Más allá del remake, una visión de la sociedad
usamericana en la que ni siquiera falta el sardónico humor de otro exiliado
alemán, Billy Wilder. M o la joya brechtiana olvidada de Joseph Losey.
Título original: M
Año: 1951
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Joseph Losey
Guion: Norman Reilly Raine,
Leo Katcher, Waldo Salt
Música: Michel Michelet
Fotografía: Ernest Laszlo
Reparto: David Wayne, Howard
Da Silva, Luther Adler, Martin Gabel, Steve Brodie, Walter Burke, Glenn Anders,
Raymond Burr, Norman Lloyd, John Miljan, Jim Backus, Roy Engel, Leonard Bremen,
Sherry Jackson, Benny Burt, Karen Morley, Harry Wilson.
Hay
que tener mucho valor o mucha confianza en uno mismo para lanzarse a la
realización de la versión de un clásico en cuya forma original parece
insuperable, como les pasa a casi todos. Hay algo, sin embargo, en esas
poderosas historias, y en la realización del original, que se convierte en un
desafío para otros realizadores, admiradores, sin duda, de la obra primigenia,
a la que, más allá de emular, pretenden añadir una particular visión o un
corrección parcial de algo que, a su juicio, encuentran a faltar en el
original. La película es un año anterior al exilio inglés de un director
acusado de comunista y antinorteamericano por la locura anticomunista del
senador McCarthy, y cuatro años antes de su realización, Losey había colaborado
con Brecht en la obra de teatro de este La vida de Galileo.
Traigo
esto a colación, porque hay ciertos elementos en la película: los gánsters
de medio pelo y su implicación en la captura del asesino de niñas, por la egoísta
razón de que el despliegue policial para capturarlo está afectando al
desarrollo de sus negocios delictivos, así como la cachaza del comisario
encargado del caso y la distendida manera de afrontar un caso que preocupa
tantísimo a la opinión, y el estado febril de obsesión colectiva, promovido a
través de los consejos de la policía a través de la televisión, un medio de comunicación
en sus inicios, que está a punto de tener trágicas consecuencias con los
frustrados linchamientos de los sospechosos a cargo de ciudadanos en exceso
observantes de cualquier actitud sospechosa en los espacios públicos.
Lo
primero que impresiona, en esta pequeña joya de Losey, que no me parece que
haya tenido una gran difusión, y cuya emisión en ¡Qué grande es el cine!,
de Garci, ni siquiera recuerdo, aunque, obviamente, no vi todos sus programas,
y no la encuentro entre las grabaciones de los coloquios, es su comienzo, una
pila de periódicos anunciando la búsqueda del asesino y la subida de este al
último vagón del funicular que remonta, en Los Angeles, Bunker Hill, con la
cámara retrocediendo, a medida que asciende y dejándonos a contemplación de la
ciudad al fondo y la espalda del asesino, donde, en los títulos de crédito, se
ha estampado , mediante un súbito acercamiento de la cámara, el nombre del
director: Joseph Losey.
Desde
ese inicio magistral, ya puede prepararse el espectador para degustar una
realización exquisita que halla en el escenario urbano de la ciudad las tomas
más sorprendentes, y no necesariamente por rebuscadas, sino por la propia
naturalidad de las mismas: fachadas de negocios típicos, pasos de cebra, el túnel
al pie de las escaleras que llevan hacia la zona de Alta Vista, lugar privilegiado
para los rodajes cinematográficos, por el juego de perspectivas en picado y
contrapicado de sus escarpados accesos, y muchos otros escenarios que contribuyen,
no poco, a dotar a la película de un interés espacial muy marcado.
Recordemos
que es la tercera película de Losey y que aún el director está en esa fase de
querer «demostrar» su personal caligrafía estilística, algo que nos regala casi
a cada plano, aunque, como es lógico, sin desentenderse del progreso de la historia.
