La primera obra maestra de John Ford: la epopeya de la construcción
del ferrocarril de costa a costa. Una superproducción llena de “su” humor, de acción,
de crónica social, de aventura, de naturaleza… y de amor. Una joya con insignificantes
defectos. John Ford en elocuente estado puro y maduro…
Título original: The Iron Horse
Año: 1924
Duración: 133 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Charles Kenyon (Historia: John Russell)
Música: (Música de acompañamiento: Erno Rapee) (Película muda)
Fotografía: Burnett Guffey, George Schneiderman (B&W)
Reparto: George O'Brien, Madge Bellamy, Charles Edward Bull, Will
Walling, Fred Kohler, Cyril Chadwick, Delbert Mann.
Sigo paseándome por esa avenida ancha de la obra de un
cineasta de genio que siempre insistió en considerarse un «profesional» que
rodaba para pagar las facturas, no un «artista» deseoso de trepar en el escalafón
para ser adulado como otros muchos con muchísimos menos méritos. Cuando en 1924
rueda El caballo de hierro, llevaba ya a sus espaldas unas cuarenta películas,
entre cortos y largos, y eso es lo primero que va a percibir el espectador que
escoja acercarse al primer western «maestro» de Ford, ciertamente eclipsado por
su mutismo y por su duración, 133 minutos que, bien mirados, se pasan en un
santiamén, por más que el maestro se haya precipitado, a mi modo de ver, en su
conclusión, después de haber sembrado unas líneas argumentales tan magníficas.
Estamos en presencia de una película «cívica» que ensalza el
american way of life y su capacidad emprendedora, en este caso en lo referente al
sueño de unir ambas costas a través del ferrocarril. La película, en
consecuencia, en histórica y, a su manera, patriótica, porque loa un esfuerzo
nacional y, al tiempo, es capaz de encajar ese proyecto ambicioso en una
narración que recoge una historia de venganza, propia del género, una historia
de amor que se origina en la infancia y que se culmina en la adultez, una
descripción atractiva de las costumbres de los colonos que completan la
conquista del Oeste con esa unión por ferrocarril de las dos orillas del país y
la propia epopeya de la construcción del mismo, habiendo de sortear,
dificultades orográficas y la amenaza de las tribus indias que veían, con sana
lógica, que esa endiablada invención suponía una amenaza contra su supervivencia
como tribus libres.
La película de Ford es lo más parecido, en términos
narrativos, a las mejores películas de Griffith. Y sí, también fue una
superproducción carísima, ¡más de cinco mil extras!, que triplicó en taquilla
la inversión, algo así como lo que suele ocurrir con las innumerables obras
maestras del cine español de nuestros días…Comienza con una historia de amor
entre dos mozalbetes que poco menos que se juran amor eterno en una secuencia
llena de sensibilidad. El padre del chico se pone en camino para ir hacia el
oeste en pos del sueño de la construcción del ferrocarril. Cuando están
acampados, sufren un ataque de los indios y, escondido el niño entre el ramaje
que circunda el claro del bosque donde arde la fogata de su acampada, un indio
con la mano mutilada coge un hacha y delante de sus ojos asesina al padre, al
que da, luego, cristiana sepultura.
La acción adelanta al momento en que Lincoln firma el acta
que libra los fondos para la construcción de la vía férrea que enlace Este y
Oeste. Ahí reencontramos a la protagonista, que se ha prometido con un
ingeniero de los que participará en el proyecto, al mando del padre de ella.
Enseguida entramos «en materia» y Ford nos describe el día a día de los trabajadores
que, llegados de diferentes partes del mundo, sobre todo de China, conviven con
los habituales roces cotidianos, que le sirven al director para desplegar el
generoso abanico de sus secundarios «graciosos», fuente de una vena cómica que
se irá alternando con la historia principal de la película: el negocio entre un
terrateniente y el ingeniero jefe para trazar la línea por unas tierras suyas,
vendidas al Gobierno por sus buenos dineros, en vez de por un «atajo» que el
padre y el hijo habían descubierto. De ello se enteran cuando, yendo padre e
hija en el tren hacia el punto último del recorrido, descubren que los indios
persiguen a un jinete del Pony Express, un pequeño anacronismo que para nada
afecta al desarrollo de la historia, muy por encima de esos pequeños detalles.
