Entre la mitología, los salteadores de tumbas y el comercio clandestino de antigüedades patrimoniales.
Título original: La chimera
Año: 2023
Duración: 130 min.
País: Italia
Dirección: Alice Rohrwacher
Guion: Alice Rohrwacher,
Carmela Covino, Marco Pettenello
Reparto: Josh O'Connor;
Carol Duarte; Vincenzo Nemolato; Isabella Rossellini; Alba Rohrwacher; Milutin
Dapcevic; Chiara Pazzaglia; Julia Vella; Lou Roy-Lecollinet; Giuliano Mantovani;
Gian Piero Capretto; Melchiorre Pala; Ramona Fiorini; Luca Gargiullo; Yle ; Barbara
Chiesa; Elisabetta Perotto; Francesca Carrain; Piero Crucitti; Luciano Vergaro;
Carlo Tarmati; Luca Chikovani; Agnese Graziani; Alessandro Genovesi; Cristiano
Piazzati;
Sofia Stangherlin; Marianna
Pantani; Maria Alexandra Lungu; Paolo Bizzarri; Claudio Fabbri; Monaldo
Gazzella; Sofija Zobina; Silvia Lucarini; Pancrazio Capretto; Elisabetta Anella.
Fotografía: Hélène Louvart.
Supe de esta
directora por su condición de hermana de una actriz magnífica en la película de
Nanni Moretti, Tres pisos, Alba Rohrwacher, quien tiene una breve
aparición en esta película poética, extraña, mágica y de denuncia del tráfico
de antigüedades a dos niveles, el modesto de los salteadores de tumbas y el lujoso
de cuello blanco de quienes buscan salidas fuera del país para obras sacadas
ilegalmente a través de contenedores dedicados a otras mercancías. El planteamiento
inicial, sin embargo, nos habla del regreso de un presidiario a la población
donde vivió su historia de amor con un personaje que solo aparece, reiteradamente,
como evocación melancólica del protagonista, pues ha fallecido. Esa pérdida
explica el carácter atrabiliario de un personaje «extraño» al medio, un inglés
en Italia, que habla en italiano hasta donde su bagaje se lo permite, y en
inglés con otros personajes como la madre de su enamorada, interpretada por
Isabella Rossellini, algo desvaída en un papel menor y poco agradecido de
profesora de canto de una joven que paga con su servicio y quien esconde a sus
dos hijos para que la propietaria no sepa que viven con ella. Ese personaje,
Italia, con un hijo mulato y sin padre presente ni conocido, adquiere una
dimensión simbólica, como era previsible; pero no lo es menos que el propio protagonista
es una encarnación de Orfeo, pero sin música, que busca desesperadamente el
reencuentro con Eurídice. Me extraña que la directora no haya escogido alguna
página de la ópera de Gluck, tan arrebatadoramente hermosa y emocionante, pero
ha optado por las viejas aleluyas tradicionales que cuentan la historia, al
modo de los cantares de ciego, del protagonista y su «profesión» de zahorí de
tumbas antiguas que profanan en compañía de una banda popular entre los que
sobresale por su altura como un dios que hubiera bajado a la tierra. Como Josh
O’Connor mide, según la red, entre 180 y 185 cm, tengo para mí que o han
escogido actores muy bajos para el reparto o a él le han colocado unas alzas
que lo elevan a esos 200 cm que tanto llaman la atención por la incomodidad que
le vemos padecer en el coche o por los aires muy efectivos de galavardo con que
«pasea» su diferencia entre los demás protagonistas de la película. A su
manera, me ha recordado el gigante de Big Fish, de Tim Burton, pero,
paradójicamente, sin el componente felliniano de este frente al realista de La
quimera.
«Alma en pena» sería la descripción que
más se ajusta a la personalidad del protagonista, quien no ha superado la
pérdida de la amada y parece aspirar, exclusivamente, a reunirse con ella. De
hecho, cuando advertimos que la radiestesia del zahorí le obliga a clavarse,
guiado por la preceptiva horquilla tradicional, que recuerda el bivio
pitagórico…, sobre un punto determinado del terreno, más nos parece que busca
una entrada al inframundo que la tumba de rigor que ha de ser asaltada por sus
compinches para llevarle el codiciado «género» al perito que se encarga de «colocarlo».
Así, con ese aire entre indolente y desesperado, pero sin perder jamás la
compostura, Arthur, el protagonista, asiste como espectador muy distanciado de
lo que hace, a lo que, hasta ese momento, había sido su vida, y de la que poco
a poco da la impresión de ir renegando.
Vive en una chabola donde guarda sus
utensilios y parte de sus descubrimientos arqueológicos, pero llega el momento
en que las autoridades la desmantelan y lo dejan a la intemperie, hasta que es
acogido por Italia, quien, con otras mujeres, ha ocupado una estación sin uso
que se iba deteriorando con la inactividad.
Hay, y eso era fácil preverlo, una distancia entre los «nacionales» y el
«extranjero» que se manifiesta crudamente en la indignada reacción de Italia
frente al expolio constante de los amigos de Arthur, abanderados por él. Ese
abismo se materializa cuando descubren una ignota Venus de los animales, una
escultura etrusca que han de dejar abandonada porque oyen sirenas de los coches
policiales y han de salir por piernas, aunque no sin antes arrancarle
limpiamente la cabeza a la estatua para poder comerciar con ese magnífico «tesoro».
La picaresca de los rivales disfrazados de policías nos conducirá, finalmente,
al descubrimiento de la personalidad del perito para quien trabajan: Espartaco.
Bajo ese nombre se esconde, sin embargo, una mujer que trafica, con todas las
apariencias de legalidad, con obras como esa Venus.
Me detengo ante la continuación, que afecta
al desenlace, pero lo importante ni siquiera es esa «trama» delictiva, sino la
propia figura desgarbada y doliente del protagonista que se pasea por el mundo,
durante mucho tiempo con el mismo traje, y cuyo lancinante dolor ha estado
presente desde su aparición inicial en el tren que lo lleva del presidio a «su»
casa. Hay un punto de perspectiva surrealista que se refuerza con ciertas
secuencias como la de la fiesta popular o la aparición de las hijas «ciudadanas»
de la hermana fallecida, quienes tratan de controlar a su madre y su entorno.
La puesta en escena, sea con la casa casi
en ruinas de la madre, con la chabola, la estación o las tumbas subterráneas,
usualmente en bosques de enorme belleza, contribuye, junto con las interpretaciones
ultrapopulares del coro de intérpretes de la banda, a generar unos contrastes
que acentúan la singularidad del inglés en ese mundo antiguo de la riqueza artística
de un país inagotable, en ese sentido. Pero no se pierda de vista que lo propio
de Orfeo es perseguir la única entrada que le interesa hallar…
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