miércoles, 24 de noviembre de 2021

«El día de los forajidos», de André De Toth, «westernista» tuerto...

  El verdadero sentido del marbete «crepuscular» para los westerns o de cómo ninguna película más tenebrosa que la llena de nieve… 

Título original: Day of the Outlaw

Año: 1959

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: André De Toth

Guion: Philip Yordan

Música: Alexander Courage

Fotografía: Russell Harlan (B&W)

Reparto: Robert Ryan, Burl Ives, Tina Louise, Nehemiah Persoff, Jack Lambert, Alan Marshal, Elisha Cook Jr.

 

         Aunque temáticamente distan mucho, mientras veía esta exhibición de concisión narrativa, creación de una atmósfera morbosa y magnífico duelo de interpretaciones de dos personajes crepusculares, el pistolero justiciero y el viejo militar convertido en bandido, me venía constantemente a la memoria otro peliculón en el que la nieve es personaje central: El rastro de la pantera, de William A. Wellman, y di en pensar que elemento tan asociado a la pureza, a lo inmaculado,  como la nieve, era, en estas dos películas, el paisaje más tenebroso que concebirse quepa. El día de los forajidos bien podría considerarse un western de serie B, porque la acción transcurre en un poblado de una veintena de casas y se centra en la necesidad de un grupo de bandoleros de atender a su jefe, el inmenso Burl Ives, herido gravemente de bala, la cual tiene alojada en el pecho; apenas tiene decorados de mérito y muy pocos extras, dados los pocos vecinos que se alojan en esas pocas casas. De salir con vida de la intervención, el jefe  promete que  seguirán su camino y que nadie recibirá daño alguno. Para asegurarse, lo que hacen es tomar el control del pequeño pueblo y garantizar que nadie saldrá de él, que todas las armas de que disponían han sido eliminadas y que el veterinario, porque no tienen Doc, le extraerá la bala al jefe. Las órdenes del militar son expeditivas, ni alcohol ni abuso de las mujeres, que son los dos objetivos tras de los que van sus hombres así que entran en el villorrio. Se genera, así pues, una situación en cierto modo parecida a la de Horas desesperadas, de William Wyler, que critiqué hace bien poco en este Ojo y que parece haber servido de modelo argumental para la presente. Encerrados en una las sencillas casas de la pequeña localidad, que hace las veces de hotel y saloon, comienza a tejerse un clima de desasosiego que conducirá a una suerte de rebelión contra el jefe por parte de sus secuaces, porque no han dado un golpe de muchos miles de dólares para no poderse permitir el lujo de disfrutar de la bebida y del sexo, aunque sea por la fuerza.

Antes de la situación de secuestro que define la historia, la película se abre con la narración del enfrentamiento entre un ganadero y un agricultor que ha decido vallar sus terrenos para impedir el paso del ganado que le destroce sus cosechas. Se da el caso, además, de que el agricultor se ha casado con quien fuera la novia del ganadero, antiguo hombre de armas que liberó a la población del asedio de los bandidos como los que ahora se han apoderado de la villa. Y esas dos vías narrativas operan simultáneamente incluso tras la invasión de la banda de forajidos, aunque de las posiciones iniciales, que incluyen el ofrecimiento de la mujer de volver con el ganadero si renuncia a ajustar cuentas con su marido, a quien quiere proteger a toda costa, la situación sufrirá una evolución que solo han de descubrirla los espectadores. En todo caso, no revelo nada del otro mundo si adelanto que el ganadero, un curtido Robert Ryan en la cima de su carrera —fue nominado al Oscar al mejor actor de reparto, algo a todas luces injusto, dado su protagonismo indiscutible en la cinta—, llegará a un pacto de caballeros con el militar renegado, si bien el mismo estará sometido a todo tipo de conatos de rebelión por parte de los hombres de su partida sedientos y excitados ante la posibilidad de abusar de algunas mujeres hermosas. El pacto del jefe con sus hombres incluye una suerte de compensación alternativa: la celebración de un baile que les permita desfogarse dentro de un «orden». La película está llena de secuencias estupendas, pero esta del baile, con una música machacona de zanfoña y gaitas es de lo mejorcito que he visto últimamente; en ese haber ha de contabilizarse también la extracción de la bala por parte del tembloroso veterinario sin que medie anestesia y sin que el militar exhale la más mínima queja por la carnicería de que está siendo víctima. El verismo de la película nos ofrece, en consecuencia, un repertorio de crudas secuencias que otorgan a la cinta un carácter realista que va más allá de cualquier tentación de endulzamiento o de idealización. La galería de personajes depravados es tan excelente que la historia y los planos, sobre todo los primeros de esos rostros castigados por la abstinencia, generan, se quiera un no, un desasosiego en el espectador que permite al director ir modulando una suerte de crescendo dramático del que se beneficia la película. Hay lugar, en efecto, para la irrupción del bien, aunque en las dosis necesarias para no desvirtuar el retrato de la maldad integral que se apodera de la pantalla, y que incluye una lucha a puñetazos difícil de olvidar. De Toth había sido cinematografista, antes de devenir director, de ahí que use la nieve con un sentido de la composición estética que deslumbra al espectador, sobre todo en el último tramo de la película, en la que hay escenas verdaderamente impactantes, pero eso se ha de ver, no se puede recontar, porque ninguna descripción hace justicia a esas imágenes en la nieve a través de montañas, una nieve que tiene más de tenebrosa amenaza que de esperanza de futuro bienestar, una vez alcanzado el camino de la «civilización». Esas secuencias sí que son en todo momento parangonables con las de El rastro de la pantera.

Llama la atención cómo se produce una suerte de extraño «pacto de caballeros» entre el ganadero y pistolero justiciero y el militar convertido en forajido, no obstante,  hay en ambos un sentido innato del honor y de lo que este impone y exige que no existe, sin embargo, en los secuaces del militar, y de ahí las tensiones que se viven a lo largo del desarrollo de la historia. Mínima, si bien con una densidad dramática espectacular.

Por más películas que uno vea, a veces le cuesta entender cómo se produce el milagro de una obra perfecta con unos medios limitados, pero El día de los forajidos no es la crónica de un secuestro, sino una batalla moral que determina el curso de los acontecimientos. Se suele hablar de «economía de medios», aunque, en este caso, yo prefiero hablar de concentración e intensidad, y de cómo De Toth ha sabido extraer de un paisaje nevado y unas casas aisladas un drama que bordea constantemente la tragedia. Si se cae en ella o no es algo que decidirá el espectador, por supuesto.

 

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