Una historia hipersentimental en la que descuella el
talento de una actriz que eclipsa al resto: Katharine Hepburn. Solo por ella
merece verse esta adaptación del clásico romántico de Louisa May Alcott.
Título original: Little Women
Año: 1933
Duración: 115 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George Cukor
Guion: Sarah Y. Mason, Victor Heerman (Novela: Louisa May Alcott)
Música: Max Steiner
Fotografía: Henry Gerrard (B&W)
Reparto: Katharine Hepburn,
Joan Bennett, Paul Lukas, Frances Dee, Jean Parker, Edna May Oliver, Douglass
Montgomery, Henry Stephenson, Spring Byington.
Reconozco
que el título, Mujercitas, siempre me ha tirado para atrás a la hora de
plantearme ver una película que lo ostentara casi como una bandera. ¿Razones?
Una sola: jamás iría a ver una película que se titulara Hombrecitos.
Prejuicio, sin duda, pero cada cual tiene sus límites, razonables o no, ante lo
que intuye que puede ser un desaguisado monumental contra la sensibilidad
artística.
Que
sea George Cukor el director de la adaptación, el famoso por ser un “exquisito director
de mujeres”, ha sido un aliciente, sin duda, y he de decir que el resultado no
me ha sido tan gravoso como imaginaba. Es cierto que hay en la película una
excesiva dosis de sensiblería, cursilería y buenos sentimientos que se
corresponden con ideales de vida muy alejados de los nuestros, y más lejana aún
está la manera de enunciarlos o vivirlos, pero todo ello, en conjunto, no ha
sido óbice para disfrutar de una película con un valor absoluto, se mire como
se mire: Katharine Hepburn.
Ella
sola mantiene aún hoy la película en pie, con un prodigio de actuación que
eclipsa el excelente trabajo del resto de actrices, sin cuyo perfecto desempeño
profesional, sin embargo, y especialmente el de Joan Bennett, no valoraríamos tanto,
hoy, el trabajo de la Hepburn. Está claro que a ella le ha tocado la «perita en
dulce» de la hija rebelde, soñadora, artista hasta la médula y aspirante a
mujer liberada avant la lettre que trata de abrirse paso -remedo de la
propia autora, imagino- en el mundo de la literatura a través de relatos de carácter
gótico que lee a sus hermanas con la delectación de quien es capaz de meterle
el miedo en cuerpo a los lectores como prueba máxima de la eficacia del relato.
La
vida familiar ha sido incesantemente retratada en la novelística del XIX,
porque antes de la existencia de los medios de comunicación de masas, la casa familiar
y la plaza pública -el «mentidero» de la villa…- han sido los dos espacios donde
se han manifestado los deseos, anhelos, esperanzas, sueños y conflictos de
todas las personas, y con más acusado protagonismo de las mujeres, dado que los
hombres gozaban de una libertad que les estaba restringida a ellas. Vida de
interior, así pues, refleja esta película, la propia que vivió la autora, dado
que la novela tiene una inequívoca inspiración autobiográfica, como se
desprende de la lectura de la biografía de May Alcott, una mujer comprometida
con unos modos de vida “esencialistas” inspirados en los principios de
filosofías morales como los representados por Waldo Emerson, amigo de la
familia y frecuentador de la casa familiar, como Thoreau o Hawthorne, lo que,
en su momento, se conoció como el «círculo de Concord».
La
posición sufragista de la autora se intuye enseguida en el dibujo de la verdadera
protagonista de la primera novela de la trilogía, la aprendiza de escritora,
representado por la Hepburn. Y ese valor liberal, que contrasta con la vida limitada
por las convenciones sociales de la época, le da a la película un valor muy estimable,
a tanta distancia histórica. Es cierto que las menudencias de la vida familiar,
los amores, la caridad en tiempos de crisis, la conformidad con el destino, y
otras circunstancias, como la enfermedad casi mortal de una de las hermanas, una
vela de las hermanas rodada exquisitamente por Cukor, dominan la narración,
pero la presencia casi omnímoda de la Hepburn en la historia nos permiten
conectar con ella en todo momento.
He de
destacar, porque «el teatro en casa» fue toda una institución durante mucho
tiempo, que todo lo relacionado con la representación que organizan las
hermanas constituye una suerte de capítulo aislado dentro de la trama que se
revela como lo mejor de la película, porque en él es donde las actrices dan
auténticamente la medida de sus muchas capacidades. Divertidísimo incluso hasta
la carajada, lo cual no es poco mérito, en el contexto de una historia en la
que sobreabunda el exceso de azúcar a la que olvidamos al personaje principal.
Como
acaba de estrenarse una nueva versión del clásico, ¡y aún no sé si me va a tocar
ir a verla, por las rígidas leyes de la elección que funcionan en todas las
parejas!, he querido prepararme con mi primer acercamiento al clásico por si
descubría algún valor que llevarme a la crítica, y estoy contento de haberlo hecho
con esta versión de Cukor llena de elegancia en el modo como sabe explotar una
realización en interiores con tantísimo volumen textil como había de entrar en
cada plano, ¡una obra de imaginación sin par! que recuerda películas posteriores
como Lo que el viento se llevó o El cuarto mandamiento. La
fotografía de Gerrard, habitual en las películas de William Wellman, le da a estas
Cuatro hermanitas un aire clásico muy próximo a las películas del cine mudo,
del que aún se estaba muy cerca en la fecha del rodaje.
Está
claro que, como película, la obra merece ser vista, descontando lo empalagoso
de no pocas escenas, propias, sin embargo, de la mentalidad de la época que se
refleja en ella, y la actuación de la Hepburn es toda una demostración de
técnica e intuición interpretativas que le valieron, con solo tres películas en
su haber, la primera y la tercera con Cukor, un prestigio que supo mantener durante
las 44 películas que rodó, algunas de ellas verdaderas obras maestras del
séptimo arte.
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