lunes, 25 de noviembre de 2024

«La habitación de al lado», de Pedro Almodóvar o la afectación que no cesa…

¿Qué sucede cuando el arte quiere reflejar la vida y la vida acaba huyendo del reflejo…? El sopor y, como premio menor, cierta belleza en la composición.

 

Título original: La habitación de al lado.

Año: 2024

Duración: 106 min.

País: España

Dirección: Pedro Almodóvar

Guion: Pedro Almodóvar. Novela: Sigrid Nunez

Reparto: Tilda Swinton; Julianne Moore; John Turturro; Alessandro Nivola; Juan Diego Botto; Raúl Arévalo; Victoria Luengo; Alex Høgh Andersen; Esther McGregor; Alvise Rigo; Melina Matthews; Sarah Demeestere; Anton Antoniadis; Paolo Luka Noé.

Música: Alberto Iglesias
Fotografía: Eduard Grau
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          Llegó el momento, y lo asumí con entereza, de un débito conyugal exigente: ver «la última de Almodóvar» en el cine… Voy llegando a la conclusión de que, a salvo de contingencias extrañas, como la «desaparición» de la acaso en verdad «última de Ford Coppola», Megalópolis, de las pantallas antes de que me diera tiempo a verla, voy dividiendo mi interés cinematográfico entre las películas que quiero ver en el cine y las que prefiero esperar a que me las den en las plataformas televisivas. El cine es caro y la vida es breve…

          Una película de Almodóvar es imposible verla con la ignorancia expectante con que se pueden ver películas como la última criticada en este Ojo, Cena en América, de Adam Rehmeier, porque el caudal de presencia mediática de las obras del mejor director de Castilla-La Mancha es de tal naturaleza que, al final, te puede ocurrir lo que a mí me sucedió: salí del cine con más ganas de indagar sobre la autoría arquitectónica de la casa en la sierra madrileña, donde transcurre buena parte de la película, que de leer otras críticas para saber si me sumo al coro de adoradores o de descreídos, algo que ni siquiera he hecho en FilmAffinity para no entorpecer el desarrollo de la mía propia, aunque intuyo esa típica escisión entre quienes sobrevaloran al castellano-manchego y quienes tasamos lo que vemos con el juego de varas de medir de una historia del cine que llevamos en los ojos y el corazón.

          Tras tantos años siguiendo su obra, he descubierto que algunos párrafos de otras críticas mías en este Ojo expresan juicios que valen para toda su obra. Como este:  Pedro Almodóvar es un esteta sin discurso, un amante de los «momentazos» con los que sustituye la verdadera creación, ¡tan difícil, ay!,  de personajes; los suyos, ¡tan a menudo!, suelen deambular por la pantalla sin una sólida narración a la que agarrarse para no caer en el penoso pozo del patetismo, o como este otro: Ese mal, la ausencia de la naturalidad, sustituida por un cultivo desmesurado del artificio, que se plasma en la puesta en escena, en la que se buscan bellezas simbólicas que se desentienden de la narración de la historia…

          Y todo ello a pesar de que esta película bien puede considerarse, al viejo estilo de las clasificaciones literarias, como una «película de tesis» en la que se defiende la eutanasia, si bien, dado el «elitismo» de los personajes, por la vía ultraliberal del «a mí nadie va a decirme cómo tengo que morir», en lo que constituye una variante indolora del suicidio, rodeado, además, de un aura romántica que nos recuerda, por ejemplo, el pistoletazo de Larra ante el espejo o, cinematográficamente, una variante de mayor éxito popular: los tanatorios eutanásicos de Soylent Green («Cuando el destino nos alcance»), en los que quienes morían lo hacían contemplando el esplendor de la naturaleza en una pantalla gigante y envolvente…

          Como no tengo ningún prejuicio, reconozco que los primeros compases de la película tienen un cierto interés; una historia de amor de la reportera, cuyo fruto, una hija, el excombatiente ignora. El cambio entre el joven que va a la guerra y el que vuelve daba para un desarrollo prometedor, pero queda todo reducido a un desencuentro con la reportera y a un alejamiento en el que inicia una nueva vida, matrimonio incluido, antes de morir en el incendio de una casa en la que se adentra para buscar a las personas cuyos gritos de auxilio solo él oye… Todo esto lo cuenta una profesional afecta por un cáncer para el que tratamiento experimental no tiene efectividad, lo que la deja desahuciada. Una amiga de la juventud, una novelista, recibe esa información de una amiga común y decide ir a visitarla. El reencuentro acaba con el compromiso de la amiga de ayudar a bienmorir a la reportera, para lo cual ambas se instalan en una casa, literalmente «de ensueño», en la que una acompañara a la otra hasta que un buen día, sin aviso ni otra mediación, la enferme se suicide con una potente pastilla adquirida, por cierto, en internet.

          Y no hay más historia. Excepto que ambas fueron amantes de un mismo hombre, supuestamente un seductor arrebatador, que acaba presentándose en la encarnadura de John Turturro, como un viejo radical escéptico hiperideologizado que aburre más que entretiene a la antigua amante a cuya disposición se somete como apoyo material y legal para, llegado el momento, sortear la inevitable acusación de «complicidad» en el suicidio, si no de cualquiera de las variantes atenuadas del asesinato, a juzgar por el muy flojo interrogatorio de la policía a la «sospechosa». Por cierto, la prensa insiste mucho en eso de la primera película usamericana de Almodóvar, pero, al margen de la escasa naturalidad de los diálogos en inglés, que eso es marca de fábrica del autor, ¿unas cuantas secuencias en Nueva York la convierten ya en una película usamericana? Sustituyan a las dos actrices por otras dos que sean habituales en las películas de Almodóvar y, ¡sorpresa!, nada cambiaría. Ello se debe a la pobre caracterización de ambos personajes. Actuar, lo que se dice actuar —y salvo alguna leve sobreactuación de la Swinton sin mayor importancia—, lo hacen con una profesionalidad impecable, y logran elevar a sus personajes bastante más allá de la chata y tópica caracterización que se desprende del guion, pero, como es habitual en las películas de Almodóvar, el director está más pendiente de ciertos «momentazos», en esta ocasión fílmicos, de encuadres y combinaciones cromáticas, que de la vida fluya con esa naturalidad que tantísimo se echa de menos en sus películas. ¡Qué envaramiento ritual, qué hieratismo de vestales, en ambas mujeres! Ahogan la emoción con la gélida presencia de una amistad más abstracta que vivida. Y, claro está, donde no hay emoción, tampoco hay vida. Y eso es, en resumen, lo que yo he vivido en el cine. Nada que objetar, por otro lado, al habitual preciosismo del autor, pero la plasticidad cromática de los planos no levanta una película que quiere, además, defender una tesis tan loable como la necesidad de la eutanasia al gusto del consumidor, por supuesto. Por eso me he recreado, al llegar a casa, en la contemplación de tan magnífica obra arquitectónica como se nos enseña en la pantalla: una maravilla en un enclave «de cine»…

 

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