viernes, 31 de enero de 2020

«Scary mother», de Ana Urushadzee, el delirio de un drama absorbente.


 
La emocionante y horripilante historia de una novelista atrapada entre sus traumas infantiles y el fracaso de su redención familiar: Scary mother o un cuento gótico terrorifico.

Título original: Sashishi deda
Año: 2017
Duración: 107 min.
País:  Georgia
Dirección: Ana Urushadze
Guion: Ana Urushadze
Música: Nika Pasuri
Fotografía: Konstantin Esadze
Reparto: Nato Murvanidze, Dimitri Tatishvili, Ramaz Ioseliani, Avtandil Makharadze, Darejan Kharshiladze, Lili Khuriti, Anastasia Chanturaia, Lasha Gabunia, Nana Khuriti, Luka Nachkebia.

Gracias a Filmin, que tiene una decidida vocación de ofrecernos cine europeo, he descubierto Scary mother, una película georgiana que sorprende desde los títulos de crédito, escritos en un alfabeto extrañísimo para los que uno está  acostumbrado a leer habitualmente, y que atrapa al espectador hasta un final propiamente hipnótico. Georgia, por lo que he podido enterarme es una suerte de encrucijada de dialectos e idiomas que ha tenido hasta tres alfabetos diferentes. Lo importante, sin embargo es la capacidad de atracción que tiene una película que se empieza a ver con la intriga de qué realidad te ofrece -estamos en una exrepública soviética de poco más de tres millones de personas y con un nivel de desarrollo muy relativo- y acaba enganchándote a la historia personal de una escritora y madre de familia que, aparentemente, tiene un comportamiento lindante con la enfermedad mental. El caso es que ella hace «vida aparte» de la familia porque se dedica a escribir una novela que su familia solo conocerá, dice ella, cuando la acabe. La obra, aún inacabada, sin embargo, será leída por el dueño de la papelería que tienen al otro lado de la calle a la que da su edificio, al que se accede por una pasarela a mitad de la altura del edificio, y también por su padre, quien la traducirá al inglés sin saber de quién es.
La película sigue el día a día de esa mujer atrapada en un proceso creativo que linda con un proceso de enajenación mental que a duras penas puede controlar, aunque, con todas las rarezas del mundo acptadas, no le impide hacer una extraña vida «familiar». Para el dueño de la papelería, se trata de una obra maestra. Para la familia, cuando finalmente ella se sienta en el comedor, empujada por el dueño de la papelería a hacerlo, porque la familia ha de entender que están ante una autora parangonable con Kafka, se trata de una obra repugnante y un insulto a la realidad que sus miembros representan para la autora, quienes los retrata desde la más absoluta impiedad y crudeza emocional y física. Al final, el marido, profundamente enamorado de ella, y tras ir soportando como buenamente puede su vocación literaria, decide quemar la novela autobiográfica -por más que ella se empeña en defender que ellos no son ellos, y que ella no es ella, de quienes habla en la novela, sino que seguiría el paradigma de la «autoficción»-, aunque ella logra salvar una copia y continúa escribiendo el final que aún no le ha puesto.
La puesta en escena nos acerca al terreno genérico de lo gótico. En vez de un castillo, tenemos aquí un siniestro edificio de hormigón visto, casi en la ruina, que esconde dentro, sin embargo, pisos espaciosos y a simple vista confortables, como, en otro edificio, el del propio padre, espacios en los que la cámara fija de la realización consigue planos hermosos y sugerentes. El dueño de la papelería la convence para que deje a su familia, se instale en la tienda y pueda seguir escribiendo. Ello ocurre, finalmente, el abandono del hogar, cuando la mujer le cuenta al marido una pesadilla en la que ella se convertía en una suerte de murciélago gigante filipino, como un vampiro, que se lanzaba a volar para cazar las presas que le permitieran seguir viviendo. Con anterioridad, la mujer ya le dio una señal de aviso cuando le dijo que al cambiar las baldosas del cuarto de baño y poner las actuales, diminutos rectángulos de diferentes tonos de beis y marrón, le dio un impulso fabuloso a su narración, porque en cada uno de ellos iba leyendo la historia que está escribiendo.
Cuando la mujer decide instalarse en la tienda, el dueño le ha acondicionado la habitación, pintándola integralmente de un rojo que a ella le extraña, pero en el que se siente feliz como una larva. A mí me ha parecido un guiño al David Lynch de Twin peaks, pero cada cual puede tener sus propias referencias para ese cambio cromático que contrasta tan poderosamente en el desarrollo de la narración. Si será así, que tiene uno la sensación, hasta que aparece esa habitación, de que la película es en blanco y negro, a lo que contribuye poderosamente la fuerza estética del edificio de hormigón donde vive la familia y de cuyas entrañas se sale a través de la pasarela… El esfuerzo del marido por hacerla volver a casa se vuelve inútil y ella continúa con su labor, aunque, al margen de escribirse notas en el brazo directamente sobre la piel, algo que ya le ha reprochado el marido al comienzo de la película, nunca la observamos en el momento de escribir sobre el papel.
La mirada esquiva, huidiza y enajenada de la mujer son un claro indicio de que el fundamento de su actividad creativa es una biografía traumática, pero de ello nos vamos enterando tan poco a poco que la repercusión de su obra y el verdadero sentido de la misma no se descubrirá hasta el final, cuando su padre y traductor, en un escalofriante monólogo, ante ella, lo descubra al espectador. A este, a poco que se fije, no le pasará desapercibido que ella lleva en el pelo un adorno plateado que en una escena anterior había «robado» de casa de su padre, a quien halló durmiendo cuando fue a visitarlo, y atareado en la traducción de la novela que él ignora que sea de su propia hija, y que, como al dueño de la papelería y protector de ella, le parece una obra maestra, salvo los reparos de los que no nos enteraremos hasta el terrible desenlace de la película, cuando se hija presente ante él con un look muy diferente del que le hemos visto durante todo el metraje y que está estrechamente unido, a través del color y de las imágenes, con el desenlace de la historia. Tengamos presente que, a medida que avanza la historia, esta se convierte en algo así como un metarrelato: se narra lo que se está escribiendo…
La directora, con una sensibilidad exquisita, y amparándose en una interpretación excepcional -¡qué difícil es comunicarlo todo a través de la mirada y los gestos del cuerpo sin decir ni un sola palabra, sin dar ninguna explicación, como lo hace Nato Murvanidze, sobre quien recae todo el peso emocional de la película!- logra ir construyendo el relato con una maestría imaginativa que se despliega, sobre todo, a partir del sueño que la mujer le relata al marido en la terraza, en pleno invierno de frío y nieve en el que transcurre la acción.
¡Cómo he de retenerme para no seguir avanzando a los futuros espectadores la transformación mitológica de la narradora! Eso sí, les garantizo a todos ellos que la sobriedad y aspereza de la película va a sorprenderlos infinitamente, como si un proceso creativo y vital como el de la protagonista nos pareciera incongruente en una cinematografía tan ultraminoritaria como la georgiana. Estoy convencido de que a Ana Urushadze esta fábula gótica, llena de niveles de lectura distintos, le va a abrir no pocas puertas, después de demostrar de lo que ha sido capaz con un presupuesto que en modo alguno puede compararse con el de otros países avanzados.
Hacía tiempo que no veía una obra tan poética y conmovedora.

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