El verdadero sentido del marbete «crepuscular» para los westerns o de cómo ninguna película más tenebrosa que la llena de nieve…
Título original: Day of the Outlaw
Año: 1959
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: André De Toth
Guion: Philip Yordan
Música: Alexander Courage
Fotografía: Russell Harlan (B&W)
Reparto: Robert Ryan, Burl Ives, Tina Louise, Nehemiah Persoff, Jack
Lambert, Alan Marshal, Elisha Cook Jr.
Aunque temáticamente distan
mucho, mientras veía esta exhibición de concisión narrativa, creación de una
atmósfera morbosa y magnífico duelo de interpretaciones de dos personajes
crepusculares, el pistolero justiciero y el viejo militar convertido en bandido,
me venía constantemente a la memoria otro peliculón en el que la nieve es
personaje central: El rastro de la pantera, de William A. Wellman, y di
en pensar que elemento tan asociado a la pureza, a lo inmaculado, como la nieve, era, en estas dos películas, el
paisaje más tenebroso que concebirse quepa. El día de los forajidos bien podría
considerarse un western de serie B, porque la acción transcurre en un poblado
de una veintena de casas y se centra en la necesidad de un grupo de bandoleros
de atender a su jefe, el inmenso Burl Ives, herido gravemente de bala, la cual
tiene alojada en el pecho; apenas tiene decorados de mérito y muy pocos extras,
dados los pocos vecinos que se alojan en esas pocas casas. De salir con vida de
la intervención, el jefe promete que seguirán su camino y que nadie recibirá daño
alguno. Para asegurarse, lo que hacen es tomar el control del pequeño pueblo y
garantizar que nadie saldrá de él, que todas las armas de que disponían han
sido eliminadas y que el veterinario, porque no tienen Doc, le extraerá
la bala al jefe. Las órdenes del militar son expeditivas, ni alcohol ni abuso
de las mujeres, que son los dos objetivos tras de los que van sus hombres así
que entran en el villorrio. Se genera, así pues, una situación en cierto modo
parecida a la de Horas desesperadas, de William Wyler, que critiqué hace
bien poco en este Ojo y que parece haber servido de modelo argumental
para la presente. Encerrados en una las sencillas casas de la pequeña
localidad, que hace las veces de hotel y saloon, comienza a tejerse un clima de
desasosiego que conducirá a una suerte de rebelión contra el jefe por parte de
sus secuaces, porque no han dado un golpe de muchos miles de dólares para no
poderse permitir el lujo de disfrutar de la bebida y del sexo, aunque sea por
la fuerza.
Antes de la situación de secuestro que
define la historia, la película se abre con la narración del enfrentamiento
entre un ganadero y un agricultor que ha decido vallar sus terrenos para
impedir el paso del ganado que le destroce sus cosechas. Se da el caso, además,
de que el agricultor se ha casado con quien fuera la novia del ganadero,
antiguo hombre de armas que liberó a la población del asedio de los bandidos
como los que ahora se han apoderado de la villa. Y esas dos vías narrativas
operan simultáneamente incluso tras la invasión de la banda de forajidos,
aunque de las posiciones iniciales, que incluyen el ofrecimiento de la mujer de
volver con el ganadero si renuncia a ajustar cuentas con su marido, a quien
quiere proteger a toda costa, la situación sufrirá una evolución que solo han
de descubrirla los espectadores. En todo caso, no revelo nada del otro mundo si
adelanto que el ganadero, un curtido Robert Ryan en la cima de su carrera —fue
nominado al Oscar al mejor actor de reparto, algo a todas luces injusto, dado
su protagonismo indiscutible en la cinta—, llegará a un pacto de caballeros con
el militar renegado, si bien el mismo estará sometido a todo tipo de conatos de
rebelión por parte de los hombres de su partida sedientos y excitados ante la
posibilidad de abusar de algunas mujeres hermosas. El pacto del jefe con sus
hombres incluye una suerte de compensación alternativa: la celebración de un
baile que les permita desfogarse dentro de un «orden». La película está llena
de secuencias estupendas, pero esta del baile, con una música machacona de
zanfoña y gaitas es de lo mejorcito que he visto últimamente; en ese haber ha
de contabilizarse también la extracción de la bala por parte del tembloroso
veterinario sin que medie anestesia y sin que el militar exhale la más mínima
queja por la carnicería de que está siendo víctima. El verismo de la película nos
ofrece, en consecuencia, un repertorio de crudas secuencias que otorgan a la
cinta un carácter realista que va más allá de cualquier tentación de
endulzamiento o de idealización. La galería de personajes depravados es tan
excelente que la historia y los planos, sobre todo los primeros de esos rostros
castigados por la abstinencia, generan, se quiera un no, un desasosiego en el
espectador que permite al director ir modulando una suerte de crescendo
dramático del que se beneficia la película. Hay lugar, en efecto, para la
irrupción del bien, aunque en las dosis necesarias para no desvirtuar el
retrato de la maldad integral que se apodera de la pantalla, y que incluye una
lucha a puñetazos difícil de olvidar. De Toth había sido cinematografista,
antes de devenir director, de ahí que use la nieve con un sentido de la
composición estética que deslumbra al espectador, sobre todo en el último tramo
de la película, en la que hay escenas verdaderamente impactantes, pero eso se ha
de ver, no se puede recontar, porque ninguna descripción hace justicia a esas
imágenes en la nieve a través de montañas, una nieve que tiene más de tenebrosa
amenaza que de esperanza de futuro bienestar, una vez alcanzado el camino de la
«civilización». Esas secuencias sí que son en todo momento parangonables con
las de El rastro de la pantera.
Llama la atención cómo se produce una
suerte de extraño «pacto de caballeros» entre el ganadero y pistolero
justiciero y el militar convertido en forajido, no obstante, hay en ambos un sentido
innato del honor y de lo que este impone y exige que no existe, sin embargo, en
los secuaces del militar, y de ahí las tensiones que se viven a lo largo del
desarrollo de la historia. Mínima, si bien con una densidad dramática espectacular.
Por más películas que uno vea, a veces le
cuesta entender cómo se produce el milagro de una obra perfecta con unos medios
limitados, pero El día de los forajidos no es la crónica de un secuestro,
sino una batalla moral que determina el curso de los acontecimientos. Se suele
hablar de «economía de medios», aunque, en este caso, yo prefiero hablar de
concentración e intensidad, y de cómo De Toth ha sabido extraer de un paisaje
nevado y unas casas aisladas un drama que bordea constantemente la tragedia. Si
se cae en ella o no es algo que decidirá el espectador, por supuesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario