¡Por fin un cine que vuelve a las raíces de la
imaginación visual y nos lleva al noble clasicismo del expresionismo y la gran
tradición del cine psicológico de terror!
Título original: The
Lighthouse:
Año: 2019
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers, Max
Eggers
Música: Mark Korven
Fotografía: Jarin Blaschke (B&W)
Reparto: Willem Dafoe, Robert Pattinson.
Segunda
película de quien se estrenó en las pantallas con La bruja, una película
de época llena de terror oscuro de raíz religiosa, prodigiosamente rodada e
interpretada, y con una ambientación cuidadísima, El faro abunda, a su
manera, en el universo tenebroso del terror psicológico, en este caso de raíz
mítica y más relacionado con las leyendas marineras que concretamente con
alguna religión, aunque el brote de demencia que condiciona el desarrollo de la
película puede ser adscrito a la locura humana sin otra connotación que la de
la propia idiosincrasia de la persona perturbada, aunque la culpa obre de
manera significativa en la explicación de dicho brote, amén de otras
confusiones inducidas por la propia situación en que se hallan los personajes,
tan peculiar y enigmática como el propio desarrollo del complejo relato.
Estamos
ante una película completamente al margen de las modas, y especialmente alejada
de las tan populares como aburridísimas de «superhéroes» que dominan las
pantallas en perfecta expresión suprema del vacío y la falta de imaginación.
Desde el formato, más estrecho de lo habitual y más alto, el propio de la
televisión en sus inicios, que confiere una potente sensación de claustrofobia:
los personajes parecen estar chocando continuamente con los límites del plano y
sintiéndose incomodados por ello; pasando por el exquisito y casi expresionista
uso del blanco y negro; y acabando en la retorcida historia que viven los dos
empleados del faro, en un espacio absolutamente hostil; todo, en definitiva,
nos invita a entrar en una película nada cómoda para el espectador y en la que,
por los detalles que se van sucediendo con un ritmo lento, nadie deja de
imaginarse hacia dónde puede derivar la historia de un duelo entre quien se
considera a sí mismo poco menos que «el guardián de la luz» del faro y un
ayudante a quien putea hasta la saciedad en una especie de purga ascética que
lo prepare para, algún día, cuando esté preparado, convertirse él a su vez en
el recambio del viejo guardián a quien tampoco le quedan muchos años de empleo.
La
isla en la que está edificado el faro, barrida por los vientos y las olas,
apenas distinguible por la niebla que lo rodea casi de forma permanente, constituye
un personaje de primera magnitud en la obra porque no son pocas las tareas que
ha de hacer en el exterior el sometido ayudante, un exterior en el que las
gaviotas, al modo de Los pájaros, de Hitchcock, tendrán también un papel protagonista en el desarrollo de la
historia. Recordemos que el farero jefe le repite al aprendiz que esas gaviotas
son poco menos que sagradas, algo que el joven transgredirá sin tener
conciencia cabal de las funestas consecuencias de su acción.
La
película avanza lentamente y nos ofrece una descripción de las condiciones de
vida y de trabajo de los fareros que parecen extraídas de un manual sobre la
esclavitud. Desconocidos el uno para el otro, el proceso de apertura de ambos
al conocimiento mutuo nos llevará casi toda la película, de ahí que la
aceleración final del desenlace nos pille, de alguna manera, por sorpresa,
aunque asistimos a él con la misma congoja que si se nos hubiera anunciado a
bombo y platillo.
Toda
la película está llena de pequeños detalles que generan lo esencial de la
película: la «atmósfera». Opresiva, angustiosa e incluso, a menudo, desgarradora, la relación de ambos hombres va
generando, paulatinamente, una acumulación de agravios, desconfianzas,
rivalidades, falsas confidencias y misterios que nos permiten comprender sus
actos, por dementes o pasivos que nos puedan parecer. Esto, lógicamente, nos
lleva a la siguiente afirmación: estamos ante una película típica de «duelo
interpretativo», esto es, el joven Pattinson y el maduro Dafoe -con esa
resonancia en su apellido de personaje náufrago en un medio hostil que ha de civilizar-
se enfrentan con un idéntico bagaje de estrategias de actuación que nos sirven
para confirmar el magisterio de Defoe y otorgárselo al joven Pattinson, en cuyo
haber consta una estupenda actuación en El Rey, de David Michôd. En todo
caso, ambos actores respiran siglo XIX por todos los poros de sus escuálidas
anatomías.
