sábado, 2 de mayo de 2020

«Días sin huella», de Billy Wilder o el rey de la comedia en la severa mazmorra del drama.



El retrato de un alcohólico al que la embriaguez le escribe sus obras maestras sin el concurso de la pluma…

Título original:  The Lost Weekend
Año: 1945
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Billy Wilder
Guion: Charles Brackett, Billy Wilder (Novela: Charles R. Jackson)
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: John F. Seitz (B&W)
Reparto: Ray Milland, Jane Wyman, Phillip Terry, Howard Da Silva, Doris Dowling, Frank Faylen, Mary Young, Anita Bolster, Lilian Fontaine, Frank Orth, Lewis L. Russell.

Días de vino y rosas, de Blake Edwards pasa por ser el mejor retrato de los estragos del alcoholismo, una verdadera pandemia en países noreuropeos cuya relación con el alcohol no tiene  la naturalidad de los países del sur del continente, en los que el contacto con el alcohol forma parte de la «cultura» social casi desde la infancia, cuando el vino era lentamente introducido en la dieta desde la infancia…
Días sin huella, de Wilder -y ya es curioso que ambos sean los reyes de la comedia, cada uno en su tiempo-, se anticipó muchos años y nos ofreció un retrato individual de la enfermedad -el de Edwards es familiar-, tan dramático que no se sale de la sala del cine o se levanta uno del sofá de la sala de estar con la sensación de haber «disfrutado» de la película, sino de haberla «padecido».
Sucede con todas las tragedias, y la enfermedad del alcoholismo es una de las grandes, sin duda alguna: el patetismo se alza con el mando de la representación y ya no nos queda otra, a los espectadores, que seguir acongojados la peripecia vital de un «desastrado» -dejado de la mano de los astros favorables- que usualmente suele tener un mal final, porque eso es lo propio de la demencia de la adicción: la pérdida de la libertad, de la autonomía y, finalmente, de la identidad.
Ray Milland, uno de los grandes actores de todos los tiempos, pero sin la fama de otros, acaso con menos recursos, se mete en la piel del personaje, un escritor fracasado que no logra superar el pánico a la hoja en blanco y busca refugio en el alcohol, fuente de todas las promesas, manantial de obras maestras que se proyectan entre el vaho de los alcoholes y que se desdibujan como una niebla otoñal a poco que brilla el sol de la realidad con fuerza.
La película arranca con la intención del escritor -que parece haber superado una breve periodo de desintoxicación- de salir de fin de semana con su hermano para poder dedicarse, cerca de la naturaleza, a la redacción de la obra que jamás acaba de arrancar definitivamente y que nunca lo atrapa con tanto poder como sí lo hace la dependencia del alcohol. Justo en el momento de partir, intenta distraer a su hermano para «rescatar» la  botella del alcohol que tiene escondida por fuera de la ventana, colgada de una cuerda, para evitar ser detectada por el hermano que cree en su calidad literaria e intenta hacer lo humanamente imposible, y más aún, para que el protagonista abandone la adicción y la sustituya por la verdadera droga de la creación, tan o más poderosa que la destructora del alcohol.
Diversas peripecias en esa intentona nos permiten enlazar con un flash-back que nos cuenta cómo conoció a su prometida en una sesión de ópera y de las peripecias que juntos han afrontado hasta llegar al momento presente en el que el protagonista aún se debate entre la creación literaria y el demonio del alcohol. A título anecdótico, la soberbia secuencia de la representación operística y el sufrimiento del protagonista, que tiene los síntomas del mono, cuando sigue seco, desde la butaca,la escena del brindis de La traviata, de Verdi, en que se sirve alcohol a los protagonistas y a los miembros del coro mientras entonan el famoso Libiamo… A tanto llega la incomodidad del protagonista que necesita salir del teatro para dejar de contemplar tanto mal, o para abortar un desquiciado asalto del escenario para apoderarse de las botellas de cava que sirven de complemento del momento operístico…Esperando a cambiar el abrigo de mujer por el de la mujer a la que le habrán dado el suyo, por un error al entregarles a ambos el tique para retirarlos.
A partir de ese momento, en que ambos acaban en una fiesta en la que se sirve alcohol, porque a él se le ha caído la botella que llevaba en su abrigo y se le ha hecho pedazos, lo cual era la razón para abandonar la ópera a mitad de la representación, comienza una doble historia de amor: a la desconocida con quien intercambia el abrigo y al alcohol. Discurren, para placer narrativo del espectador, de forma paralela y vemos cómo la decencia íntima del escritor lo lleva a querer alejar a la mujer de su lado, porque acaba decantándose por lo que le exige la sangre: un índice de alcohol en ella para poder seguir viviendo, y aunque pasa el delírium trémens y se deja inundar por la vida bella y buena de los nobles y altos sentimientos, acaba escapándose del hospital para reanudar su profundo idilio con el zumo de Baco.
Reconozco que este tipo de películas articulan su narración en torno a un  pathos que se va intensificando hasta llegar a un clímax que acaba desbordando emocionalmente al espectador. Tal cosa sucede con la denodada lucha del escritor por empeñar cosas para poder comprarse alguna dosis, engañando de por medio las expectativas ingenuas de alguna prostituta necesitada de afecto verdadero.
Se trata de una película de actores, esto es, son los intérpretes los responsables de darles a sus papeles la intensidad y el verismo que requiere la situación, y ahí está claro que Milland se lleva la palma y que la exmujer de Reagan, lo secunda con sobria efectividad, pero en un plano muy inferior. Wilder tira de tibio expresionismo para marcar un blanco y negro muy contrastado, y con unos exteriores e interiores neoyorquinos que le dan a la película, sin llegar al tono del documental, un realismo imprescindible. ¡Qué magnífica réplica la del barman Howard Da Silva en esos acerados intercambios dialécticos en el bar adonde el protagonista desgrana sus monólogos sobre la obra imposible, de la que, sin embargo, bajo los efectos del alcohol, es capaz de evocar con voz segura y verbo preciso, un bello edificio que se desvanece en cuanto se planta ante la hoja en blanco!
Las escenas dramáticas del apartamento, cuando ha de recordar dónde se le ocurrió esconder las botellas para que su hermano o su prometida no las descubran, son breves piezas de intensidad casi onírica, a juzgar por el estado febril de sus alucinaciones. La perfecta imagen del desorden mental que introduce el alcohol en el cerebro, sin duda.
No es «una película más» sobre el alcoholismo, sino el retrato de un hombre derrotado por él, incapaz de sobreponerse a su dependencia, aun a pesar de tener a su lado los más fuertes apoyos imaginables. Triste, muy triste, Real, muy real. Desde el punto de vista artístico, un acierto total. Y, sin embargo, cuando el arte traduce de forma tan contundente la vida, por fidedigno que sea el retrato, siempre nos deja un poso de amargura difícil de vencer…

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