Un ejemplo claro es cómo un episodio anecdótico, lo engrandece visualmente
cuando la mujer que advierte que su hija no ha regresado a la hora acostumbrada
comienza a bajar la escalera de su casa, tomada con un plano cenital, en una
especie de punto de fuga hacia el abismo y a contraplano le sucede un toma en
contrapicado de la misma escalera infinita por la que ha de bajar la angustia
personificada en esa madre. A continuación, después de haber seguido la «captura»
de su hija por parte del terrible y nuevo «flautista de Hamelin» que se lleva
con él a las criaturas no vigiladas, las terribles elipsis del globo que asciende hacia el cielo, y que le acababa
de regalar el asesino, así como la pelota que rueda sola hasta los escombros de
un espacio abandonado, nos indican que el asesino ha perpetrado un nuevo
asesinato.
La
irrupción de la banda de gánsters recuerda una vieja película alemana, ya
puestos a indagar en la «germanidad» que late en la misma, Emil y los
detectives, de Gerhard Lamprecht, ¡nada menos que con guion de Billy Wilder!,
que adapta el bestseller mundial de Erich Kästner, de mismo título, autor,
redondeemos el «trivia» de otra novela, Las dos Carlotas, que arrasó en
su adaptación a las pantallas bajo el título Tú a Boston y yo a California,
tanto en la versión de 1961 de David Swift, con Hayley Mills, como en la de
Nancy Myers, Tú a Londres y yo a California, con Lindsay Lohan.
La vigilancia
y persecución ciudadana que la banda organiza para capturar al asesino, así
como el acorralamiento del mismo en unas galerías comerciales con un potencial visual
para el cine al que Losey le exprime hasta el último plano es una delicia
total. Recordemos, a título anecdótico, la presencia de Raymond Burr entre los gánsters
del círculo íntimo del jefe y, por supuesto, la presencia de dos secundarios de
lujo en los papeles del jefe, Martin Gabel -inolvidable en Marnie, la ladrona-
y del abogado alcohólico de este, Luther Adler, quien tendrá un momento estelar
en el desenlace de la película, cuando se contraponga la adicción de este a la
deriva psicópata del protagonista por matar niños a raíz de la maldición contra
los hombres sembrada en su tierno espíritu infantil por una madre andrófoba. La
imagen del asesino con la muñeca de barro a la que estrangula con un cordón en la
mesa de su habitación, presidida por un marco historiado con la fotografía de
una madre visualmente «de armas tomar», nos dice, en un plano, lo que luego el
perseguido les dice a los facinerosos que lo rodean, en un aparcamiento, en una
escena sumamente teatral pero muy efectiva, porque el asesino queda aislado en
la rampa y desde allí hace su alegato para exculparse por lo que ha tenido que «verse
obligado a hacer» para buscar el castigo redentor que su madre le había
instalado en el fondo de su conciencia.
Insisto,
la escena es teatral, pero, al mismo tiempo, muy cinematográfica, porque el
encadenamiento de planos que nos ha llevado hasta ella así lo demuestra. Losey
tiene un dominio perfecto del ritmo narrativo, sobre todo en el desenlace, y no
se abstiene de algunos detalles, como el diálogo entre el jefe de la banda y el
abogado, exigiéndole que «entretenga» a los facinerosos que quieren linchar al
asesino, mientras llega la policía y la prensa, sobre todo esta, que les regale
el laurel de haber capturado a un «peligro público», en vez de hacer lo que hace:
igualar su vida delictiva, en esencia, a la propia del acusado en cuya mano no
estaba impedir cumplir tan ominoso destino como su madre había «diseñado» para él.
No me
resisto a hacer una lectura en clave moderna, porque la demonización del «hombre»,
a la que tan aficionado es el feminismo radical y segregacionista, halla en esa
madre castradora una muestra nada elocuente del daño que cierta perspectiva sexual
puede engendrar en mentes en periodo de formación.
La película,
repito, no me parece que haya sido muy vista ni muy comentada, y aprovecho la
ocasión para recomendar su visionado y para que los aficionados disfruten con
una realización impecable en unos escenarios muy sugerentes. En esa zona de la
ciudad vivió, por ejemplo, John Fante y solían deambular Hammet y Chandler…
Mucha historia y mucho cine.
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