martes, 7 de enero de 2020

«M», de Joseph Losey, o Lang revisitado con plena personalidad.



Más allá del remake, una visión de la sociedad usamericana en la que ni siquiera falta el sardónico humor de otro exiliado alemán, Billy Wilder. M o la joya brechtiana olvidada de Joseph Losey.

Título original: M
Año: 1951
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Joseph Losey
Guion: Norman Reilly Raine, Leo Katcher, Waldo Salt
Música: Michel Michelet
Fotografía: Ernest Laszlo
Reparto: David Wayne, Howard Da Silva, Luther Adler, Martin Gabel, Steve Brodie, Walter Burke, Glenn Anders, Raymond Burr, Norman Lloyd, John Miljan, Jim Backus, Roy Engel, Leonard Bremen, Sherry Jackson, Benny Burt, Karen Morley, Harry Wilson.

Hay que tener mucho valor o mucha confianza en uno mismo para lanzarse a la realización de la versión de un clásico en cuya forma original parece insuperable, como les pasa a casi todos. Hay algo, sin embargo, en esas poderosas historias, y en la realización del original, que se convierte en un desafío para otros realizadores, admiradores, sin duda, de la obra primigenia, a la que, más allá de emular, pretenden añadir una particular visión o un corrección parcial de algo que, a su juicio, encuentran a faltar en el original. La película es un año anterior al exilio inglés de un director acusado de comunista y antinorteamericano por la locura anticomunista del senador McCarthy, y cuatro años antes de su realización, Losey había colaborado con Brecht en la obra de teatro de este La vida de Galileo.
Traigo esto a colación, porque hay ciertos elementos en la película: los gánsters de medio pelo y su implicación en la captura del asesino de niñas, por la egoísta razón de que el despliegue policial para capturarlo está afectando al desarrollo de sus negocios delictivos, así como la cachaza del comisario encargado del caso y la distendida manera de afrontar un caso que preocupa tantísimo a la opinión, y el estado febril de obsesión colectiva, promovido a través de los consejos de la policía a través de la televisión, un medio de comunicación en sus inicios, que está a punto de tener trágicas consecuencias con los frustrados linchamientos de los sospechosos a cargo de ciudadanos en exceso observantes de cualquier actitud sospechosa en los espacios públicos.
Lo primero que impresiona, en esta pequeña joya de Losey, que no me parece que haya tenido una gran difusión, y cuya emisión en ¡Qué grande es el cine!, de Garci, ni siquiera recuerdo, aunque, obviamente, no vi todos sus programas, y no la encuentro entre las grabaciones de los coloquios, es su comienzo, una pila de periódicos anunciando la búsqueda del asesino y la subida de este al último vagón del funicular que remonta, en Los Angeles, Bunker Hill, con la cámara retrocediendo, a medida que asciende y dejándonos a contemplación de la ciudad al fondo y la espalda del asesino, donde, en los títulos de crédito, se ha estampado , mediante un súbito acercamiento de la cámara, el nombre del director: Joseph Losey.
Desde ese inicio magistral, ya puede prepararse el espectador para degustar una realización exquisita que halla en el escenario urbano de la ciudad las tomas más sorprendentes, y no necesariamente por rebuscadas, sino por la propia naturalidad de las mismas: fachadas de negocios típicos, pasos de cebra, el túnel al pie de las escaleras que llevan hacia la zona de Alta Vista, lugar privilegiado para los rodajes cinematográficos, por el juego de perspectivas en picado y contrapicado de sus escarpados accesos, y muchos otros escenarios que contribuyen, no poco, a dotar a la película de un interés espacial muy marcado.
Recordemos que es la tercera película de Losey y que aún el director está en esa fase de querer «demostrar» su personal caligrafía estilística, algo que nos regala casi a cada plano, aunque, como es lógico, sin desentenderse del progreso de la historia. Un ejemplo claro es cómo un episodio anecdótico, lo engrandece visualmente cuando la mujer que advierte que su hija no ha regresado a la hora acostumbrada comienza a bajar la escalera de su casa, tomada con un plano cenital, en una especie de punto de fuga hacia el abismo y a contraplano le sucede un toma en contrapicado de la misma escalera infinita por la que ha de bajar la angustia personificada en esa madre. A continuación, después de haber seguido la «captura» de su hija por parte del terrible y nuevo «flautista de Hamelin» que se lleva con él a las criaturas no vigiladas, las terribles elipsis del globo  que asciende hacia el cielo, y que le acababa de regalar el asesino, así como la pelota que rueda sola hasta los escombros de un espacio abandonado, nos indican que el asesino ha perpetrado un nuevo asesinato.
La irrupción de la banda de gánsters recuerda una vieja película alemana, ya puestos a indagar en la «germanidad» que late en la misma, Emil y los detectives, de Gerhard Lamprecht, ¡nada menos que con guion de Billy Wilder!, que adapta el bestseller mundial de Erich Kästner, de mismo título, autor, redondeemos el «trivia» de otra novela, Las dos Carlotas, que arrasó en su adaptación a las pantallas bajo el título Tú a Boston y yo a California, tanto en la versión de 1961 de David Swift, con Hayley Mills, como en la de Nancy Myers, Tú a Londres y yo a California, con Lindsay Lohan.
La vigilancia y persecución ciudadana que la banda organiza para capturar al asesino, así como el acorralamiento del mismo en unas galerías comerciales con un potencial visual para el cine al que Losey le exprime hasta el último plano es una delicia total. Recordemos, a título anecdótico, la presencia de Raymond Burr entre los gánsters del círculo íntimo del jefe y, por supuesto, la presencia de dos secundarios de lujo en los papeles del jefe, Martin Gabel -inolvidable en Marnie, la ladrona- y del abogado alcohólico de este, Luther Adler, quien tendrá un momento estelar en el desenlace de la película, cuando se contraponga la adicción de este a la deriva psicópata del protagonista por matar niños a raíz de la maldición contra los hombres sembrada en su tierno espíritu infantil por una madre andrófoba. La imagen del asesino con la muñeca de barro a la que estrangula con un cordón en la mesa de su habitación, presidida por un marco historiado con la fotografía de una madre visualmente «de armas tomar», nos dice, en un plano, lo que luego el perseguido les dice a los facinerosos que lo rodean, en un aparcamiento, en una escena sumamente teatral pero muy efectiva, porque el asesino queda aislado en la rampa y desde allí hace su alegato para exculparse por lo que ha tenido que «verse obligado a hacer» para buscar el castigo redentor que su madre le había instalado en el fondo de su conciencia.
Insisto, la escena es teatral, pero, al mismo tiempo, muy cinematográfica, porque el encadenamiento de planos que nos ha llevado hasta ella así lo demuestra. Losey tiene un dominio perfecto del ritmo narrativo, sobre todo en el desenlace, y no se abstiene de algunos detalles, como el diálogo entre el jefe de la banda y el abogado, exigiéndole que «entretenga» a los facinerosos que quieren linchar al asesino, mientras llega la policía y la prensa, sobre todo esta, que les regale el laurel de haber capturado a un «peligro público», en vez de hacer lo que hace: igualar su vida delictiva, en esencia, a la propia del acusado en cuya mano no estaba impedir cumplir tan ominoso destino como su madre había «diseñado» para él.
No me resisto a hacer una lectura en clave moderna, porque la demonización del «hombre», a la que tan aficionado es el feminismo radical y segregacionista, halla en esa madre castradora una muestra nada elocuente del daño que cierta perspectiva sexual puede engendrar en mentes en periodo de formación.
La película, repito, no me parece que haya sido muy vista ni muy comentada, y aprovecho la ocasión para recomendar su visionado y para que los aficionados disfruten con una realización impecable en unos escenarios muy sugerentes. En esa zona de la ciudad vivió, por ejemplo, John Fante y solían deambular Hammet y Chandler… Mucha historia y mucho cine.


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