«Las cabezas sin manta», podríamos llamar a esta historia
sencilla de un amor imposible entre dos seres insatisfechos y, a su manera, «cobardes»…
Título original: Brief
Encounter
Año: 1945
Duración: 85 min.
País: Reino Unido
Dirección: David Lean
Guion: David Lean, Anthony
Havelock-Allan, Ronald Neame (Obra: Noël Coward)
Música: Sergei Rachmaninoff
Fotografía: Robert Krasker (B&W)
Reparto: Celia Johnson, Trevor
Howard, Stanley Holloway, Joyce Carey, Cyril Raymond, Everley Gregg, Valentine
Dyall.
Recalamos
el otro día, mi Conjunta y yo, en La hija de Ryan, al azar, en la televisión, y ya no pudimos dejar de
seguir la peripecia de la romántica mujer insatisfecha que, a su manera, tanto
tiene que ver, pero sin el «coro social», con la protagonista de Breve encuentro.
Hacía tiempo que quería revisitar esta película, un prodigio de naturalidad, en
la realización y en las interpretaciones de dos actores por entonces casi
desconocidos, pero cuya eficacia interpretativa dotó a la película de una
verdad incontestable, y hace poco también mi amigo Joselu me confesaba que es su
película favorita, a la que vuelve una vez cada año, más o menos. Hacía años
que no la volvía a ver y, desde luego, no podía haber tenido mejor ocurrencia
que hacerlo, porque, en efecto, la película es una joya artesana, rodada con
tan escaso presupuesto como sobreabundancia de sensibilidad para con eso dos
seres que acaban pidiéndose perdón mutuamente por haberse conocido y, en
consecuencia, por haberse hecho sufrir.
Estamos ante un amor imposible que ambos desean y al que
ambos saben que, puestos en el brete de elegir, renunciarán, como así sucede,
cuando el médico le comunica que ha conseguido un buen trabajo en Sudáfrica, en
Johannesburgo, adonde se irá con su mujer y sus hijos; del mismo modo que a
ella se le hace un mundo tener que «desligarse» de la monótona, tranquila y «ordenada»
vida que lleva en compañía de su marido y sus hijos. ¿Dónde está el conflicto, pues?
En la renuncia, está claro. En la obediencia debida al estricto cumplimiento de
las leyes no escritas que prescriben que no se debe abandonar un hogar, marido
e hijos, esposa e hijos, sin que hayan mediado infidelidades contrastadas o
hechos violentos que justifiquen y avalen la separación.
Los
protagonistas se caen en gracia, se relacionan de un modo más propio de la
camaradería adolescente que de las relaciones adultas que casi siempre buscan
algo concreto: sexo, ternura, amistad, un paño de lágrimas…, y poco a poco,
gracias a esa familiaridad con que comparten las horas que pasan juntos en la
ciudad, antes de volver, en direcciones opuestas, cada cual a su «mundo», desde
la misma estación, se van acercando hasta crear -ese es uno de los prodigios de
la película, asistir a la génesis discreta del amor, al nacimiento de esa pasión
por el otro que no es el producto de un «deslumbramiento», sino de la afinidad
de caracteres y gustos- una relación propia, al margen de la sólida y monótona
que cada uno de ellos tiene al margen.
Hay un
realismo costumbrista en la película que arranca desde el comienzo, un presente
desde el que se nos contará, en un flash-back profundo, la historia de ese amor
hasta la última y definitiva separación, un momento tristísimo que se nos
cuenta dos veces: al principio, como un incordio inoportuno con el que los
amantes han de lidiar sin poder delatarse; al final, como la encarnación dela
fatalidad, y ahí hay uno de esos grandes momentos de la película, y de la
historia del cine, cuando ella, hiperentristecida, en un momento en que la
amiga charlatana se acerca a la barra, se escapa para lanzarse al andén y, tras
casi tropezar con el rostro contra el tren que pasa veloz por su andén,
privarse de ver, en el otro, cómo
desaparece en la noche la posibilidad de darle vida y sentido a su gran amor,
al único que podría arrebatarla de la monotonía del matrimonio rutinario al que
solemos llamar «feliz» por ausencia de inusitadas experiencias que nos
demuestren que aún existe ese amor romántico al que tantos estarían dispuestos
a sacrificarlo todo, acaso si se tuvieran menos compromisos y responsabilidades,
que es lo que les ocurre a ambos protagonistas: que viven encadenados a sus
responsabilidades, las mismas que les impiden «liarse la manta a la cabeza»,
dejarlo todo y entregarse al amor arrebatador que, acaso por última vez, en la
mediana edad de que ambos disfrutan, ha llamado a su puerta.
