Una hermosa y triste película sobre las renuncias
individuales, la ingratitud filial y el declive de la vejez…
Título original: Kirschblüten - Hanami (Cherry Blossoms - Hanami)
Año: 2008
Duración: 122 min.
País: Alemania
Dirección: Doris Dörrie
Guion: Doris Dörrie
Música: Claus Bantzer
Fotografía: Hanno Lentz
Reparto: Elmar Wepper, Hannelore Elsner, Aya Irizuki, Nadja Uhl,
Maximilian Brückner, Birgit Minichmayr, Felix Eitner, Floriane Daniel, Celine
Tannenberger, Robert Döhlert, Tadashi Endo.
Hace
siglos de Hombres, hombres…, de Doris Dörrie, que me pareció una comedia
inteligente y muy divertida, y desde entonces no había vuelto a ver ninguna
obra suya, excepto La peluquera, aunque bien puedo confundirla con otra
de idéntico argumento. Ahora, sin embargo, escogí Cerezos en flor en
Filmin, que me nutre de la filmografía europea que tan poco dura en las salas
comerciales y me he llevado una maravillosa sorpresa, porque la he visto,
seguramente, con la edad “que toca”, esto es, con la de los protagonistas que,
de cara a la vejez, a punto de retirarse él, ella no trabaja, descubren en una
visita al médico que el marido, Rudi, está enfermo y le quedan pocos meses de
vida. Trudi, entonces, decide visitar a sus hijos, que viven en Berlín, sin
alarmarlos sobre la condición de desahuciado del padre, con el fin de que ambos
disfruten de su “obra”, sus hijos, antes de que sobrevenga el fatal desenlace.
Estamos
en presencia de lo que podría considerarse un remake de Cuentos de Tokio,
de Yasujiro Ozu, pero también de Dejad paso al mañana, de Leo McCarey,
una película aún más desgarradora que la de Ozu y en la que este posiblemente
se inspirara, dado que la de McCarey es de 1937 y la de Ozu de 1953. En cualquier
caso, ambas son de visión obligada para quien pueda haber que aún no las haya
visto, y de revisión obligada para todos.
Un
matrimonio alemán que vive en una pequeña localidad con rutinas muy marcadas,
cuyos hijos hace tiempo que se han independizado, uno de ellos, el mayor,
incluso se ha ido a vivir a Tokio para «liberarse» de la fuerte dependencia que
tiene de la madre y del hogar familiar, se nos retrata de forma sucinta, pero
suficiente para saber que la madre ha llevado una vida plena al lado de su
marido y, al mismo tiempo, plenamente frustrada, porque abandonó por «la
familia» su dedicación a la danza, especialmente a la danza oriental llamada Butoh,
algo que a su marido, un funcionario alemán clásico, siempre le había parecido una
«locura» de su mujer.
Todo
se complica cuando, teniendo que soportar la incomodidad que su presencia les
provoca a sus hijos -es significativo que sea la nuera de la hija lesbiana la
que «atiende» más y mejor a la madre de su pareja-, deciden «escaparse» unos
días al Báltico, de hotel, para llegar a la conclusión de que lo mejor es
volverse a casa. Antes de que tal cosa suceda, Trudi, la esposa, muere en la
habitación del hotel, lo que deja al marido en un total desconcierto y estupor,
porque es en ese preciso momento doloroso cuando se da cuenta de lo «desatendida»
que ha tenido a su mujer, de lo poco que ha hecho por cumplir los verdaderos deseos
de ella. La culpa se apodera del hombre y entonces urde un plan para darle «satisfacción»
moral, ya que no ha podido hacerlo en vida.
Y
empieza la segunda parte de la película: su viaje a Japón, a Tokio, para instalarse
en casa de su hijo, un ejecutivo que vive en un piso diminuto y que trabaja
prácticamente todo el día, y a quien, como es obvio, la presencia del padre se
le vuelve un engorro como lo fue para sus hermanos en Berlín. A ese respecto es
impactante la conversación que tiene por teléfono, creyendo que su padre no
está, cuando, en realidad está en la terraza y él ni se ha dado cuenta, porque
es de noche. Cuando enfrascado en las quejas de la conversación se percata de
la presencia del padre, tiene lugar una de las escenas más emotivas de la
película. En Tokio, bien puede decirse que el modelo de Dörrie es Lost in
translation, de Sophia Coppola, porque las aventuras de Rudi en la gran
urbe componen un retrato entre divertido y terrible de la incomunicación y la soledad.
¡Hasta
que conoce a una jovencísima bailarina de Butoh, Yu, que actúa en un
parque y vive en una tienda de campaña, en un jardín que acoge a quienes no
pueden permitirse ni una casa ni siquiera una habitación! La relación con la
joven, mediante el inglés precario que usan ambos para comunicarse, es una suerte de
nueva paternidad de Rudi, a quien Yu sirve de guía en tierra tan extraña para
él, pero tan familiar al mismo tiempo, porque, travestido discretamente con las
ropas de su mujer, Rudi «ofrece» a Trudi el conocimiento de lo que a ella le
hubiera gustado conocer en persona, porque la habría hecho inmensamente feliz. La aventura final, en compañía de Yu, es desplazarse a conocer el monte Fuji, la
montaña sagrada de los japoneses. Pero de todo ello es mejor que el espectador
sea el primero en enterarse, en verlo, porque, como sucede con el espectáculo
de los cerezos en flor, una «fiesta grande» de los japoneses, sobe la que gira,
en parte, una película también tan delicada
como esta: Una pastelería en Tokio.
Lo
que ha de saber el espectador es que el buen hacer realizador de Dörrie ha
construido la película sobre pequeños detalles, como la manzana que se lleva
cada día para el almuerzo Rudi, y que vuelve intacta cada día, al igual que
imita el hijo en Tokio, por cierto. De igual manera, los detalles de la vida
cotidiana, como ser recibido por ella y ayudado a ponerse la chaqueta de punto
y las zapatillas, por ejemplo, que, al regreso a casa tras la muerte de ella,
se le representan como el vacío más profundo; o como la representación de los
rollitos de primavera que componen Yu y Rudi con una manta en el suelo del
parque, un momento de magia visual esplendoroso; ¡y no hablemos ya de la danza de los esposos...!, perdón, que me adelantaba...
Toda
la película está llena de detalles lírico, emotivos, profundos: ¡esos pañuelos que Rudi ata en las
barandillas del mobiliario humano para poder regresar tras sus excursiones
urbanas!, y que tanto hacen para dotar a la narración de un poderoso referente
de cuento infantil, esto es, de la pura y genuina inocencia infantil que
preside la «aventura» de él en una «bosque» urbano del que todo lo desconoce…
De algún modo hay algo de bella durmiente en esta película, y Rudi quiere
llegar hasta el «corazón» de ese bosque para «despertar» a su amada al
conocimiento de la realidad que siempre amó. Ello me trae a la memoria una
película de la que aún no sé por qué no he hecho la crítica, teniendo en cuenta
lo mucho que me gustó, a contracorriente, además, de la crítica «oficial»: El
bosque de los sueños -The sea of trees, en su título
original, mucho más lírico aún-, de Gus Van Sant, despedazada por la crítica y
para mí bastante más que aceptable.
En
cualquier caso, no son pocas ya las películas que hermanan oriente y occidente
en una suerte de mutua admiración que, a los amantes del cine oriental siempre
nos reconforta, porque los vínculos entre las cinematografías no se guían por
la geografía, sino por la sensibilidad artística, universal como todo lo bueno
y lo bello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario