Prisionera de
su fantasía; esclava de su realidad: La vida tormentosa de Lady Di.
Título original: Spencer
Año: 2021
Duración: 116 min.
País: Reino Unido
Dirección: Pablo Larraín
Guion: Steven Knight
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Claire Mathon
Reparto: Kristen Stewart, Jack Farthing, Timothy Spall, Sally Hawkins,
Sean Harris, Richard Sammel, Amy Manson, Ryan Wichert, Michael Epp, Wendy
Patterson, Niklas Kohrt, John Keogh, Shaun Lucas, Marianne Graffam, Olga
Hellsing, Jack Nielen, Ben Plunkett-Reynolds, Matthias Wolkowski, Oriana Gordon.
Pablo Larraín de quien critiqué
hace poco dos excelentes películas, Ema y El refugio, dirigió entre ambas Jacqueline,
sobre la esposa de John Kennedy. Ahora, «repite», en cierto modo, la película,
porque ha fijado su atención en un personaje que vivía extramuros del estrecho
círculo familiar en el que entró como, en una historia de vampiros, para
renovar con su sangre fresca las viejas momias arrugadas de la institución monárquica
inglesa a la que, tras su divorcio, posterior emparejamiento con Dodi Al-Fayed
y sorprendente muerte en accidente de coche en París, estuvo a punto de
llevarse, poéticamente, por delante. De hecho, uno sospecha que esa muerte impedirá
proclamarse rey al eterno príncipe Carlos —empeñado, no menos poéticamente, en
superar en edad a su propia madre…— salvo para abdicar en el hijo de Lady Di,
Guillermo. En cualquier caso, Larraín toma el personaje en un momento muy concreto,
la celebración de unas Navidades con los Windsor al completo en un castillo que
se convierte en un escalofriante espacio gótico para una cinta de terror en la
que no faltan ni los fantasmas que recorren, bailando, los sombríos pasadizos o
bajan a las frías cocinas adonde lleva de su mano la bulimia a la infeliz
princesa para reponerse de sus vomitonas entre y tras las comidas con una
sociedad secreta en la que no ha sido admitida y de la que están deseando
marginarla, porque un divorcio del príncipe heredero supone, aun a pesar de su «historial»
familiar, un descrédito del que les costaría recuperarse; pero la cosa fue,
como todos sabemos, incluso con pelos y señales, mucho peor de lo que hubieran
podido imaginar.
Larraín escoge
ese momento decisivo en la vida de la princesa en que ha de elegir entre un
futuro que se anuncia como de inmersión tenebrosa en la locura o en la liberación,
vía expeditiva del divorcio, de la trampa en la que su ingenuidad y bobaliconería
anciene régim la metió, sin que hubiera ni siquiera sospechado cuáles
eran los designios de la famiglia que la escogió como inversión
publicitaria a la que incluso tantos años después de su muerte, aún le sigue
sacando cierto partido, para lo bueno,
tener un heredero, y para la polémica, su hermano Harry.
He de reconocer
que en la serie The Crown los episodios relativos a Lady Di son muy
buenos, y, en cierto sentido, le habrá costado a Larraín distanciarse de ellos,
porque no puede ser que no los haya visto. En este sentido, el abordaje de
Larraín tiene una estructura muy bien definida y abre y cierra la historia de
un modo brillante, al estilo del cierre de esos cuentos cortazarianos que tanto
nos gustan.
La anécdota es
la reunión familiar navideña que se abre con la metáfora, bien traída, de la
Princesa que se ha perdido con su descapotable por esos enrevesados caminos rurales
ingleses hasta que el cocinero de la mansión la orienta para descubrir que tiene
el palacio a tiro de piedra. Pero lo que ella ve es un espantapájaros al que
despoja de la chaqueta para llevársela con ella y ordenar al servicio que la
limpie. Aparentemente, ese gesto abona la tesis, que se confirmará con otros
actos suyos posteriores a lo largo del desarrollo de la película, del
desequilibrio mental de Diana, y. en efecto, apenas entra en la mansión ya
choca con esa suerte de Caronte que viene a representar, con el pesaje de los
miembros de la familia real, el óbolo mediante el cual tienen acceso las almas
al Hades. Porque lo que representa para Diana ese castillo es, en efecto, un
infierno, con el colorido inframundo de la tentación de los platos con que
saciarse tras las vomitonas. Que le retiren la compañía de una sirvienta con
quien ella se lleva especialmente bien forma parte de esas adversidades que, a
modo de invitaciones al descontrol, va recibiendo de parte de la familia, como
la entrevista que mantienen ambos esposos, con una mesa de billar por medio y
un elemental sentido figurado al alcance de todos los públicos.
