miércoles, 6 de mayo de 2020

«Los delincuentes», de Robert Altman, su «ópera prima», un apólogo conservador.


Una aproximación dramática al fenómeno de los primeros gamberros del incipiente estado del bienestar usamericano, doce años después de la Segunda Guerra Mundial


Título original: The Delinquents
Año: 1957
Duración: 72 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert Altman
Guion: Robert Altman
Música: Gene Garf, Louis Palange
Fotografía: Charles Paddock (B&W)
Reparto: Tom Laughlin, Peter Miller, Richard Bakalyan, Rosemary Howard, Helen Hawley, Leonard Belove, Lotus Corelli, James Lantz, Christine Altman, George Kuhn, Pat Stedman, Norman Zands, James Leria, Jet Pinkston, Kermit Echols.

El fenómeno de las pandillas en la sociedad usamericana de los años 50, a medio camino entre el gamberrismo adolescente y la delincuencia de quienes comenzaban a abandonar esa efímero periodo vital, le sirvió a Robert Altman para hacer un abordaje del problema desde una óptica muy conservadora que presentaba el fenómeno como una peligrosa amenaza para el American way of life y un serio peligro para los jóvenes que se dejaban arrastrar por el brillo efectista del desafío al orden establecido, a las leyes y a sus guardianes. El mismo año, Jerry Lewis nos entregaba una película que abordaba el mismo tema, pero tratándolo en clave de comedia, El delincuente delicado, criticada en este Ojo. Y pocos años después, apenas 4, Robert Wise trataba el mismo tema desde el género musical con West Side Story.
El prólogo y el epilogo, con una voz en off muy cargada de unos énfasis ultraconservadores, le dan a la película ese tono de contenido documental de realidades socialmente nocivas que algunas películas del cine negro solían emplear, en la época, y que siempre te dejaba en la duda de si habían sido financiadas por las autoridades como un modo «efectista» de corregir conductas desviadas.
La primera película de un director siempre nos ofrece pistas de en lo que luego se convertirá, si llega a instalarse en el escalafón de los triunfadores. Robert Altman es, no cabe duda, uno de los grandes directores de todos los tiempos, y películas suyas como Vidas cruzadas, M*A*S*H o Nashville, por la que yo tengo predilección…, forman parte de la memoria cinematográfica de muchas generaciones. Con todo, no ha sido Altman un «protegido» del azar en el reparto de premios, tanto, que la Academia hubo de dedicarle un Óscar a toda su carrera.
La película, en blanco y negro, con una excelente música y una realización vibrante, cuenta la historia de cómo un joven desengañado, por un  azar, acaba complicándose la vida con una banda de gamberros/delincuentes que pasaban por ser, entonces “la juventud norteamericana” que disfrutaba del Estado del Bienestar, bailaba el rock y se liberaba de los prejuicios sexuales, tan rápidamente como a la sociedad «pudiente» le escandalizaban tales «libertinajes». El joven Romeo va a buscar a su novia, modosa y recatada, pero se encuentra con la oposición de sus padres a que sigan manteniendo esa relación, le exigen que entre en la Universidad, que comience a definir su futuro y que después ya hablarían de reanudar dicha relación. Desencantado, el joven se mete en un autocine, donde acaba envuelto en una pelea provocada por los jóvenes transgresores que ya venían de dejar su «huella» en un bar del que fueron expulsados.
Finalmente, por una artimaña del jefe de la banda, que siente cierto hechizo por el recién incorporado a la misma, se presenta en casa de la enamorada del protagonista y consigue «sacarla» con el beneplácito de los padres, que lo escuchan como se escucha a «un buen partido» para su hija.
Los dos enamorados asisten al party organizado por la banda y en el que, mediante la astucia van a apartar a los jóvenes para dejarle el camino libre al jefe con la chica, quien vive asustada como una paloma cuanto ocurre a su alrededor, que le parece algo más que el colmo de las transgresiones morales. Para entendernos, algo así como la Sandy de Grease, pero con un componente represor propio, diríase, de una concepción religiosa ortodoxa de la existencia, porque el joven enamorado a muy duras penas consigue siquiera besarla en los labios, dado cómo se escabulle ella de cualquier acercamiento físico, sexual. A decir verdad, es más probable que ese personaje femenino se parezca más a otra Sandy, a la de Blue Velvet, de David Lynch, una película en la que el enfrentamiento entre ambos mundos está perfecta y estéticamente definido, un enfrentamiento que también se produce en esta película. Y ahí está la diferencia de vestuario de las chicas de la banda y la novia del protagonista. 
El conflicto, porque, si no, no habría película, se desata cuando acusan al recién incorporado de haber traicionado a la banda, tras un asalto a una gasolinera,  y lo someten a una prueba de consumo de alcohol que lo deja grogui. Cuando se entera de que han «secuestrado» a su novia es cuando se desata la violencia que, hasta ese momento, se había manifestado de un modo arbitrario y hasta frívolo. La respuesta del fornido novio está a la altura de la maldad del jefe de la banda, y la película, como no puede ser de otra manera, acaba, y discúlpenme el borrón, con el aviso de lo que le ocurriría a la sociedad si esas conductas desviadas se convirtieran en la norma. ¡Pálidos se volverían los días de la Ley seca a su lado! De hecho, la aparición de las drogas en ese escenario es lo que lo dislocó todo y ha llevado a la sociedad usamericana a sus más altas cotas de violencia y delincuencia.
La película es entretenida y los personajes no solo resultan muy bien definidos, sino que las interpretaciones, en conjunto, son magníficas. Pocos hicieron, después, carrera cinematográfica consistente, pero en esta película se advierte una contundente maestría en la dirección de los actores, porque se saca de ellos un partido total. La omnipresencia del «coche» como símbolo de una generación, le sirve al director para obtener planos muy modernos, próximos a estéticas más actuales, como las de La ley de la calle, de Ford Coppola, aunque haya una diferencia muy notable entre esta y la película de Altman.
En todo caso, no es una película desdeñable, como supo apreciar un espectador de privilegio: Sir Alfred Hitchcock. Aunque la película no fue un éxito rotundo, el maestro del suspense supo ver en ella la existencia de un cineasta que conocía a la perfección su oficio, ¡en su primera película!
Invito a los espectadores, sobre todo a los aficionados a Altman, a hacer un viaje arqueológico, pero en modo alguno la película ha perdido ninguno de los atractivos que tuvo: retratar a la perfección los tiempos primeros de unas bandas que darían mucho que hablar en la Historia del Cine.


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