja al marido en un total desconcierto y estupor, porque es en ese preciso momento doloroso cuando se da cuenta de lo «desatendida» que ha tenido a su mujer, de lo poco que ha hecho por cumplir los verdaderos deseos de ella. La culpa se apodera del hombre y entonces urde un plan para darle «satisfacción» moral, ya que no ha podido hacerlo en vida.
Y empieza la segunda parte de la película: su viaje a Japón, a Tokio, para instalarse en casa de su hijo, un ejecutivo que vive en un piso diminuto y que trabaja prácticamente todo el día, y a quien, como es obvio, la presencia del padre se le vuelve un engorro como lo fue para sus hermanos en Berlín. A ese respecto es impactante la conversación que tiene por teléfono, creyendo que su padre no está, cuando, en realidad está en la terraza y él ni se ha dado cuenta, porque es de noche. Cuando enfrascado en las quejas de la conversación se percata de la presencia del padre, tiene lugar una de las escenas más emotivas de la película. En Tokio, bien puede decirse que el modelo de Dörrie es Lost in translation, de Sophia Coppola, porque las aventuras de Rudi en la gran urbe componen un retrato entre divertido y terrible de la incomunicación y la soledad.
¡Hasta que conoce a una jovencísima bailarina de Butoh, Yu, que actúa en un parque y vive en una tienda de campaña, en un jardín que acoge a quienes no pueden permitirse ni una casa ni siquiera una habitación! La relación con la joven, mediante el inglés precario que usan ambos para comunicarse, es una suerte de nueva paternidad de Rudi, a quien Yu sirve de guía en tierra tan extraña para él, pero tan familiar al mismo tiempo, porque, travestido discretamente con las ropas de su mujer, Rudi «ofrece» a Trudi el conocimiento de lo que a ella le hubiera gustado conocer en persona, porque la habría hecho inmensamente feliz. La aventura final, en compañía de Yu, es desplazarse a conocer el monte Fuji, la montaña sagrada de los japoneses. Pero de todo ello es mejor que el espectador sea el primero en enterarse, en verlo, porque, como sucede con el espectáculo de los cerezos en flor, una «fiesta grande» de los japoneses, sobe la que gira, en parte, una película también tan delicada como esta: Una pastelería en Tokio.
Lo que ha de saber el espectador es que el buen hacer realizador de Dörrie ha construido la película sobre pequeños detalles, como la manzana que se lleva cada día para el almuerzo Rudi, y que vuelve intacta cada día, al igual que imita el hijo en Tokio, por cierto. De igual manera, los detalles de la vida cotidiana, como ser recibido por ella y ayudado a ponerse la chaqueta de punto y las zapatillas, por ejemplo, que, al regreso a casa tras la muerte de ella, se le representan como el vacío más profundo; o como la representación de los rollitos de primavera que componen Yu y Rudi con una manta en el suelo del parque, un momento de magia visual esplendoroso; ¡y no hablemos ya de la danza de los esposos...!, perdón, que me adelantaba...
Toda la película está llena de detalles lírico, emotivos,  profundos: ¡esos pañuelos que Rudi ata en las barandillas del mobiliario humano para poder regresar tras sus excursiones urbanas!, y que tanto hacen para dotar a la narración de un poderoso referente de cuento infantil, esto es, de la pura y genuina inocencia infantil que preside la «aventura» de él en una «bosque» urbano del que todo lo desconoce… De algún modo hay algo de bella durmiente en esta película, y Rudi quiere llegar hasta el «corazón» de ese bosque para «despertar» a su amada al conocimiento de la realidad que siempre amó. Ello me trae a la memoria una película de la que aún no sé por qué no he hecho la crítica, teniendo en cuenta lo mucho que me gustó, a contracorriente, además, de la crítica «oficial»: El bosque de los sueños -The sea of trees, en su título original, mucho más lírico aún-, de Gus Van Sant, despedazada por la crítica y para mí bastante más que aceptable.
En cualquier caso, no son pocas ya las películas que hermanan oriente y occidente en una suerte de mutua admiración que, a los amantes del cine oriental siempre nos reconforta, porque los vínculos entre las cinematografías no se guían por la geografía, sino por la sensibilidad artística, universal como todo lo bueno y lo bello.

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