El
faro es una película en la que los elementos maravillosos se naturalizan en
la trama con una sencillez pasmosa, de modo y manera que aceptamos con total
verosimilitud incluso escenas míticas como la de la sirena o el final
prometeico que confirma que estamos ante una revisión del mito de Prometo, como
no se le escapará a nadie, por poco que haya frecuentado la mitología grecorromana.
No solo esos elementos forman parte de la trama de forma fulgurante en algunas
de las sombrías secuencias que conforman la película, sino que acabarán formando
parte del enfrentamiento entre ambos hombres, porque la ley de lo previsible ya
nos dice que, en las condiciones en que han de trabajar y vivir ambos hombres,
tan demasiado próximos el uno al otro, incluso físicamente, no puede sino
alumbrar roces. Y ahí lo dejo, aunque más o menos hacia la mitad de película,
la referencia a un predecesor del joven ayudante se volvió loco porque no pudieron,
por una tormenta, acercarse con el bote para relevarlo.
El
blanco y negro tiene un cierto «marchamo» de calidad en el cine contemporáneo,
algo que no pasada en épocas como la de las películas del cine negro, las de
Bergman o las de Kurosawa. Los «entendidos», además, han añadido el silencio,
que sean mudas, para bendecir las auténticas exquisiteces solo dignas del más
educado y sensible de los paladares. Buena parte de la película es muda,
podríamos decir, y es la naturaleza y el propio faro los que marcan el ritmo de
la vida de ambos hombres. Luego llega el alcohol, la gran tormenta que impide
que los releven al mes de estar allí, como estipula sus contratos, y, desatadas
las lenguas, entramos de lleno en las imposturas de los relatos orales, hasta
ese momento inexistentes. Y por ellos la historia s irá complicando hasta
necesitar un desenlace que llega por sus pasos contados.
Ignoro
por qué, pero, al día siguiente de ver El faro, me puse en la televisión
Persona, de Bergman, que hacía siglos que no veía. ¡Cuál no fue nuestra
sorpresa, la de mi Conjunta y mía, al ver que el planteamiento de El faro
era el mismo que el de Persona. En esta última, una paciente que ha
enmudecido y se niega a comunicarse se instala en una pequeña casa de la costa
con la enfermera que la cuida, con la que acaba teniendo una relación en la que
afloran las confidencias por parte de la enfermera y la traición, o así lo
entiende esta, por parte de la actriz, aquejada de una potente depresión por el
rechazo a su propio hijo y a su maternidad. El intercambio de personalidades,
la exhibición de culpas y errores del pasado, los límites imprecisos de la
relación entre ambas, la maldad, incluso, que aflora en su relación, etc., lo vimos como una correspondencia muy curiosa
entre ambas películas. Claro que el uso del primer y primerísimo plano tiene
una presencia en la película de Bergman que no aparece en la de Eggers, aunque
tampoco escasean, sobre todo hacia el final de la película, que exhibe un
crescendo que no sé si será capaz de compensar a todos aquellos espectadores
que entraron en el cine esperando algo muy distinto de lo que la película
ofrece: una soberbia lección de cine claustrofóbico, de terror psicológico y de
relato mítico que invita a la discusión detallada de lo contemplado.
Ojo,
mucho ojo, no es una película para todos los públicos, pero todos los públicos
amantes del verdadero cine, el que cifra en las imágenes el contenido esencial
de la obra, disfrutarán con ella. La bruja era ya una realidad
contundente. El faro, la confirmación del enorme talento de Robert
Eggers.
Película desagradable, siniestra y sombría que me hizo desear abandonar la sala en dos o tres ocasiones. Dos días después deseaba volver a verla.
ResponderEliminarEn efecto, tiene cierto poder imantador que se experimenta o no. A mí ese tipo de situaciones como la de La huella, de Mankiewicz, o Repulsión, de POlanski, por poner dos espacios cerrados y dos situaciones muy distintas me atraen siempre. Del mismo modo, la degradación humana también me atrae, a pesar de la sordidez de la situación cuando empieza a correr el alcohol y el protagonista joven suma a sus delirios claustrofóbicos en el faro, el delirio tremendo de la intoxicación alcohólica. Situaciones limite para locuras de raíz mitológica.
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