Lo que suma Ford, con esa aparición, es la fuerza de la leyenda de aquellos jinetes
intrépidos que, como en la presente ocasión, desafiaban el peligro de ser exterminados
por los indios, poco amigos de que nadie se adentrara en sus territorios. Las
secuencias de la persecución son un preludio de posteriores enfrentamientos,
todos ellos rodados con un vibrante sentido de la espectacularidad y del ritmo.
Se ha de decir que, en este caso, es el blanco renegado, que pasa de
terrateniente a agitador de sus antiguos compañeros de tribu, quien los persuade
para atacar los trabajos del tendido de la vía, de modo que puedan matar al
explorador que le arruinaba el negocio con el descubrimiento de la vía más
accesible. De forma paralela a la acción
principal, son numerosas las secuencias en que se filma el traslado de reses
para asegurar el mantenimiento de los obreros que trabajan en el ferrocarril.
Cuando
padre e hija descubren que el intrépido jinete es el hijo del vecino que se fue
al Oeste y esta le presenta a su prometido, el ingeniero jefe de las obras, se
abre una línea narrativa, el del enfrentamiento entre el ingeniero, que se
convierte en esbirro del terrateniente, y el joven que sugiere un paso
montañoso diferente del del negocio que se traen entre manos su rival y el renegado.
La película, así pues, ofrece diversas líneas narrativas que Ford las hace
converger en el final de la película, con suma habilidad. Pero hasta ahí ha de
llegar solo el espectador, quien agradece la presencia simbólica, pero, así
mismo, legendaria de Buffalo Bill, sumándose a la «gesta» histórica que ayudó
lo suyo a construir la idea de nación por encima de los estados federados, ¡y
no pueden faltar en la cinta los excombatientes sudistas que colaboran, como
los que más, a la consecución del sueño unitarista! En este sentido, no faltan
los enfrentamientos cómicos entre orígenes distintos, del mismo modo que
sorprende la cómica facilidad con que el Saloon se convierte en Tribunal
de Justicia…
En la
medida en que hay diálogos y que los cambios de línea narrativa se indican
también mediante un intertítulo con un dibujo alusivo, la película se extiende
más de lo que debiera, e incluso me atrevería a decir que Ford se precipita
ligeramente a rematarla, cuando ya no venía de un cuarto de hora más para que
todo quedara atado y bien atado. Con todo, ya digo, la película se hace corta y
sorprende el blanco y negro exquisito en que fue rodada, que solo se altera en
la filmación de las escenas de acción. Las ajustadas interpretaciones y la
perfecta iluminación de las escenas de interior “modernizan” la cinta y nos la
hacen muy próxima. Bastante más tarde, Cecil B. De Mille explotó la misma
historia en Unión Pacífico, pero el hálito de «verdad» documental que
hay en la película de Ford, la presencia mítica de la naturaleza incluida, no
aparece en aquella. Son muchos los hilos narrativos y los registros con los que
Ford compone El caballo de hierro, pero lo cierto es que todo está muy
ajustadamente en su lugar: que las batallas lo son, cruentas y feroces; que los
celos y la ambición tienen un gran poder; que la épica de los grandes
movimientos de masas ante la pantalla llega a crear hermosas coreografías, como
la estampida que empuja al tren a los trabajadores para ir a rescatar del
ataque de los indios a los sitiados en el último punto del tendido, y que la
historia de amor se abre paso entre la corrupción y la venganza. ¡Todo un
espectáculo que debió dejar boquiabiertos a los espectadores de 1924! ¡Como me
ha dejado a mí! Cuando los westerns del Ford entrado en años se hicieron legendarios,
Ford hacía treinta años que era el «maestro» de ese género.
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