domingo, 24 de noviembre de 2024

«La quimera», de Alice Rohrwacher o la incursión mitológica.

 

Entre la mitología, los salteadores de tumbas y el comercio clandestino de antigüedades patrimoniales.

 

Título original: La chimera

Año: 2023

Duración: 130 min.

País: Italia

Dirección: Alice Rohrwacher

Guion: Alice Rohrwacher, Carmela Covino, Marco Pettenello

Reparto: Josh O'Connor; Carol Duarte; Vincenzo Nemolato; Isabella Rossellini; Alba Rohrwacher; Milutin Dapcevic; Chiara Pazzaglia; Julia Vella; Lou Roy-Lecollinet; Giuliano Mantovani; Gian Piero Capretto; Melchiorre Pala; Ramona Fiorini; Luca Gargiullo; Yle ; Barbara Chiesa; Elisabetta Perotto; Francesca Carrain; Piero Crucitti; Luciano Vergaro; Carlo Tarmati; Luca Chikovani; Agnese Graziani; Alessandro Genovesi; Cristiano Piazzati;

Sofia Stangherlin; Marianna Pantani; Maria Alexandra Lungu; Paolo Bizzarri; Claudio Fabbri; Monaldo Gazzella; Sofija Zobina; Silvia Lucarini; Pancrazio Capretto; Elisabetta Anella.

Fotografía: Hélène Louvart.

 

          Supe de esta directora por su condición de hermana de una actriz magnífica en la película de Nanni Moretti, Tres pisos, Alba Rohrwacher, quien tiene una breve aparición en esta película poética, extraña, mágica y de denuncia del tráfico de antigüedades a dos niveles, el modesto de los salteadores de tumbas y el lujoso de cuello blanco de quienes buscan salidas fuera del país para obras sacadas ilegalmente a través de contenedores dedicados a otras mercancías. El planteamiento inicial, sin embargo, nos habla del regreso de un presidiario a la población donde vivió su historia de amor con un personaje que solo aparece, reiteradamente, como evocación melancólica del protagonista, pues ha fallecido. Esa pérdida explica el carácter atrabiliario de un personaje «extraño» al medio, un inglés en Italia, que habla en italiano hasta donde su bagaje se lo permite, y en inglés con otros personajes como la madre de su enamorada, interpretada por Isabella Rossellini, algo desvaída en un papel menor y poco agradecido de profesora de canto de una joven que paga con su servicio y quien esconde a sus dos hijos para que la propietaria no sepa que viven con ella. Ese personaje, Italia, con un hijo mulato y sin padre presente ni conocido, adquiere una dimensión simbólica, como era previsible; pero no lo es menos que el propio protagonista es una encarnación de Orfeo, pero sin música, que busca desesperadamente el reencuentro con Eurídice. Me extraña que la directora no haya escogido alguna página de la ópera de Gluck, tan arrebatadoramente hermosa y emocionante, pero ha optado por las viejas aleluyas tradicionales que cuentan la historia, al modo de los cantares de ciego, del protagonista y su «profesión» de zahorí de tumbas antiguas que profanan en compañía de una banda popular entre los que sobresale por su altura como un dios que hubiera bajado a la tierra. Como Josh O’Connor mide, según la red, entre 180 y 185 cm, tengo para mí que o han escogido actores muy bajos para el reparto o a él le han colocado unas alzas que lo elevan a esos 200 cm que tanto llaman la atención por la incomodidad que le vemos padecer en el coche o por los aires muy efectivos de galavardo con que «pasea» su diferencia entre los demás protagonistas de la película. A su manera, me ha recordado el gigante de Big Fish, de Tim Burton, pero, paradójicamente, sin el componente felliniano de este frente al realista de La quimera.

«Alma en pena» sería la descripción que más se ajusta a la personalidad del protagonista, quien no ha superado la pérdida de la amada y parece aspirar, exclusivamente, a reunirse con ella. De hecho, cuando advertimos que la radiestesia del zahorí le obliga a clavarse, guiado por la preceptiva horquilla tradicional, que recuerda el bivio pitagórico…, sobre un punto determinado del terreno, más nos parece que busca una entrada al inframundo que la tumba de rigor que ha de ser asaltada por sus compinches para llevarle el codiciado «género» al perito que se encarga de «colocarlo». Así, con ese aire entre indolente y desesperado, pero sin perder jamás la compostura, Arthur, el protagonista, asiste como espectador muy distanciado de lo que hace, a lo que, hasta ese momento, había sido su vida, y de la que poco a poco da la impresión de ir renegando.

Vive en una chabola donde guarda sus utensilios y parte de sus descubrimientos arqueológicos, pero llega el momento en que las autoridades la desmantelan y lo dejan a la intemperie, hasta que es acogido por Italia, quien, con otras mujeres, ha ocupado una estación sin uso que se iba deteriorando con la inactividad.  Hay, y eso era fácil preverlo, una distancia entre los «nacionales» y el «extranjero» que se manifiesta crudamente en la indignada reacción de Italia frente al expolio constante de los amigos de Arthur, abanderados por él. Ese abismo se materializa cuando descubren una ignota Venus de los animales, una escultura etrusca que han de dejar abandonada porque oyen sirenas de los coches policiales y han de salir por piernas, aunque no sin antes arrancarle limpiamente la cabeza a la estatua para poder comerciar con ese magnífico «tesoro». La picaresca de los rivales disfrazados de policías nos conducirá, finalmente, al descubrimiento de la personalidad del perito para quien trabajan: Espartaco. Bajo ese nombre se esconde, sin embargo, una mujer que trafica, con todas las apariencias de legalidad, con obras como esa Venus.

Me detengo ante la continuación, que afecta al desenlace, pero lo importante ni siquiera es esa «trama» delictiva, sino la propia figura desgarbada y doliente del protagonista que se pasea por el mundo, durante mucho tiempo con el mismo traje, y cuyo lancinante dolor ha estado presente desde su aparición inicial en el tren que lo lleva del presidio a «su» casa. Hay un punto de perspectiva surrealista que se refuerza con ciertas secuencias como la de la fiesta popular o la aparición de las hijas «ciudadanas» de la hermana fallecida, quienes tratan de controlar a su madre y su entorno.

La puesta en escena, sea con la casa casi en ruinas de la madre, con la chabola, la estación o las tumbas subterráneas, usualmente en bosques de enorme belleza, contribuye, junto con las interpretaciones ultrapopulares del coro de intérpretes de la banda, a generar unos contrastes que acentúan la singularidad del inglés en ese mundo antiguo de la riqueza artística de un país inagotable, en ese sentido. Pero no se pierda de vista que lo propio de Orfeo es perseguir la única entrada que le interesa hallar…

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