La esperanza contra
el desarraigo y la solidaridad de las soledades.
Título original: Fremont
Año: 2023
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Babak Jalali
Guion: Carolina Cavalli,
Babak Jalali
Reparto: Anaita Wali Zada; Gregg
Turkington; Jeremy Allen White; Hilda Schmelling; Avis See-tho; Siddique Ahmed;
Taban Ibraz; Timur Nusratty; Eddie Tang; Jennifer McKay; Divya Jakatdar; Fazil
Seddiqui; Molly Noble; Enoch Ku.
Música: Mahmoud Schricker
Fotografía: Max Miles, Laura
Valladao.
Por sugerencia
de mi buen amigo Josep Oliver, entro a ver esta película pequeña y, en
apariencia, poco ambiciosa, pero llena de un extraño hechizo que me deja admirado,
acaso porque su estructura, los personajes, los silencios, los encuadres y la
puesta en escena, tan «de pobres», me recuerde el cine de Aki Kaurismäki, al
que soy afecto y adicto. Fremont es una localidad al sur de la bahía de San
Francisco, famosa por conservar la Misión de San José, acaso la más antigua
muestra de la colonización española de aquellas tierras. En un motel como el de
Sean Baker en The Florida Project, vive la protagonista, Donya, una
traductora para el ejército de Usamérica en Afganistán que pudo salir en uno de
los vuelos tras la miserable entrega del país a los talibanes, después de hacer
creer a la población en la esperanza de la consolidación de una democracia.
Donya vive en
el seno de una comunidad afgana en la que hay quien la ve bien y quienes la ven
como una traidora a su país. Ella, discreta y serena, no duerme bien, sin
embargo, a pesar de que tiene un trabajo que se ha buscado en la comunidad
china, en una fábrica de galletitas de la suerte, ese «detalle» gastronómico al
que tan aficionados son los usamericanos porque el mensaje que contienen es algo
así como un horóscopo a tener en cuenta, como una carta del Tarot. Se trata de
una fabrica muy artesanal y en la que Donya es promovida a la categoría de
redactora de los mensajes cuando la anterior caer fulminada ante el ordenador
en el que trabaja.
Como duerme
mal, un compatriota de Fremont le cede su cita con el psiquiatra para ver si
este le receta algunas pastillas con las que dormir mejor. El encuentro entre
ambos y sus posteriores entrevistas es uno de los grandes aciertos de la
película, en buena parte por la excepcional actuación del reconocido artista
punk Gregg Turkington, afincado, además, en San Francisco. Su actuación como psiquiatra
que quiere explicar la situación de su paciente por el desarraigo, aunque esta
no manifieste ningún síntoma de malestar más allá del insomnio recurrente que le
afecta, me parece de lo mejorcito de la película, sobre todo cuando se empeña
en leerle a la paciente pasajes de la que él considera su libro de cabecera, Colmillo
Blanco, del mismo modo que Betteredge, el mayordomo de La piedra lunar,
de Wilkie Collins, solo tenía un libro de cabecera: Robinson Crusoe.
Por sugerencia
del psiquiatra, Donya comienza a considerar la posibilidad de relacionarse con
personas y, sobre todo, con hombres con quienes explorar la posibilidad de
emparejarse. No se le ocurre, entonces, mejor idea que anotar su número de
teléfono en un mensaje de una de las galletitas, pero con tan mala suerte que
lo acaba abriendo una de las invitadas de los dueños de la fábrica en una
celebración familiar. La arpía que tiene el dueño por mujer monta en cólera y
exige de su marido que la ponga de patitas en la calle, pero el marido se
niega, porque le parece que la chica tiene «potencial» para realizar ese
trabajo tan delicado, descrito por él de una manera excepcionalmente ingeniosa.
La venganza de
la mujer es enviar un mensaje a la protagonista de un hombre que quiere
conocerla, para lo que queda en una tienda de cerámica, una cita que es
sometida a la consideración de su compañera de trabajo y única amiga, quien
vive con la madre, pero sola y sin pareja. Esas escenas con la amiga y el
karaoke improvisado en su casa, con una canción que «toca» emocionalmente a la
protagonista, parecen calcadas de las películas del director finlandés.
Aprobada la cita, se desplaza hacia el lugar, pero, antes, se detiene en una gasolinera.
Comprueba el aceite y es ayudada por el dueño del garaje, un actor muy de moda
a quien no conocía porque no he frecuentado la serie en la que ha destacado, The
bear: Jeremy Allen White. He de confesar que aquí interpreta a un personaje
que te roba el corazón, porque, tras coincidir ambos en el restaurante vacío
donde él suele comer siempre, reconocemos el mágico encuentro de dos solitarios
sensibles y en disponibilidad para encontrar su otra mitad platónica. No hay grandes
aspavientos, no suenan violines, no hay atardeceres de ensueño, sino un taller
mugriento, un restaurante de ínfima categoría y la timidez absoluta de dos
personas que aún no han encontrado la felicidad.
La cita
resulta ser falsa, pero de ella se va con un ciervo de cerámica que le acaba
regalando al dueño del taller, quien no duda en confesar que era el regalo que
siempre había estado esperando… Se advierte, entonces, el sesgo poético y a
veces surrealista que tiene la película: realista, sí, pero con una realidad en
la que caben ciertas aspiraciones ideales. El cambio que se opera en la
protagonista, de su presencia sencilla y aseada al maquillaje y el cambio de peinado
posterior, es indicativo de la transformación que el psiquiatra ha conseguido
operar en ella con sus sugerencias. Por cierto, la escena en la que el psiquiatra
le expone los mensajes para las galletitas y los coloca minuciosamente
ordenados en la mesa de su consulta ¡no tiene precio! ¡Una joya! Toda la película
está llena de poderosos detalles del más puro cine: imágenes cuya capacidad de evocación
y de descripción psicológica nos hablan de un modo de concebir el cine más
cercano a la tradición europea que a la usamericana. No en balde el director ha
trabajado anteriormente en Europa, y se nota cuáles son sus raíces.
Conviene insistir,
Fremont es una suerte de miniatura delicada y exquisita que, sin
embargo, no es apta para todos los paladares cinematográficos. ¿Por qué? Un
indicador inequívoco es este: de tres críticas de la película en FilmAffinity,
una la puntúa con un 10 y la otra con un 1, la de en medio se queda en un 7.
Esa diferencia de percepción revela bien a las claras la distancia abismal
entre los diferentes tipos de público. Yo la he calificado con un 8.
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