Especialmente
interesante es el abismo que hay entre la concepción que sobre la educación de
los príncipes Guillermo y Harry tienen los esposos y que se resolverá al final
de la película, del cual no adelanto nada porque corona estupendamente la estructura
narrativa tan sólida que ha construido
Larraín. Columna vertebral de este episodio postrero del matrimonio de Lady Di
es la lectura de una biografía sobre Ana Bolena y su trágico destino, lectura
que Diana hace desde una perspectiva que ningún otro mortal puede tener, razón
por la cual forma parte del tejido narrativo y tiene, también su culminación en
el último plano que cierra la película. Entre esos fantasmas que recorren los lóbregos
espacios del castillo no falta, por supuesto, el de la desdichada Ana Bolena,
que juega un papel determinante en el desarrollo de la trama. La relación con
los hijos, y el mayor ya percibe que su madre tiene comportamientos que se
apartan terriblemente de la normalidad, es un capítulo importante en la película,
porque está en juego si ambos han de someterse a los exigentes dictámenes de la
famiglia o ella puede tener un papel decisivo en su formación. Todo ello
se va preparando, adecuadamente, para que, al final, todas las líneas argumentales
de la historia coincidan en ese final.
He de confesar
que a mí, personalmente, el «personaje» de Diana Spencer siempre me ha parecido
un triste caso de alienación romántica mal entendida, al que ella se prestó con
toda la ingenuidad e inexperiencia de sus muy pocos años, y, aunque convertida
en mito popular, tuvo, sin embargo, los arrestos suficientes como para huir de
esa jaula dorada y recobrar la libertad a la que cualquier persona libre, en
una democracia, tiene absoluto derecho. Hay en su historia, por tanto, un antes
y un después marcados por su determinación de, mediante el divorcio, poner
tierra de por medio con ese infierno de lujo, etiqueta y frialdad que
representaban para ella los Windsor, y del que hemos tenido oportuno conocimiento
crítico mediante la excelente serie de The Crown. En Spencer la famiglia
queda en un segundo plano, homogénea toda ella como los oscuros de los caravaggios,
quizás para resaltar con mayor precisión la lucha contra la insania de quien
acabó convirtiéndose en una heroína popular, y merecimientos para ello había
hecho, desde luego.
La realización
de Larraín saca un partido extraordinario de la puesta en escena, porque hay en
los espacios de dicha dinastía una relación muy estrecha con su propia manera
de concebir las relaciones humanas. En ciertos momentos, la sátira adopta un
aire de comedia bufa, casi esperpéntica, que contrasta fuertemente con el drama
personal de la protagonista, sometida a un carrusel de emociones y de
desesperaciones que pueden acabar con la estabilidad psíquica de cualquiera. En
este sentido, y desde el inicio tan metafórico de la película, asistimos a un
crescendo en el que apenas ha lugar para tiempo muerto ninguno y sí para
revelaciones, como la de la ayudante personal suya, capaces de hacerla
reconsiderar cómo es la verdadera vida frente al estereotipo familiar que,
supuestamente, estaba obligada a aceptar. No hay, con todo, afán justiciero
ninguno en el punto de vista de Larraín, y a pesar de la invitación constante a
la delimitación de responsabilidades, dado que, al fin y al cabo, estamos ante
la protagonista de lo que se acabaría convirtiendo en una tragedia, la película
se nos ofrece desde el afligido y conflictivo puno de vista de la protagonista,
porque, en la mezcla de géneros que utiliza Larraín, también podemos ver Spencer
como una película de evasión carcelaria, por supuesto.
Como me decía
mi Conjunta, Spencer es una película que te va gustando más a medida que
vuelves sobre ella, después de haberla visto, y sí, tiene razón. La interpretación
de Kristen Stewart es espléndida y favorece mucho la verosimilitud de lo
narrado, por supuesto, aunque conviene no olvidar personajes secundarios, como
el del mayordomo Timothy Spall, o su ayudante y confidente encarnado por la
eficacísima Sally Hawkins.
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