La emocionante y horripilante historia de una novelista atrapada entre sus
traumas infantiles y el fracaso de su redención familiar: Scary mother o
un cuento gótico terrorifico.
Título original: Sashishi deda
Año: 2017
Duración: 107 min.
País: Georgia
Dirección: Ana Urushadze
Guion: Ana Urushadze
Música: Nika Pasuri
Fotografía: Konstantin Esadze
Reparto: Nato Murvanidze, Dimitri Tatishvili, Ramaz Ioseliani, Avtandil
Makharadze, Darejan Kharshiladze, Lili Khuriti, Anastasia Chanturaia, Lasha
Gabunia, Nana Khuriti, Luka Nachkebia.
Gracias
a Filmin, que tiene una decidida vocación de ofrecernos cine europeo, he
descubierto Scary mother, una película georgiana que sorprende desde los
títulos de crédito, escritos en un alfabeto extrañísimo para los que uno
está acostumbrado a leer habitualmente, y
que atrapa al espectador hasta un final propiamente hipnótico. Georgia, por lo
que he podido enterarme es una suerte de encrucijada de dialectos e idiomas que
ha tenido hasta tres alfabetos diferentes. Lo importante, sin embargo es la
capacidad de atracción que tiene una película que se empieza a ver con la
intriga de qué realidad te ofrece -estamos en una exrepública soviética de poco
más de tres millones de personas y con un nivel de desarrollo muy relativo- y
acaba enganchándote a la historia personal de una escritora y madre de familia que,
aparentemente, tiene un comportamiento lindante con la enfermedad mental. El
caso es que ella hace «vida aparte» de la familia porque se dedica a escribir
una novela que su familia solo conocerá, dice ella, cuando la acabe. La obra,
aún inacabada, sin embargo, será leída por el dueño de la papelería que tienen
al otro lado de la calle a la que da su edificio, al que se accede por una
pasarela a mitad de la altura del edificio, y también por su padre, quien la
traducirá al inglés sin saber de quién es.
La
película sigue el día a día de esa mujer atrapada en un proceso creativo que
linda con un proceso de enajenación mental que a duras penas puede controlar, aunque,
con todas las rarezas del mundo acptadas, no le impide hacer una extraña vida «familiar».
Para el dueño de la papelería, se trata de una obra maestra. Para la familia,
cuando finalmente ella se sienta en el comedor, empujada por el dueño de la
papelería a hacerlo, porque la familia ha de entender que están ante una autora
parangonable con Kafka, se trata de una obra repugnante y un insulto a la
realidad que sus miembros representan para la autora, quienes los retrata desde
la más absoluta impiedad y crudeza emocional y física. Al final, el marido,
profundamente enamorado de ella, y tras ir soportando como buenamente puede su
vocación literaria, decide quemar la novela autobiográfica -por más que ella se
empeña en defender que ellos no son ellos, y que ella no es ella, de quienes
habla en la novela, sino que seguiría el paradigma de la «autoficción»-, aunque
ella logra salvar una copia y continúa escribiendo el final que aún no le ha
puesto.
La
puesta en escena nos acerca al terreno genérico de lo gótico. En vez de un
castillo, tenemos aquí un siniestro edificio de hormigón visto, casi en la
ruina, que esconde dentro, sin embargo, pisos espaciosos y a simple vista
confortables, como, en otro edificio, el del propio padre, espacios en los que
la cámara fija de la realización consigue planos hermosos y sugerentes. El
dueño de la papelería la convence para que deje a su familia, se instale en la
tienda y pueda seguir escribiendo. Ello ocurre, finalmente, el abandono del
hogar, cuando la mujer le cuenta al marido una pesadilla en la que ella se
convertía en una suerte de murciélago gigante filipino, como un vampiro, que se
lanzaba a volar para cazar las presas que le permitieran seguir viviendo. Con
anterioridad, la mujer ya le dio una señal de aviso cuando le dijo que al
cambiar las baldosas del cuarto de baño y poner las actuales, diminutos
rectángulos de diferentes tonos de beis y marrón, le dio un impulso fabuloso a
su narración, porque en cada uno de ellos iba leyendo la historia que está
escribiendo.
Cuando
la mujer decide instalarse en la tienda, el dueño le ha acondicionado la
habitación, pintándola integralmente de un rojo que a ella le extraña, pero en
el que se siente feliz como una larva. A mí me ha parecido un guiño al David Lynch
de Twin peaks, pero cada cual puede tener sus propias referencias para
ese cambio cromático que contrasta tan poderosamente en el desarrollo de la
narración. Si será así, que tiene uno la sensación, hasta que aparece esa
habitación, de que la película es en blanco y negro, a lo que contribuye
poderosamente la fuerza estética del edificio de hormigón donde vive la familia
y de cuyas entrañas se sale a través de la pasarela… El esfuerzo del marido por
hacerla volver a casa se vuelve inútil y ella continúa con su labor, aunque, al
margen de escribirse notas en el brazo directamente sobre la piel, algo que ya
le ha reprochado el marido al comienzo de la película, nunca la observamos en
el momento de escribir sobre el papel.
La
mirada esquiva, huidiza y enajenada de la mujer son un claro indicio de que el
fundamento de su actividad creativa es una biografía traumática, pero de ello
nos vamos enterando tan poco a poco que la repercusión de su obra y el
verdadero sentido de la misma no se descubrirá hasta el final, cuando su padre
y traductor, en un escalofriante monólogo, ante ella, lo descubra al
espectador. A este, a poco que se fije, no le pasará desapercibido que ella
lleva en el pelo un adorno plateado que en una escena anterior había «robado»
de casa de su padre, a quien halló durmiendo cuando fue a visitarlo, y atareado
en la traducción de la novela que él ignora que sea de su propia hija, y que,
como al dueño de la papelería y protector de ella, le parece una obra maestra,
salvo los reparos de los que no nos enteraremos hasta el terrible desenlace de
la película, cuando se hija presente ante él con un look muy diferente
del que le hemos visto durante todo el metraje y que está estrechamente unido,
a través del color y de las imágenes, con el desenlace de la historia. Tengamos
presente que, a medida que avanza la historia, esta se convierte en algo así como
un metarrelato: se narra lo que se está escribiendo…
La
directora, con una sensibilidad exquisita, y amparándose en una interpretación
excepcional -¡qué difícil es comunicarlo todo a través de la mirada y los
gestos del cuerpo sin decir ni un sola palabra, sin dar ninguna explicación,
como lo hace Nato Murvanidze, sobre quien recae todo el peso emocional de la
película!- logra ir construyendo el relato con una maestría imaginativa que se
despliega, sobre todo, a partir del sueño que la mujer le relata al marido en
la terraza, en pleno invierno de frío y nieve en el que transcurre la acción.
¡Cómo
he de retenerme para no seguir avanzando a los futuros espectadores la transformación
mitológica de la narradora! Eso sí, les garantizo a todos ellos que la
sobriedad y aspereza de la película va a sorprenderlos infinitamente, como si
un proceso creativo y vital como el de la protagonista nos pareciera
incongruente en una cinematografía tan ultraminoritaria como la georgiana. Estoy
convencido de que a Ana Urushadze esta fábula gótica, llena de niveles de
lectura distintos, le va a abrir no pocas puertas, después de demostrar de lo
que ha sido capaz con un presupuesto que en modo alguno puede compararse con el
de otros países avanzados.
Hacía
tiempo que no veía una obra tan poética y conmovedora.
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