La
suma de pequeños detalles en la cantina de la estación, en el café con música,
en el cine o en su paseo por las afueras, en la campiña, en ese paisaje
esencial del tópico locus amoenus, cuando se acodan en el pretil del
puente y saben, el uno junto al otro, que nada necesitan en su vida más que
estar juntos para saberse totalmente felices; esa cotidianidad que viven ambos
con una «alegría de vivir» que parece resarcirlos de sus correspondientes monotonías
individuales; esa normalidad de dos seres ni agraciadísimos ni fuera de lo
común, dos almas que se reconocen a través de los pequeños detalles de la convivencia,
que descubren esa «sintonía» agraciada que no requiere de nada especial para
saber que uno está en presencia de la calidez que infunde la elemental alegría
de vivir; todo ello, en conjunto, nos acerca a una obra maestra de «las pequeñas
cosas» que construyen sólidos sentimientos. Como la película ya se encarga de
contarnos desde el principio de la misma el adiós definitivo entre dos amantes
que ni siquiera han llegado a consolidar su relación mediante el acceso carnal
-tal vez la historia hubiera sido muy otra, en ese caso…-, simbolizado, dada la
presencia fatal de la intrusa, en la delicadeza de la mano que e posa en el hombro
de ella y aprieta levemente lo que hubiera debido ser, acaso, un estrechísimo
abrazo desgarrador, ningún final arruino contándolo. El verdadero final es el
de la mujer que evoca, desde la costura al lado del marido que hace el
crucigrama antes de irse ambos a dormir, esa otra vida que podría haber vivido
y a la que ha renunciado, pero la expresión de tristeza que se apodera del rostro
de una Celia Johnson entrañable y espectacular, como el Trevor Howard que le da
réplica, sumado todo ello a la banda sonora, La sinfonía número 2 de Rajmáninov,
nos genera un desasosiego, el propio de las rupturas sentimentales, transitorias
o definitivas, que acongojan a quienes las han padecido hasta la extenuación.
Sí,
está claro que hay muchos motivos por los que revisitar Breve encuentro,
de Lean, del mismo modo que los hay para conocer una película suya, El
déspota, que merecería una reputación infinitamente mayor de la que tiene.
La he visto tres veces con lapsos de años entre un visionado u otro. La primera vez me quedé boquiabierto por la intensidad de la cinta conseguida con tan pocos medios. Maravillosa es poco. No he sentido la misma emoción nunca con otras películas ya que de un modo sutil se va desenvolviendo el conflicto sin subrayados innecesarios. Las mismas imágenes tienen tal fuerza y sentimos tan adentro el amor de esos dos pobres seres que latimos con ellos que uno se siente imantado a la butaca. ¡Qué diferencia con el cine de ahora en que abunda los efectos sonoros para señalarnos escenas importante! No sé qué nombre tiene esa burda técnica de subrayado estrepitoso. En Breve encuentro no es necesario nada sino seguir la lógica de una situación que se desarrolla en el interior de cada uno de los personajes y nosotros podemos intuirlo y sentirlo profundamente. Es así, es una película llena de profundidad y realizada con lo más sencillo. Es por esto que me fascina y siento que mucho cine no deja desarrollarse las situaciones dramáticas que son forzadas para provecho de una acción trepidante y todo termina siendo lo contrario de lo que el espectador esperaba. En Breve encuentro no hay engaño de ningún tipo. Es lo que es y el espectador no puede sino ser recorrido por un escalofrío cuando siente la imposibilidad de ese amor. Y lo comprende, pero ha sido tan hermoso. No retiro lo que he dicho: si tuviera que salvar una película para mí la mejor de lo que he visto, ésta sería Breve encuentro. Sencilla y maravillosa.
ResponderEliminarAhora que te leo, Jose, olvidé comentar en la crítica el recurso de la voz en off de la protagonista que, en un dialogo imaginario con el esposo que tiene delante, es de una eficacia total. De igual modo, la tolerancia y bonhomía del marido, que asiste con cierta estoicidad al devaneo de su esposa, con una rara seguridad en que, al final, pase lo que pase, ella volverá a él, merecerìa ser destacado. No sé, probablemente de aquí a un año debería revisitarla de nuevo y reparar en todos esos detalles en los que no he entrado ahora. Otro ejemplo que me viene ahora a la cabeza es una suerte de tensión homosexual entre el amigo que le deja la llave del apartamento y el protagonista, quien acaba devolviéndole la llave por haber traicionado su confianza y haber llevado una mujer, ¡uma mujer!, a su apartamento...Tiene su magia, en efecto. Días más tarde, me he acordado e una película muy semejante a esta, Estación Termini, de Vittorio de Sica, con Jenifer Jones y Montgomery Clift, con guion, or cierto, de Truman Capote, pero no tienen ni punto de comparación, desde luego...
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